junio 21, 2025

Y DESPUÉS DE PETRO ¿QUÉ?

 


Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima

La petrofobia[1] y la pretroeuforia[2] son dos extremos que emergen producto de la inmadurez política de un país que por vez primera se enfrentó a la posibilidad de ser gobernado desde una óptica distinta a las propuestas de liberales y conservadores (así bauticen sus partidos con otros nombres); que en esencia ha sido la misma: gobernar para unas élites en detrimento de las mayorías pobres. Eso lo dijo nuestro Nobel de literatura muy jocosamente: “La diferencia entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”.[3]

Pero, si hacemos el esfuerzo en evitar esos extremos que reducen el pensamiento político, podemos decantar y valorar el resultado de este primer intento por romper la hegemonía del poder en Colombia, que no se ha roto, pero que ya presenta unas grietas que deben ser aprovechadas por un posible sucesor o sucesora en la línea del actual presidente.

Vivimos en medio de una marcada polarización entre un colectivo que está aprendiendo a ser poder y a gobernar, y otro que da tumbos experimentando cómo se hace oposición sin caer en el ridículo y la mezquindad. En medio de ese maremágnum, el país avanza en unos temas y se estanca en otros.

Ahora bien, está claro que ninguna de las seudoprofecías de quienes asustaban al electorado con el coco del comunismo, del castrochavismo, de la expropiación, de la entrega del país a la guerrilla, del dólar a 10 mil pesos y tantas otras mentiras, se hicieron realidad. El incumplimiento de estas falsas predicciones ha generado un gran detrimento político para sus anunciadores, que en esencia son la derecha y la extrema derecha que no se juntan en un solo partido, sino que están dispersos entre Conservadores, Centro Democrático, Liberales, Cambio Radical, Alianza Verde y, por supuesto, en el mismo partido del Pacto Histórico.

Con unos marcados avances en la política de distribución de tierras, la consolidación de la gratuidad educativa, el crecimiento de la economía y el repunte en sectores como el turismo y la agricultura, el aumento del salario mínimo, la disminución del desempleo, la lucha abierta y eficaz contra el narcotráfico y, recientemente, la aprobación de la reforma laboral; entre otras acciones que benefician a los menos favorecidos, el gobierno de Petro terminará por dejar una gran lección: es posible gobernar a Colombia sin mezquindad de clase y con un enfoque social. Es posible una política de Estado que desmonte los privilegios de los de siempre y le apueste por la equidad, germen de una paz real y duradera.

Así, quienes vengan después de Petro en el relevo del poder, van a recibir un país más informado, más consciente y con una base popular más preparada para hacer valer sus derechos. Deseamos que el próximo gobierno sea de corte social para que se genere el verdadero bucle del cambio, el cual no puede darse en uno o dos periodos presidenciales. El cambio es un proyecto constante, y para que se consolide la idea se requiere de una apuesta colectiva de por lo menos dos décadas seguidas en el poder.

Los problemas estructurales del país no se solucionan con discursos, sino con acciones, de ahí el bloqueo que los petrofóbicos han realizado, ya que en el fondo lo que querían era impedir que esa nueva visión de país arrojara buenos resultados. Para ellos, el fracaso total del gobierno actual era su triunfo, y ya no lo lograron. En eso la versión de Petro 2025 ha sabido apostarse entero a la idea de que el cambio es posible y eso solo se puede hacer jugándose los restos políticos, como lo hizo con la idea de la Consulta Popular y ahora con la Constituyente.

Así las cosas, le queda al presidente Petro esta cuarta parte de su periodo para seguir dejando semillas de cambio; ojalá los pretroeufóricos lo entiendan de este modo y se dediquen a trabajar con ahínco en este propósito y no derrochen la posibilidad política de unirse en la tentativa de ser un relevo responsable para el país. Querámoslo o no, lo compartamos o nos opongamos a esta idea, el país político después del gobierno de Petro será muy distinto, porque ha empezado a gestarse un giro inevitable de pasar de ser una república bananera dependiente casi en su totalidad de las disposiciones de EE.UU. a ser una república autónoma que habla y que establece relaciones con el mundo y con los principales problemas universales que lo aquejan.

Después de Petro, muchos entenderán mejor lo que este gobierno significó para la historia política de Colombia. La derecha deberá reconfigurarse y moderar su avaricia si quiere volver al poder, porque ya no le funcionarán sus viejas artimañas. Por su parte, las fuerzas alternativas deben comprender que sí se puede ser poder y que transformar un país construido bajo los designios de la desigualdad y la guerra requiere tiempo, voluntad y honestidad. Después de Petro no viene la hecatombe, como temen algunos; así como con Petro el país no se hundió, como se propagó por los medios del poder. Después de Petro queda una esperanza de seguir en la ruta de la reconstrucción; depende del pueblo y de sus líderes que esa semilla de esperanza que ya germinó crezca y dé mejores frutos.

[1] “Petrofobia” se usa como expresión para demarcar a aquellos quienes son incapaces de ver los aspectos positivos del gobierno de Gustavo Petro.

[2] “Pretroeuforia” se usa como expresión para demarcar a aquellos quienes son incapaces de ver los aspectos negativos del gobierno de Gustavo Petro.

[3] Gabriel García Márquez en “Cien años de soledad”.

junio 13, 2025

LA TIRANÍA DEL SEÑALAMIENTO Y LA AUSENCIA DEL DEBIDO PROCESO

 


Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima

 

En uno de sus apartes, el Artículo 29 de la Constitución Política de Colombia afirma tajantemente que: “Toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”. Este enunciado tiene mucho sentido en un mundo moderno regido por principios democráticos que abolió la culpabilidad a priori de cualquier ciudadano, sin distingo de credo o raza. Pero una cosa dicen las leyes y otra la cultura imperante.

