Por: Carlos Arturo Gamboa
Docente Universitario
If blood will flow when flesh and steel are one
Drying in the colour of the evening Sun
Tomorrow's rain will wash the stains away
Something in our minds will always stay
Perhaps this
final act was meant
To clinch a lifetime's argument
Nothing comes from violence
And nothing ever could
For all those born beneath an angry star
Let's we forget how fragile we are
Sting
(Fragile)
Hay un lugar común que se repite
hasta la saciedad cuando se habla de arte y es que toda expresión artística
verdadera procura reflejar la condición humana. Pero, ¿qué es la condición
humana? Se podría decir que es la forma en que los humanos expresamos esa
tensión única que nos diferencia de las demás especies, y se compone de esas
pulsiones propias que nos hacen, al mismo tiempo, amar y odiar, llorar y reír,
asombrarnos y embotarnos. En sí, la condición humana es la esencia de la misma
contradicción que poseemos al nombrarnos seres humanos. En ese sentido, el arte
lo que hace es recordarnos que somos humanos, contradictorios, frágiles,
depredadores, amorosos… que somos la mejor y la peor especie de la que hasta
hoy se tenga conocimiento en el universo.
Ahora bien, frente a un producto
artístico (poema, novela, cuadro, obra de teatro, cine, serie, etc.), siempre
tendemos a buscar una marca identitaria que nos identifique y cuando esta
aparece se presenta como un temblor estético — extrañamiento le llaman algunos
teóricos— y nos deja resonando ciertos aspectos durante mucho tiempo más
allá del momento mismo del encuentro con la expresión artística.
Incluso sin saberlo, millones de
personas experimentan el síntoma que deja el arte cuando nos encontramos con
él. Sentimos el vértigo frente a una pintura, una película, una melodía, ante
cualquier expresión artística; es algo así como el descubrimiento de «la música
oculta de las cosas». Que un producto artístico alcance esa capacidad de
resonancia requiere que muchos elementos estéticos se hayan conjugado
adecuadamente. Algunos logran emocionarnos durante un breve periodo, luego la
curva del asombro desciende, por eso rara vez un producto logra mantenernos
levitando de placer estético durante todo el tiempo de la contemplación. Como
sujetos imbuidos en la cibercultura, a diario nos enfrentamos a la admiración o
consumo de cientos de productos que pretenden ser arte; es decir, que pretenden
ir más allá del simple entretenimiento; pocos alcanzan dicha pretensión.
Ese goce estético, ese temblor o
ese extrañamiento es lo que ocurre al ver una obra como la miniserie
“Adolescentes”. De entrada, el espectador siente que se encuentra ante un
producto cuya dimensión explora la condición humana y logra trasmitirnos ese sentir,
generando un estado de inmersión que sigue rondándonos incluso cuando culmina.
La historia es sencilla y, lamentablemente, cotidiana: un joven de trece años
apuñala a una compañera del colegio, es detenido y procesado por homicidio
mientras nos van narrando el drama social, familiar y jurídico. Acá lo
importante no es responder la pregunta ¿qué pasó?, el interrogante central que
mueve el guion, y a nosotros como espectadores, es: ¿por qué pasó?, como en la
novela “A sangre fría” de Truman Capote. Y de ahí surge toda la tensión que se
compendia en cuatro capítulos.
Entonces podemos ver los dramas
que se cruzan: la familia de cara a la ley como en una encrucijada kafkiana. La
ley estupefacta ante su propia inutilidad que sólo se limita a castigar bajo
unos cánones que resultan obsoletos frente a la cruda realidad, de ahí que los
investigadores den tumbos constantemente. La escuela como institución oficial
retratada como el lugar inviable para la formación de estos adolescentes
puestos en trance por unas urgencias generacionales que el mundo adulto ya no
entiende. Los lenguajes cifrados de un mundo juvenil que remite a sus deseos,
sueños y frustraciones y que ya no le dice nada a esa sociedad envejecida.
El gran choque de mundos que
allí presenciamos es el de diferentes generaciones. Unos padres educados bajo
los parámetros de la corrección moral, en donde el agravio era amonestado
físicamente, frente a una juventud producto de una tendencia a eliminar la
violencia formativa que desaparece para dejar un vacío que es reemplazado por
la inseguridad, dando espacio a la fragilidad. Es memorable la ambientación
musical de la clásica canción de Stign titulada “Fragile”, para recordarnos
dicha tensión generacional y mostrarnos la inevitable levedad de vivir en un
tiempo sin raíces profundas.
El tercer capítulo es una oda
psicológica que da cuenta del comportamiento humano de este adolescente puesto
en situación de abismo. Sus deseos, frustraciones e iras contenidas generan una
de las mayores implosiones narrativas que se hayan visto en series recientes.
En esos 45 minutos se condensa un llamado de alerta que podemos intuir como el
rasgo universal adolescente que impera en esta década del siglo XXI, el siglo
de las soledades intercomunicadas.
La serie es un artefacto redondo
en el cual cada pieza, cada actuación, cada plano está dando cuenta de esa
totalidad discursiva guiada por la pregunta constante: ¿qué significa ser
adolescente en un mundo como el actual? Obviamente, ese contexto narrado es
Inglaterra, pero de ese mundo podemos extrapolar muchos elementos de nuestras
sociedades en situación de alarma permanente.
Ver “Adolescencia” es una
bocanada de aire fresco ante tanto producto light, pero también una señal de
que el arte sigue presente en los artefactos audiovisuales y que los emisarios
que profetizaban el fin del arte debido a la proliferación de los contenidos en
las plataformas no han acertado. “Adolescencia” es un asombro, un llamado de
alerta, una loable provocación para que miremos de cerca nuestra realidad y
entendamos lo que a veces no logramos comprender: la condición humana.
Posdata: Esta serie debería
convertirse en una disculpa para promover una reflexión pedagógica que conduzca
a repensar la cuestión de ser joven hoy, algo que urge en nuestras
instituciones de formación.