marzo 18, 2025

LA FRAGILIDAD Y LA VIOLENCIA: NOTAS SOBRE LA SERIE “ADOLESCENCIA”

 


Por: Carlos Arturo Gamboa

Docente Universitario

 

If blood will flow when flesh and steel are one
Drying in the colour of the evening Sun
Tomorrow's rain will wash the stains away
Something in our minds will always stay

Perhaps this final act was meant
To clinch a lifetime's argument
Nothing comes from violence
And nothing ever could
For all those born beneath an angry star
Let's we forget how fragile we are

Sting (Fragile)

 

Hay un lugar común que se repite hasta la saciedad cuando se habla de arte y es que toda expresión artística verdadera procura reflejar la condición humana. Pero, ¿qué es la condición humana? Se podría decir que es la forma en que los humanos expresamos esa tensión única que nos diferencia de las demás especies, y se compone de esas pulsiones propias que nos hacen, al mismo tiempo, amar y odiar, llorar y reír, asombrarnos y embotarnos. En sí, la condición humana es la esencia de la misma contradicción que poseemos al nombrarnos seres humanos. En ese sentido, el arte lo que hace es recordarnos que somos humanos, contradictorios, frágiles, depredadores, amorosos… que somos la mejor y la peor especie de la que hasta hoy se tenga conocimiento en el universo.

Ahora bien, frente a un producto artístico (poema, novela, cuadro, obra de teatro, cine, serie, etc.), siempre tendemos a buscar una marca identitaria que nos identifique y cuando esta aparece se presenta como un temblor estético — extrañamiento le llaman algunos teóricos— y nos deja resonando ciertos aspectos durante mucho tiempo más allá del momento mismo del encuentro con la expresión artística.

Incluso sin saberlo, millones de personas experimentan el síntoma que deja el arte cuando nos encontramos con él. Sentimos el vértigo frente a una pintura, una película, una melodía, ante cualquier expresión artística; es algo así como el descubrimiento de «la música oculta de las cosas». Que un producto artístico alcance esa capacidad de resonancia requiere que muchos elementos estéticos se hayan conjugado adecuadamente. Algunos logran emocionarnos durante un breve periodo, luego la curva del asombro desciende, por eso rara vez un producto logra mantenernos levitando de placer estético durante todo el tiempo de la contemplación. Como sujetos imbuidos en la cibercultura, a diario nos enfrentamos a la admiración o consumo de cientos de productos que pretenden ser arte; es decir, que pretenden ir más allá del simple entretenimiento; pocos alcanzan dicha pretensión.

Ese goce estético, ese temblor o ese extrañamiento es lo que ocurre al ver una obra como la miniserie “Adolescentes”. De entrada, el espectador siente que se encuentra ante un producto cuya dimensión explora la condición humana y logra trasmitirnos ese sentir, generando un estado de inmersión que sigue rondándonos incluso cuando culmina. La historia es sencilla y, lamentablemente, cotidiana: un joven de trece años apuñala a una compañera del colegio, es detenido y procesado por homicidio mientras nos van narrando el drama social, familiar y jurídico. Acá lo importante no es responder la pregunta ¿qué pasó?, el interrogante central que mueve el guion, y a nosotros como espectadores, es: ¿por qué pasó?, como en la novela “A sangre fría” de Truman Capote. Y de ahí surge toda la tensión que se compendia en cuatro capítulos.

Entonces podemos ver los dramas que se cruzan: la familia de cara a la ley como en una encrucijada kafkiana. La ley estupefacta ante su propia inutilidad que sólo se limita a castigar bajo unos cánones que resultan obsoletos frente a la cruda realidad, de ahí que los investigadores den tumbos constantemente. La escuela como institución oficial retratada como el lugar inviable para la formación de estos adolescentes puestos en trance por unas urgencias generacionales que el mundo adulto ya no entiende. Los lenguajes cifrados de un mundo juvenil que remite a sus deseos, sueños y frustraciones y que ya no le dice nada a esa sociedad envejecida.