En la cotidianidad, ahora superinfluenciados por el impacto comunicativo de las redes sociales, parece ser que ya la presunción de inocencia ha desaparecido del panorama, siendo reemplazada por la presunción de culpabilidad. Esto equivale a decir que, como sujetos, estamos desprotegidos ante la muchedumbre y podemos ser apaleados antes de ser juzgados. De entrada, eres culpable y debes demostrar tu inocencia, si te dejan, antes del linchamiento simbólico e incluso real, como ocurre en muchos casos.[1]

Estas nuevas formas societales tienen un gran impacto en la construcción de las subjetividades actuales porque han constituido una patente de corso para que cualquier persona vocifere, ante el tribunal de las masas, que el “otro” es culpable de tal o cual delito sin allegar una evidencia, prueba o testimonio de la contravención que se le acusa. En ese sentido, la otredad es la que está puesta en mayor riesgo, pues se puede desconocer y condenar sin que ella tenga posibilidades de defensa.  

En el idioma castellano existe la expresión “¡Al ladrón, al ladrón!”, que se utiliza popularmente para alertar sobre un robo y al mismo tiempo convocar a la muchedumbre a que capture al culpable señalado. Curiosamente, esta expresión es aprovechada por ladrones reales para distraer la turba y poder huir. Mientras gritan “¡al ladrón, al ladrón!” y la gente se amotina para buscar al culpable del hurto, el verdadero ladrón huye en sentido contrario aprovechando la confusión. Este ejemplo nos permite entender la importancia del debido proceso. Primero, porque ser señalado de un delito no significa que se sea culpable del mismo, al no ser que se esté bajo el imperio de un poder tiránico y dictatorial. Segundo, porque para ser declarado culpable de un delito debe existir una secuencia de pasos y motivos que son garantes de la justicia.

En ese orden de ideas, el primer derecho es el de ser informado de unos supuestos cargos que a futuro te podrían hacer merecedor de un castigo. Si grito “¡al ladrón!” señalando a alguien que corre en medio del gentío, ya lo declaré culpable; ahora solo falta ejecutar una sentencia sobre él. Pero si primero el posible infractor es informado, él tendrá posibilidades de construir una argumentación a su favor o, en caso dado, contratar un abogado para elaborar su defensa. El posible infractor deberá ser juzgado a la luz de unas normas establecidas en torno al hecho que se plantea y quienes lo juzguen deberán poseer las competencias (conocimientos y experiencia) en el campo de acción, y, además, deberán actuar de manera imparcial frente al caso, para lo cual deben recabar pruebas y escuchar las diferentes partes en conflicto. Esto es el debido proceso.

Lo anterior es de vital importancia en la construcción democrática de cualquier entorno moderno, de cualquier institución y, por supuesto, de un Estado democrático. De no ser así, estaríamos en el escenario de un poder omnímodo que juzga con la mirada y ordena castigos de acuerdo con las subjetividades de quien abandona el terreno de la justicia para adentrarse en el mundo de la barbarie. No obstante, el debido proceso, tan fundamental para el soporte cultural de la democracia, ha venido desapareciendo de la acción cultural de una manera acelerada, amenazando con instaurar la «tiranía del señalamiento».

Basta gritar “¡Al ladrón, al ladrón!”, para que una horda, desprovista de cualquier tipo de raciocinio moderno, actúe como un enjambre de hormigas asesinas hambrientas que se lanzan sobre el “supuesto infractor” para devorarlo. Damos por hecho que, si alguien es señalado como “ladrón”, lo es; si se le tilda de “corrupto”, es porque ha corrompido una norma establecida; si es señalado, ya es culpable. Vamos por el mundo explorando las estrellas de los múltiples universos, pero en cuestiones de justicia parecemos seres de las cavernas.

No obstante, es curioso ver que el derecho al debido proceso que reposa en casi todas las Constituciones modernas y que la muchedumbre pasa por alto cuando instaura sus tribunales dictatoriales, es reclamado con urgencia cuando el supuesto infractor no es el “otro”, sino el “yo”. Entonces se acude de inmediato a todos los elementos garantes previstos en la ley para defenderse, legítimamente, de las acusaciones del caso.

En ese sentido, obviar el debido proceso y la presunción de inocencia es una marca simbólica y real de una cultura que opera bajo la tiranía del “yo”, en la cual el “otro” es de entrada culpable de ser y existir. El “otro” es culpable porque así lo determinaron unos “yoes” masificados, sin importar si el “otro” ha trasgredido o no las normas. Por ende, bien nos vale reflexionar antes de gritar “al ladrón, al ladrón”, porque quizás estamos evidenciando la fuerza enunciatoria de un tirano en potencia, y, además, mañana podremos ser nosotros los señalados, ya que en una tiranía nadie está exento de sospecha.

Hoy más que nunca, subsumidos en un mundo de mentiras que ahogan la posibilidad de la verdad, debemos reclamar y hacer uso del debido proceso, porque sin él apenas seremos, como lo dijo el poeta Vallejo, “bárbaros atilas”.

[1] Un ejemplo de ello se da cuando una turba detiene a un supuesto delincuente y procede a lincharlo sin ningún tipo de miramiento.

mayo 21, 2025

EDUCAR EN TIEMPOS AGOTADOS

 


Por: Carlos Arturo Gamboa Bobadilla[i]

Docente Universidad del Tolima

A veces tengo la impresión de que las universidades ya no requieren de líderes académicos, sino de psiquiatras, que el máximo reto de un profesor está en competir contra YouTube, Facebook, Tik Tok o Instagram, que los estudiantes están más preocupados por sus fotos de perfil que por un diploma.

Los curtidos docentes de hoy, los veteranos, nos formamos en un tiempo en el cual el conocimiento era lo más importante, sudábamos gotas de aceite para aprobar una materia y sentíamos el vértigo de la evaluación. Siempre supimos que para que existiese un escenario de aprendizaje real debían confluir, mínimo, tres actores: el conocimiento, los estudiantes y los docentes, en ese orden de importancia. Pero agobiados por los indicadores, los formatos, las reuniones y mil artilugios más, fuimos descuidando el conocimiento y los saberes, sin los cuales ni docentes ni estudiantes tienen un lugar de enunciación en el mundo educativo. Terminamos educando en un tiempo agotado.

Las instituciones que educan se han enfrentado durante décadas a las mismas preguntas, para las cuales las respuestas ya son conocidas, pero las acciones siempre van en contravía de la necesidad. El mundo educativo está sobrediagnosticado, pero como pacientes de una EPS, no recibimos los remedios indicados y seguimos curando los síntomas profundos de la enfermedad educativa a punta de acetaminofén.

En las facultades de educación, en los programas de formación docente, en las licenciaturas, en los eventos académicos y hasta en las cafeterías, citamos a Freire, a Mélich, a Posner, a Montessori, a Bruner, a Vygotsky, a Steiner, a cientos de maestros que hablan con maestría sobre las formas de enseñar, las maneras de educar y las estrategias para transformar las prácticas pedagógicas, pero cuando nos asomamos a las aulas, el paisaje parece ser el mismo y a veces más desalentador que el de hace décadas.

Los chicos no quieren estudiar, dicen los profesores a diario; los niños no quieren ir a la escuela, dicen los padres agobiados; los jóvenes no desean estar en las universidades, dicen las últimas noticias y los indicadores recientes, y todos ellos tienen la razón. ¿Se ha vuelto acaso la institución que educa un lugar poco deseable? ¿Por qué?

Ante este panorama, ser educador parece ser el oficio optimista de un pesimista consumado. ¿Qué hacemos ofreciendo manzanas a un niño que desea colombinas? Somos los testarudos de un tiempo de alertas universales, de mentiras que pululan a la velocidad de la luz, de incomunicaciones y fragilidades.

Ahora el currículo flota en las redes sociales, la lección está sintetizada en un meme y la evaluación es un reality show. En el mundo de la cibercultura, los docentes parecemos un avatar caprichoso flotando en la red infinita de los mensajes cifrados. Como el grito de auxilio atrapado en una botella que ha lanzado un náufrago, seguimos esperando que alguna vez ese mensaje tenga un receptor, y que acuda a salvarnos de ese pesimismo que se ha incrustado en nuestra diaria labor.

¿Sueno demasiado pesimista? ¿O más bien estoy siendo muy realista? La respuesta la dejo flotando por ahí como otra de esas preguntas que no se deben responder sin reflexionar. Lo cierto es que en medio de este panorama hemos decidido ser educadores y esa es nuestra responsabilidad. Los tiempos han cambiado de manera revulsiva y ahora asistimos a la profecía final contra la escuela, el apocalipsis de la educación con su anticristo encarnado en la inteligencia artificial. Terminator se pasea por los pasillos de las universidades; sus pisadas asustan y muchos se esconden detrás de sus viejos pizarrones, resguardando en el pasado sus miedos al futuro. Les alerto desde ya: esconderse no es la solución; hay que enfrentar el presente; solo así es posible construir un futuro o cambiar ese que parece inevitable.

No hay que temerles a los nuevos modelos, a las nuevas didácticas, a las herramientas que a diario se recrean; ellas nunca reemplazarán al docente auténtico, aunque los que corren riesgo son los profesores simuladores; de ellos no será el futuro. ¿En cuál de esos grupos estamos? He ahí el dilema.



[i] Palabras de apertura del Panel “Escenarios y voces del IDEAD: diálogo y reflexión sobre el rol del docente en la educación superior a distancia”, celebrado en el marco del Primer Encuentro Nacional de Profesores IDEAD – UT. (mayo 15-18, de 2025).


mayo 11, 2025

SANGRE ROJA ESCARLATA

 

Nota:

A propósito de los abusos sexuales en los entramados religiosos, los invito a leer ese cuento incluido en mi libro "Sueño imperfecto", publicado por la Editorial Universidad del Tolima en el año 2009.

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El fondo siempre es gris, pensó mientras hojeaba el libro escueto de verdades escogidas al azar. La tos no cesaba de incomodarlo, y sobre aquella almohada de algodón viejo su cabeza parecía un molino rústico. Un olor a ungüento se esparcía por cada esquina de aquel cuarto efímero. Nada comparado con el lujo de la mansión donde acostumbraba a vacacionar sus engaños. Llevaba aquí más de tres semanas, contadas largamente, desde la aparición de ciertas úlceras en sus brazos. Al principio, cuando invadieron sus testículos, las logró disimular bajo su manta apostólica, pero luego se encaminaron norte arriba. Aunque constantemente padecía de vértigos, no cesaba de predicar el santo oficio. El último sábado se incorporó a las cinco de la mañana, como de costumbre, y al revisar su barba se encontró asediado por cientos de granos rojo-amarillos que desfilaban por sus pómulos. El espejo no mentía.

Entonces escribió una nota a Jhon Eskiner dándole las respectivas instrucciones: “Encárgate del oficio. Di que partí a una misión a la Sierra Nevada de Santa Marta. Después te explico”. La brevedad pausada de su enmienda mostraba su poca preocupación por el asunto. Con algunos baños de ajenjo expirarán estas granujas, se prometió a sí mismo, como para reforzar su tesis. Pero las llagas continuaron anidando en su cara y en pocas horas eran las dueñas de su cuero cabelludo. Para no provocar rumores, pues los sacramentos así lo exigen, contactó a un cómplice amigo dedicado a la medicina; se dedicó a leer los diarios y a planear su próxima incursión nacional para expandir el evangelio. El dictamen fue severo. Reposo total y ciento de exámenes metódicos. “El virus es extraño. Cuídese mucho, reverendo”.