El gran choque de mundos que allí presenciamos es el de diferentes generaciones. Unos padres educados bajo los parámetros de la corrección moral, en donde el agravio era amonestado físicamente, frente a una juventud producto de una tendencia a eliminar la violencia formativa que desaparece para dejar un vacío que es reemplazado por la inseguridad, dando espacio a la fragilidad. Es memorable la ambientación musical de la clásica canción de Stign titulada “Fragile”, para recordarnos dicha tensión generacional y mostrarnos la inevitable levedad de vivir en un tiempo sin raíces profundas.

El tercer capítulo es una oda psicológica que da cuenta del comportamiento humano de este adolescente puesto en situación de abismo. Sus deseos, frustraciones e iras contenidas generan una de las mayores implosiones narrativas que se hayan visto en series recientes. En esos 45 minutos se condensa un llamado de alerta que podemos intuir como el rasgo universal adolescente que impera en esta década del siglo XXI, el siglo de las soledades intercomunicadas.

La serie es un artefacto redondo en el cual cada pieza, cada actuación, cada plano está dando cuenta de esa totalidad discursiva guiada por la pregunta constante: ¿qué significa ser adolescente en un mundo como el actual? Obviamente, ese contexto narrado es Inglaterra, pero de ese mundo podemos extrapolar muchos elementos de nuestras sociedades en situación de alarma permanente.

Ver “Adolescencia” es una bocanada de aire fresco ante tanto producto light, pero también una señal de que el arte sigue presente en los artefactos audiovisuales y que los emisarios que profetizaban el fin del arte debido a la proliferación de los contenidos en las plataformas no han acertado. “Adolescencia” es un asombro, un llamado de alerta, una loable provocación para que miremos de cerca nuestra realidad y entendamos lo que a veces no logramos comprender: la condición humana.

Posdata: Esta serie debería convertirse en una disculpa para promover una reflexión pedagógica que conduzca a repensar la cuestión de ser joven hoy, algo que urge en nuestras instituciones de formación.


febrero 01, 2025

La guerra de los grafitis: ¿la imposibilidad de la paz?

 

 

Por: Carlos Arturo Gamboa

Docente Universitario

 

La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa

Erasmo de Rotterdam

 

Si quieres la paz, no hables con tus amigos, sino con tus enemigos

Moshé Dayán

 

El año 2025 inició con una gran controversia nacional cuyo epicentro fue Medellín debido a la orden, por parte del alcalde Federico Gutiérrez, de borrar un grafiti construido con el fin de mantener viva la memoria de las atrocidades y violencias cometidas en la ciudad, en especial en la zona denominada La escombrera. El grafiti estaba ubicado en el sector del deprimido de la Terminal del Norte y la disculpa de la alcaldía era muy difusa, se alegaba que dicho trabajo artístico no contaba con permisos y no cumplía las normas de uso del espacio público.

 Vale recordar que el grafiti moderno nació en el mundo urbano por la época de los años sesenta y se convirtió en una forma de comunicación muy usada en los años ochenta, especialmente en las grandes ciudades de Estados Unidos, luego se difundió por todo el mundo. Este artefacto estético es definido por la RAE como: “Firma, texto o composición pictórica realizados generalmente sin autorización en lugares públicos, sobre una pared u otra superficie resistente”, y sus mensajes varían dependiendo del contexto y el momento histórico. En términos generales no hay nada que no pueda ser objeto de un grafiti.

 Así, la arbitrariedad de la alcaldía de Medellín generó múltiples reacciones, entre ellas que colectivos artísticos y políticos se dieran cita para repintar el mural. Del mismo modo, el expresidente Uribe, en una intervención al respecto, validó lo hecho en la Comuna 13 durante la denominada Operación Orión, operación que ha sido objeto de miles de denuncias y que es el símbolo central de la controversia del grafiti. Esto provocó mayor división entre las diversas opiniones, ya que una hoguera no se puede apagar con gasolina. Está claro que el proyecto de la oposición (que por vez primera en Colombia es la derecha), consiste a toda costa en recuperar el poder en el 2026 llamando a la confrontación y el resurgimiento de la desgastada “seguridad democrática”. Por lo tanto, se necesita un discurso de caos y hecatombe para poder posicionarla, algo que les funcionó durante todo el siglo XXI, hasta que las fuerzas progresistas llegaron al poder.