Fue así como apareció a mi puerta, vestido como cualquier mortal que busca desahogo. Su cara surcada por arrugas concéntricas, su cabello ajedrezado y un tufo de santo inconfundible. Llevaba más de dos años sin verlo en persona, puesto que sus milagros eran noticia obligada en los telenoticieros. Recuerdo que la última vez que se atrevió a llegar hasta mi casa fue para indagar sobre el comportamiento de las prostitutas. Según él, yo debía conocer a cabalidad el quehacer. Su inquietud se debía a cierto plan macro religioso para expandir el evangelio en las calles olvidadas por su dios. Accedí sin muchos misterios, como siempre suele suceder ante alguna de sus patrañas.

Ahora era distinto; un dejo de pesar cosquilleó en mi mente al observar aquella silueta desproporcionada. Sus brazos rozando el suelo y sus pies semejantes a dos árboles gemelos en edad. Sus ojos, entre negros y azules, ya no poseían el brillo místico que me desnudó aquella tarde frente al púlpito, en donde avasallaba con palabras retumbantes. De eso hace más de veinte años, y mi inocencia en grado subcero; hoy es una sombra. Aquel día tuve el presentimiento de estar frente a un dios personificado, porque de su lengua brotaban versos melodiosos, sustantivos mágicos y látigos verbales. “¡Hermanos!, la carne es la perdición del hombre. En el reino de los cielos el pecado no tiene lugar; por eso la lascivia debe ser combatida con ayunos…”. Los rumores de admiración se esparcían entre las grandes sillas de madera que se organizaban en filas mudas y sombrías. El centro, justo donde se ubicaba el púlpito, estaba iluminado por una extraña luz de colores combinados, y la figura esbelta del predicador daba al recinto un aire de total reverencia. Era como si Dios mismo estuviera allí postrado, increpando y tratando de salvar a los pobres feligreses. Se quedó mirándome con tanta frialdad que me hizo sudar bajo los senos.

Sus ojos penetraron en mis entrañas y llegué a pensar en estar poseída por un espíritu maligno. Su juzgadora voz ahora se escuchaba como un trueno: “Hermanos míos, den la bienvenida a una nueva alma. El reino de los cielos se regocija. Siempre hay un lugar en nuestra casa para las ovejas descarriadas”. Sus grandes ojos azules seguían devorando mi debilidad; aquel sudor de mil poros parecía mojarme. Sola como una autómata, a merced de aquel semidiós del mundo moderno, lo vi acercarse y descargar su gran mano derecha sobre mi frente durante treinta largos segundos, y sin que pudiera hacer nada, su metacarpo izquierdo sujetó mi pecho a la altura de mis senos erectos que no parecían disgustados ante tal provocación. “Hermanos, oremos por el alma de esta joven, y que Dios la reciba en sus omnipotentes brazos”.

Creo que perdí el conocimiento durante siglos, pues al recobrar la realidad estaba siendo atendida por una anciana de mirada diminuta que escondía sus cabellos tras una pañoleta negra. El salón estaba desierto y una música de piano agonizaba en mis oídos. No terminaba de huir mi perplejidad cuando apareció el reverendo Mesarín con un atuendo normal. Le hizo una señal a la anciana, que abandonó el recinto. Se acercó y sujetó levemente mi brazo derecho. Me enseñó algunos cuartos donde se hacía penitencia, un enorme piano Yamaha en donde sus manos parecían aladas al ir de Do a Do; me leyó un salmo de David del cual nada entendí, pues estaba estupefacta ante aquella aparición divina. Después de media hora gastada en discursos, me recostó en un gran sofá rojo, como la sangre del salvador que proclamaba. Con sus dedos lisos y yertos rozó mis labios y, cuando pensé reaccionar, su voz imperativa rompió mis tímpanos: “Hija, mi reino no es de este mundo; a donde yo voy tú puedes ir y encontrarás sosiego para tu abatida alma. No desperdicies tu oportunidad, no todos los días el reino de Dios llama a tu puerta...”. Una pausa recóndita y luego me atrajo bruscamente contra su pecho: “Hija, yo sé que tú sufres por tus pecados, que la lujuria ha socavado tu cuerpo inocente y de noche despiertas con pensamientos abominables. Es tu carne, hija, pero la redención es oportuna”.

Al concluir el sermón, sus manos se abrieron paso entre mis piernas y, con gran velocidad, mis senos quedaron flotando en el aire con olor a incienso. Sus dedos penetraron como agujas en mis calzoncitos de franela y mi sexo parecía una laguna de encantos musicales. Me desvistió con un ritual sagrado, inundando mi cuerpo con una saliva vivificante y erótica. Su boca se amoldó a mis senos en los que la pulcritud asemejaba un nevado en llamas. Me poseyó con una magia tal, que no sentí el momento en que el cántaro estallaba contra su sexo de piedra antigua.

Se levantó como si acabara de ganar un alma para su inventario celestial, acomodó su ropa que nunca terminó de quitarse y me brindó una sonrisa complaciente. Luego se alejó. Mientras me vestía, pensé en las consecuencias religiosas de aquel acto carnal, pero me reconfortaba la idea de haber sido desflorada por un hombre que quizás sería el mismo Dios en persona. Calcé mis sandalias y, al incorporarme del sofá, vi un hilillo de sangre que buscaba la curvatura de la caída. Sangre roja escarlata, como la sangre del salvador que proclamaba.

mayo 06, 2025

Silvio y Cobain en las fauces del mercado.

 


Por: Carlos Arturo Gamboa

Docente Universidad del Tolima

Hay una anécdota sobre la moda y Kurt Cobain. El entonces desconocido músico se propuso usar prendas distintas a las tradicionales en el mundo del espectáculo rockero, esto muy ligado a la nueva escena grunge que pululaba por todas partes a inicios de los años noventa.

Kurt vestía con camisas leñeras, playeras sencillas, jeans desgastados, sacos de lana y zapatillas, nada que ver con atuendos de bandas como Guns and Roses y similares que por entonces enarbolaban la bandera del rock. Esa forma de vestir pronto empezó a convertirse en el símbolo de una nueva ola, de una onda musical que de alguna manera se revelaba contra las antiguas estéticas juveniles, algo que Cobain compartía.

Cierto día, cuando después de una larga gira retornó a Seattle, al pasearse por un bulevar encontró que muchas tiendas adornaban sus maniquíes con atuendos similares al suyo; al ver esto sintió una profunda tristeza y se hundió en una depresión que duraría semanas. Kurt y Nirvana ya eran famosos, su álbum Nevermind (1991) había roto récords de ventas y su imagen flotaba por los canales de MTV como el nuevo genio de la cultura del rock.

Esta historia tiene un complemento: es que, por el año de 1992, el diseñador Marc Jacobs realizó un evento para presentar su nueva colección juvenil y estaba toda inspirada en el atuendo de Kurt Cobain. El diseñador envió a Kurt una muestra de dicha colección. Según la compañera del atormentado músico, esto ofendió de nuevo al futuro suicida e incluso, dijo Courtney Love, que prendió fuego y quemó aquella ropa como si estuviese haciendo un rito de expiación.

Estos sucesos evidencian la forma en que el sistema de mercado capitalista se alimenta y se regenera de forma continua, incluso sumando a su portafolio aquellas expresiones contraculturales que surgieron como resistencia a la cultura impuesta. La depresión de Kurt ante tales eventos surge de darse cuenta de ese síntoma; él se había propuesto, de manera iconoclasta, romper con esos símbolos impuestos, y terminó él siendo uno.

Esta anécdota se me vino a la cabeza al ver por estos días la manera en que el mercado del espectáculo ha dispuesto la gira del cantautor cubano Silvio Rodríguez. No más anunció su gira, la euforia de miles de latinoamericanos creció por ver quizás lo que será su última gira, ya que, con cerca de 80 años, se prevé su retiro de este tipo de eventos. Entre septiembre y noviembre de 2025 tiene pensada la gira el cantautor nacido en San Antonio de los Baños (Cuba) y quien formó líricamente a Latinoamérica desde la aparición del álbum Días y flores (1975).

Autor de más de 500 canciones y reconocido internacionalmente por sus acordes y letras profundas, se ha agendado en Perú, Chile, Argentina, Uruguay y Colombia. El fenómeno y entusiasmo por escuchar de nuevo a esa leyenda llamada Silvio Rodríguez ha desbordado toda expectativa. Lo curioso es que su renombre ha sido secuestrado por el mercado y la boletería para sus presentaciones ha caído en el juego de la especulación. En cada uno de los países en donde han abierto venta de entradas a sus conciertos, los tickets han ido a caer en manos de los revendedores en tan solo unos minutos; luego, un día después, aparecen a la venta con cinco o más veces su valor inicial.

De esa manera, intentar asistir a una de sus funciones en vivo resulta un privilegio mediado por el poder adquisitivo, sin que exista nada ni nadie que pueda regular la tendencia del mercado. Al no ser que se gestase una extraña rebeldía masificada para no comprarles a los revendedores, lo cual es tan utópico como desear que un día le den el Premio Nobel de Literatura al genio de los acordes de la nueva trova cubana, qué bien merecido lo tiene.

Kurt y Silvio, dos íconos de la contracultura, dos revolucionarios de su tiempo, un día fueron sometidos a los caprichos consumistas del mercado y convertidos en prenda de transacción. Cobain se terminó volando los sesos a una temprana edad, mientras Silvio recorrerá esa Latinoamérica que lo idolatra, pero sin la presencia de la gente humilde que lo cantó en mil amaneceres de bohemia, que lo coreó en cientos de marchas libertarias, que lo grabó en casetes piratas cuando escuchar a Silvio era sinónimo de revolución. Silvio estará en los escenarios acompañado de quienes tuvieron que pagar los caprichos insanos del mercado que se apodera de todo, hasta de los signos que sueñan su derrota.

Por ahora, solo queda conformarnos con ese viejo Silvio Rodríguez Domínguez que canta gratis en su “Gira por los barrios de Cuba”, la cual sobrepasó la envidiable suma de 100 presentaciones. Y quizás con ese recuerdo reunirnos con los nostálgicos y tararear a la distancia que no les compraremos boleta a los mercaderes de los sueños, porque “yo me muero como viví”, y que nos llamen necios.


abril 07, 2025

LAS PARADOJAS DE LA PERFECCIÓN

 


                                                                                         

 

Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Docente Universidad del Tolima

En el fangoso trascurrir del día a día del siglo XXI, olvidamos con frecuencia lo que contiene la definición de "ser humano", en cuyo centro se encuentra la palabra "contradicción". Lejos de las ficciones propias de las mitologías religiosas, el ser humano está hecho de contradicciones; nada más banal que la pretendida perfección en un mundo agónico en continua transformación, o más bien debemos decir, degradación.

El siglo XXI nos ha inundado de mensajes que parecen ir en contravía de nuestra historia y destino como humanos. Mientras el planeta colapsa, en gran medida por nuestra culpa, seguimos en la búsqueda de un mundo ideal, gobernado por un ser perfecto, espécimen que no existe ni ha existido. Esta paradoja nos hace infelices, porque no hay nada más alejado de la felicidad que tener que aceptar la imperfección humana en un planeta plagado de supervalores de idealización.

Para ser feliz hoy (o al menos aparentarlo), hay que tener el cuerpo perfecto vestido con la ropa perfecta comprada con el salario perfecto del trabajador perfecto. El lenguaje perfecto debe dar cuenta de un ser con valores éticos y morales perfectos que no ofendan la pretendida perfección de la opinión de miles de seres perfectos que expresan opiniones perfectas en medio de miles de redes comunicacionales interconectadas que dan cuenta de todo lo contrario: la imperfección es connatural a la esencia humana.