 En ese sentido, el tema central del grafiti refleja un momento de eclosión surgido del largo proceso de búsqueda de la verdad sobre la operación Orión, incluso sobre los denominados falsos positivos y las desapariciones de líderes sociales en todo el país, pero en especial en Antioquia, cuna de las estrategias paramilitares. Pintar el mural no fue una acción surgida de la espontaneidad, fue claramente una acción artística, y toda acción artística es política, así algunos nos quieren hacer creer que no.

 La controversia creció rápidamente gracias a los medios de comunicación alternativos y oficiales y, sobre todo, a las redes sociales que empezaron a replicar el debate. En diferentes ciudades surgieron colectivos quienes articularon acciones para replicar el mural “La cuchas tienen razón”, y a la par, colectivos de derecha empezaron a borrar los mismos. Mientras la pintura de los murales se hace de manera pública y en ambiente artístico y festivo, las borradas se hacen casi siempre en horas de la noche o madrugada y por sujetos incógnitos. Estas acciones se han venido dando en cada uno de los lugares en donde se replicó el mural y la controversia no parece terminar. Recientemente en Ibagué un grupo de exmilitares decidió borrar el grafiti y, a diferencia de otros casos, no se ocultaron ante el hecho, lo cual marca una nueva escalada del “debate/conflicto”.

 ¿Qué hay detrás de todo esto? Algunos afirman (la derecha y algunos de centro) que es una estrategia política montada por el petrismo para empezar la campaña política a la presidencia del año 2026. Pero si vemos con detenimiento fue un abierto contradictor del Petro, como lo es el alcalde de Medellín, quien empezó la polémica, lo cual inválida esta tesis. Más allá de los enfrentamientos, debates y señalamientos de lado y lado, lo que queda en claro es que una enorme zanja se abrió (o se hizo evidente porque ya estaba abierta) entre dos bandos; quienes luchan por mantener viva la memoria de las víctimas y quienes niegan que dichos actos atroces hayan sucedido.

 Entonces evidenciamos dos versiones distintas de país, y este el punto clave del debate. Para construir un escenario de paz los contrarios deben escucharse y acordar medidas conjuntas que permitan aceptar los errores, reparar las víctimas y construir un derrotero que conlleve a la transformación de esa realidad que alimentó la guerra. Lo que observamos hoy, en estas manifestaciones que acá denomino “la guerra de los grafitis”, hace evidente que aún no hemos podido establecer un acuerdo nacional para alcanzar la paz. Hay una gran fractura en el proyecto de país, fractura reiterada en la imposibilidad de “acordar una voluntad colectiva de paz”. Durante el plebiscito por la paz quedó en evidencia que no hemos podido entender, como sociedad, que la paz es un deseo necesario y seguimos usando la palabra PAZ para imaginarnos un país construido desde una única orilla, cuando la paz, como acción concreta, debe ser el barco que una nuestras posibilidades y les permita compartir espacios a nuestras diferencias.

 En contravía al proyecto de paz, la guerra de los grafitis es un síntoma preocupante de una sociedad que vuelve otra vez a insistir en el discurso de la guerra. Guerra que prospera en acciones cotidianas como el desconocimiento de la diferencia, la anulación del otro, el uso del lenguaje ofensivo en detrimento de la argumentación, el odio sin miramientos y la idea precaria de que para que unos puedan construir sus sueños, los otros deben ser eliminados.

 Ojalá pudiéramos, entre todos, pintar un gran muro en donde quepan todos nuestros sueños de país, pero eso parece ser poco probable a corto plazo. Lo que observamos actualmente es un intento de construir un muro de alegría, multicolor y que sirva de memoria para no cometer los mismos desafueros, mientras otros lo borran con el negro y gris de la imposibilidad de la paz y el accionar de las armas. La simbología en este caso es muy diciente.