Y al estar atrapados en la ansiedad colectiva de la perfección y sabiendo que la realidad se mueve sobre una enorme superficie de imperfección, experimentamos el vacío de esa idealización imposible. Las relaciones, de todo tipo, fracasan cuando no se logra entender que estamos construidos de contradicciones. 

Así que el médico se equivocará en el diagnóstico, el futbolista errará el penal en el momento trascendental, el político prometerá más de lo que hará, el líder espiritual de la comunidad cometerá acciones indebidas, el profesor no tendrá la respuesta adecuada… Todos, absolutamente todos, haremos acciones “no correctas” en cualquier instante de nuestra cotidianidad, sólo que es lo primero que olvidamos cuando dicha acción es ejecutada por el "otro". Entonces, como jueces dotados de las leyes inalterables de la perfección, desplegaremos un arsenal de juicios ético-morales contra ese infractor que ha osado vulnerar la perfección. Nuestro dictamen es letal; como Torquemadas de la era digital, nadie estará exento de ser calcinado por el fuego de nuestras opiniones.

En ese sentido, existe una enorme contradicción cultural en el mundo actual: somos una masa imperfecta que busca desesperadamente seres perfectos que guíen nuestro destino. Los “otros”, para poder ganar nuestra confianza, se rotulan como seres perfectos porque nadie los aceptaría si fueran capaces de aceptar lo contrario, es decir, lo real. Ellos se autoengañan para engañarnos y construir la red universal de la mayor falsedad que ha existido.

Juzgar al "otro" con el estándar de la imposible perfección refleja, entonces, una enorme ignorancia por lo que somos como seres humanos y una falta absoluta de autoconocimiento. Así que cuando vayamos a juzgar al "otro", debemos observarnos un instante en el espejo de nuestro interior y recordar aquella conclusión del psicoanalista Erik Erikson cuando afirmó que: "Cuanto más te conoces a ti mismo, más paciencia tienes por lo que ves en los demás".

Piensa un momento en lo siguiente: si todo lo que has sido y eres fuera expuesto en la pantalla de la existencia de los valores perfectos, ¿qué dirían de ti? ¿saldrías ileso? De seguro ninguno lo haría; por lo tanto, resulta una paradoja vivencial andar por todos lados, sobre todo en las redes sociales, rasgándonos las vestiduras ante la imperfección de los demás.

abril 02, 2025

Humanos y muñequitos animados

 


Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima

 Hace un buen tiempo, muchos teóricos vienen hablando de los grandes impactos (positivos y negativos) que la inteligencia artificial tendrá sobre la cultura humana. Casi todos coinciden en que serán muchos los oficios, actividades y profesiones que se verán intervenidos ante la capacidad de ser ejecutadas de manera más “eficiente” por la IA.

En ese sentido, estos días ha surgido una gran polémica por la generación de imágenes con el formato de los estudios Ghibli que han inundado las redes, causando alarma entre los dibujantes tradicionales de caricaturas y cómics, lo que evidencia de alguna manera el tamaño del debate que debemos asumir como especie.

Viendo lo que está sucediendo, aún no alcanzamos a calcular los desarrollos de la IA en campos como la medicina, la industria armamentística, el derecho, la política, el periodismo, la industria del entretenimiento, la música y el arte en general. Libros escritos por la IA, películas, candidatos diseñados para atraer a los votantes con algoritmos que extraen las tendencias de la ciudadanía, diagnósticos médicos mucho más precisos, valoraciones y asesorías jurídicas con un ilimitado backup de normas, creación de pinturas, retratos, imágenes y un sinfín de artefactos que hasta ahora eran dominio de la mente, creatividad y habilidades humanas, ahora se pueden generar y multiplicar hasta el infinito.

En el campo educativo, el impacto de la IA será también trascendental, aunque la educación dada a permanecer estancada ante los cambios de la cultura aún no reacciona del todo. Lo cierto es que hasta ahora los humanos habíamos creado herramientas que usábamos, en la mayor parte de los casos, para mejorar nuestras condiciones de vida en el planeta, pero durante la segunda mitad del siglo XX emprendimos una carrera desaforada por crear artefactos letales, de los cuales la bomba atómica detonada en Hiroshima era hasta ahora la más representativa. Pero hoy tenemos drones de precisión matando niños en Gaza y sí, son operados por la IA; ese es el nivel de nuestro desafuero.

El reto que nos depara el futuro es enorme, ya que, si el miedo de que la IA logre su total autonomía y se pueda redefinir a sí misma se concreta, traerá consigo el apocalipsis que se pronosticaba en “Terminator” por allá en el distante año de 1985. Pero antes de eso, muchos elementos cotidianos de nuestra cultura mutarán inevitablemente, siguiendo la línea de evolución (o involución en muchos casos) a la que hemos asistido sin darnos cuenta durante las últimas cinco décadas.

Esta es la gran encrucijada que, junto a una posible extinción masiva de la vida, se convierte en uno de los elementos centrales del debate y de los cuales pocos hablan, porque la mayoría están viviendo, sin saberlo, un gran cambio cultural reflejado en una total inmersión que impide apreciar la urgencia central del planeta. Así, la lucha menor es contra los dibujos animados producidos por la IA; es más bien la concepción de quienes promueven la IA, concibiendo la humanidad como simples muñequitos.

marzo 18, 2025

LA FRAGILIDAD Y LA VIOLENCIA: NOTAS SOBRE LA SERIE “ADOLESCENCIA”

 


Por: Carlos Arturo Gamboa

Docente Universitario

 

If blood will flow when flesh and steel are one
Drying in the colour of the evening Sun
Tomorrow's rain will wash the stains away
Something in our minds will always stay

Perhaps this final act was meant
To clinch a lifetime's argument
Nothing comes from violence
And nothing ever could
For all those born beneath an angry star
Let's we forget how fragile we are

Sting (Fragile)

 

Hay un lugar común que se repite hasta la saciedad cuando se habla de arte y es que toda expresión artística verdadera procura reflejar la condición humana. Pero, ¿qué es la condición humana? Se podría decir que es la forma en que los humanos expresamos esa tensión única que nos diferencia de las demás especies, y se compone de esas pulsiones propias que nos hacen, al mismo tiempo, amar y odiar, llorar y reír, asombrarnos y embotarnos. En sí, la condición humana es la esencia de la misma contradicción que poseemos al nombrarnos seres humanos. En ese sentido, el arte lo que hace es recordarnos que somos humanos, contradictorios, frágiles, depredadores, amorosos… que somos la mejor y la peor especie de la que hasta hoy se tenga conocimiento en el universo.

Ahora bien, frente a un producto artístico (poema, novela, cuadro, obra de teatro, cine, serie, etc.), siempre tendemos a buscar una marca identitaria que nos identifique y cuando esta aparece se presenta como un temblor estético — extrañamiento le llaman algunos teóricos— y nos deja resonando ciertos aspectos durante mucho tiempo más allá del momento mismo del encuentro con la expresión artística.

Incluso sin saberlo, millones de personas experimentan el síntoma que deja el arte cuando nos encontramos con él. Sentimos el vértigo frente a una pintura, una película, una melodía, ante cualquier expresión artística; es algo así como el descubrimiento de «la música oculta de las cosas». Que un producto artístico alcance esa capacidad de resonancia requiere que muchos elementos estéticos se hayan conjugado adecuadamente. Algunos logran emocionarnos durante un breve periodo, luego la curva del asombro desciende, por eso rara vez un producto logra mantenernos levitando de placer estético durante todo el tiempo de la contemplación. Como sujetos imbuidos en la cibercultura, a diario nos enfrentamos a la admiración o consumo de cientos de productos que pretenden ser arte; es decir, que pretenden ir más allá del simple entretenimiento; pocos alcanzan dicha pretensión.

Ese goce estético, ese temblor o ese extrañamiento es lo que ocurre al ver una obra como la miniserie “Adolescentes”. De entrada, el espectador siente que se encuentra ante un producto cuya dimensión explora la condición humana y logra trasmitirnos ese sentir, generando un estado de inmersión que sigue rondándonos incluso cuando culmina. La historia es sencilla y, lamentablemente, cotidiana: un joven de trece años apuñala a una compañera del colegio, es detenido y procesado por homicidio mientras nos van narrando el drama social, familiar y jurídico. Acá lo importante no es responder la pregunta ¿qué pasó?, el interrogante central que mueve el guion, y a nosotros como espectadores, es: ¿por qué pasó?, como en la novela “A sangre fría” de Truman Capote. Y de ahí surge toda la tensión que se compendia en cuatro capítulos.

Entonces podemos ver los dramas que se cruzan: la familia de cara a la ley como en una encrucijada kafkiana. La ley estupefacta ante su propia inutilidad que sólo se limita a castigar bajo unos cánones que resultan obsoletos frente a la cruda realidad, de ahí que los investigadores den tumbos constantemente. La escuela como institución oficial retratada como el lugar inviable para la formación de estos adolescentes puestos en trance por unas urgencias generacionales que el mundo adulto ya no entiende. Los lenguajes cifrados de un mundo juvenil que remite a sus deseos, sueños y frustraciones y que ya no le dice nada a esa sociedad envejecida.

El gran choque de mundos que allí presenciamos es el de diferentes generaciones. Unos padres educados bajo los parámetros de la corrección moral, en donde el agravio era amonestado físicamente, frente a una juventud producto de una tendencia a eliminar la violencia formativa que desaparece para dejar un vacío que es reemplazado por la inseguridad, dando espacio a la fragilidad. Es memorable la ambientación musical de la clásica canción de Stign titulada “Fragile”, para recordarnos dicha tensión generacional y mostrarnos la inevitable levedad de vivir en un tiempo sin raíces profundas.

El tercer capítulo es una oda psicológica que da cuenta del comportamiento humano de este adolescente puesto en situación de abismo. Sus deseos, frustraciones e iras contenidas generan una de las mayores implosiones narrativas que se hayan visto en series recientes. En esos 45 minutos se condensa un llamado de alerta que podemos intuir como el rasgo universal adolescente que impera en esta década del siglo XXI, el siglo de las soledades intercomunicadas.

La serie es un artefacto redondo en el cual cada pieza, cada actuación, cada plano está dando cuenta de esa totalidad discursiva guiada por la pregunta constante: ¿qué significa ser adolescente en un mundo como el actual? Obviamente, ese contexto narrado es Inglaterra, pero de ese mundo podemos extrapolar muchos elementos de nuestras sociedades en situación de alarma permanente.

Ver “Adolescencia” es una bocanada de aire fresco ante tanto producto light, pero también una señal de que el arte sigue presente en los artefactos audiovisuales y que los emisarios que profetizaban el fin del arte debido a la proliferación de los contenidos en las plataformas no han acertado. “Adolescencia” es un asombro, un llamado de alerta, una loable provocación para que miremos de cerca nuestra realidad y entendamos lo que a veces no logramos comprender: la condición humana.

Posdata: Esta serie debería convertirse en una disculpa para promover una reflexión pedagógica que conduzca a repensar la cuestión de ser joven hoy, algo que urge en nuestras instituciones de formación.


febrero 01, 2025

La guerra de los grafitis: ¿la imposibilidad de la paz?

 

 

Por: Carlos Arturo Gamboa

Docente Universitario

 

La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa

Erasmo de Rotterdam

 

Si quieres la paz, no hables con tus amigos, sino con tus enemigos

Moshé Dayán

 

El año 2025 inició con una gran controversia nacional cuyo epicentro fue Medellín debido a la orden, por parte del alcalde Federico Gutiérrez, de borrar un grafiti construido con el fin de mantener viva la memoria de las atrocidades y violencias cometidas en la ciudad, en especial en la zona denominada La escombrera. El grafiti estaba ubicado en el sector del deprimido de la Terminal del Norte y la disculpa de la alcaldía era muy difusa, se alegaba que dicho trabajo artístico no contaba con permisos y no cumplía las normas de uso del espacio público.

 Vale recordar que el grafiti moderno nació en el mundo urbano por la época de los años sesenta y se convirtió en una forma de comunicación muy usada en los años ochenta, especialmente en las grandes ciudades de Estados Unidos, luego se difundió por todo el mundo. Este artefacto estético es definido por la RAE como: “Firma, texto o composición pictórica realizados generalmente sin autorización en lugares públicos, sobre una pared u otra superficie resistente”, y sus mensajes varían dependiendo del contexto y el momento histórico. En términos generales no hay nada que no pueda ser objeto de un grafiti.

 Así, la arbitrariedad de la alcaldía de Medellín generó múltiples reacciones, entre ellas que colectivos artísticos y políticos se dieran cita para repintar el mural. Del mismo modo, el expresidente Uribe, en una intervención al respecto, validó lo hecho en la Comuna 13 durante la denominada Operación Orión, operación que ha sido objeto de miles de denuncias y que es el símbolo central de la controversia del grafiti. Esto provocó mayor división entre las diversas opiniones, ya que una hoguera no se puede apagar con gasolina. Está claro que el proyecto de la oposición (que por vez primera en Colombia es la derecha), consiste a toda costa en recuperar el poder en el 2026 llamando a la confrontación y el resurgimiento de la desgastada “seguridad democrática”. Por lo tanto, se necesita un discurso de caos y hecatombe para poder posicionarla, algo que les funcionó durante todo el siglo XXI, hasta que las fuerzas progresistas llegaron al poder.

 En ese sentido, el tema central del grafiti refleja un momento de eclosión surgido del largo proceso de búsqueda de la verdad sobre la operación Orión, incluso sobre los denominados falsos positivos y las desapariciones de líderes sociales en todo el país, pero en especial en Antioquia, cuna de las estrategias paramilitares. Pintar el mural no fue una acción surgida de la espontaneidad, fue claramente una acción artística, y toda acción artística es política, así algunos nos quieren hacer creer que no.

 La controversia creció rápidamente gracias a los medios de comunicación alternativos y oficiales y, sobre todo, a las redes sociales que empezaron a replicar el debate. En diferentes ciudades surgieron colectivos quienes articularon acciones para replicar el mural “La cuchas tienen razón”, y a la par, colectivos de derecha empezaron a borrar los mismos. Mientras la pintura de los murales se hace de manera pública y en ambiente artístico y festivo, las borradas se hacen casi siempre en horas de la noche o madrugada y por sujetos incógnitos. Estas acciones se han venido dando en cada uno de los lugares en donde se replicó el mural y la controversia no parece terminar. Recientemente en Ibagué un grupo de exmilitares decidió borrar el grafiti y, a diferencia de otros casos, no se ocultaron ante el hecho, lo cual marca una nueva escalada del “debate/conflicto”.

 ¿Qué hay detrás de todo esto? Algunos afirman (la derecha y algunos de centro) que es una estrategia política montada por el petrismo para empezar la campaña política a la presidencia del año 2026. Pero si vemos con detenimiento fue un abierto contradictor del Petro, como lo es el alcalde de Medellín, quien empezó la polémica, lo cual inválida esta tesis. Más allá de los enfrentamientos, debates y señalamientos de lado y lado, lo que queda en claro es que una enorme zanja se abrió (o se hizo evidente porque ya estaba abierta) entre dos bandos; quienes luchan por mantener viva la memoria de las víctimas y quienes niegan que dichos actos atroces hayan sucedido.

 Entonces evidenciamos dos versiones distintas de país, y este el punto clave del debate. Para construir un escenario de paz los contrarios deben escucharse y acordar medidas conjuntas que permitan aceptar los errores, reparar las víctimas y construir un derrotero que conlleve a la transformación de esa realidad que alimentó la guerra. Lo que observamos hoy, en estas manifestaciones que acá denomino “la guerra de los grafitis”, hace evidente que aún no hemos podido establecer un acuerdo nacional para alcanzar la paz. Hay una gran fractura en el proyecto de país, fractura reiterada en la imposibilidad de “acordar una voluntad colectiva de paz”. Durante el plebiscito por la paz quedó en evidencia que no hemos podido entender, como sociedad, que la paz es un deseo necesario y seguimos usando la palabra PAZ para imaginarnos un país construido desde una única orilla, cuando la paz, como acción concreta, debe ser el barco que una nuestras posibilidades y les permita compartir espacios a nuestras diferencias.

 En contravía al proyecto de paz, la guerra de los grafitis es un síntoma preocupante de una sociedad que vuelve otra vez a insistir en el discurso de la guerra. Guerra que prospera en acciones cotidianas como el desconocimiento de la diferencia, la anulación del otro, el uso del lenguaje ofensivo en detrimento de la argumentación, el odio sin miramientos y la idea precaria de que para que unos puedan construir sus sueños, los otros deben ser eliminados.

 Ojalá pudiéramos, entre todos, pintar un gran muro en donde quepan todos nuestros sueños de país, pero eso parece ser poco probable a corto plazo. Lo que observamos actualmente es un intento de construir un muro de alegría, multicolor y que sirva de memoria para no cometer los mismos desafueros, mientras otros lo borran con el negro y gris de la imposibilidad de la paz y el accionar de las armas. La simbología en este caso es muy diciente.