agosto 17, 2010

JÓVENES, VIOLENCIA Y SOCIEDAD


Por: Carlos Arturo Gamboa


A propósito de los hechos generados el pasado 12 de agosto en la concha acústica, que revive el debate en torno a los jóvenes y la ciudad; publico este documento elaborado desde el Observatorio de Juventud de la Universidad del Tolima.


Las ciudades que aspiran a pertenecer al mundo de la modernidad, con sus edificios, sus tugurios, sus desarrollos físicos y sus sueños de metrópoli, se enfrentan al caos de la desigualdad en todos los campos. El deseo de habitar un mundo construido a la medida de los sueños extranjeros y asumiendo las culturas que llegan sin contextualizarse, provoca un caos que ronda los lugares y las mentes que los habitan. Para bien o para mal, la ciudad de Ibagué ya entró en esa carrera por dejar de ser “ciudad de paso”, para convertirse en una Ciudad cuyas características se asemejen a los grandes referentes de ciudades del país y del mundo, ahora mismo se tramita un proyecto para convertir la carrera quinta, entre calle 20 y 45, en el Bulevar de la Quinta, cuyo propósito de tener un espacio mejor para todos no es discutible, pero si preocupa el hecho que muchas otras problemáticas que se concentran en las periferias, no son objeto de valoración en el diseño de las políticas públicas para la ciudad, hasta cuando estas no se desbordan y se manifiestan con todo su rigor y se hacen visibles porque migran al epicentro.

Esto viene ocurriendo en estos días cuando de pronto la ciudad descubrió que jóvenes de cabezas rapadas rondan las calles buscando contra quién desdoblar sus desencantos. De pronto la seudo-sociedad que habita en edificios, en conjuntos cerrados y tras el blindaje del dinero, descubren que el territorio no es seguro, y la culpa es de los hijos de una ciudad sin oportunidades, una ciudad en donde la desesperanza, el desasosiego y falta de equidad empieza a moldear una generación que abandona los afectos por el “otro” y que entra a hacer uso del lenguaje de la competitividad: la violencia. Como los espacios escasean se debe batallar por ellos, como los argumentos están en desuso, se puede matar para imponer el punto de vista, esa la gran lección del siglo XX y toda las atrocidades que en nombre del orden y del progreso nos fueron impuestas.
Los choques entre jóvenes son tan antiguos como la ciudad misma. En los ochenta, por ejemplo, proliferaron en las calles jóvenes desencantados que formaron “tribus errabundas” que en términos generales se les denominó “minitequeros”, cuya finalidad inicial estaba centrada en la búsqueda de un espacio “juvenil” en donde compartir, pero la cultura de la intolerancia, propiciada en gran parte por los medios de comunicación que empezaron a catalogarlos como pandilleros y delincuentes, desató una serie de encuentros que dejaron como víctimas a los mismos jóvenes, que no se dieron cuenta en qué momento empezaron a matarse entre ellos. Más tarde, aparecieron los grupos de limpieza llamados “Mano Negra” quienes actuaron bajo el silencio y complicidad de la sociedad y de los medios, erradicando “eso desagradable” que le quitaba belleza a la ciudad.

En los noventa se presentó un fenómeno parecido, ahora fueron los jóvenes denominados “gomelos” quienes desestabilizaron la calma, y apareció en escena la lucha de clases, puesto que ya no eran sólo los jóvenes de los barrios pobres quienes propiciaban los desmanes juveniles, sino que ahora los hijos de los ricos de la ciudad salían en sus carros a buscar engendrar su desencanto por medio de la violencia. Como era de esperarse, este movimiento tuvo mayor complicidad cultural y menor trascendencia, aunque el balance de pérdidas humanas no fue inferior a los de las décadas de los ochenta.

Ahora, en la primera década del siglo XXI, surge una gran movimiento cultural y contracultural en la ciudad de Ibagué, liderado en su mayoría por jóvenes quienes al enfrentarse a una ciudad con altos índices de desempleo, de altas tasas de exclusión educativa, de marcados referentes de violencia intrafamiliar y no pocos motivos para que la desesperanza anide en los andenes, en los parques, en los bares, en las calles, en las salas de las casas. Y debido a esa interacción surgen elementos identitarios entre ellos y también diferenciadores, como la música, el vestuario, los objetivos políticos y anti-políticos, la motivación, el estatus económico, entre muchos más. Y de nuevo la intolerancia, construida como un referente cultural de las grandes ciudades del mundo que excluyen lo que las afea, crea el clima perfecto para que los jóvenes se alienen y jueguen a “derrotar el otro” como única posibilidad de salida, sin entender que con esas maniobras de guerra le están apostando a que todo siga igual, porque el mundo de los adultos observa tranquilo y sin inmutarse. Al final tendremos un nuevo saldo de muertos, auspiciado por “Las Nuevas Águilas Negras” que ya empieza a surgir como en nuevo grupo de limpieza; y un buen porcentaje asimilados a las estructuras modernas de la sociedad, y el recuerdo de otro fenómeno que por unos instantes inquietó la calma de la ciudad.

Quedan entonces muchos interrogantes. ¿Dónde están las instancias públicas de la juventud? ¿Qué hacen sectores como el educativo frente a estos fenómenos cíclicos? ¿Por qué no se elaboran políticas serías desde los entes gubernamentales que den cuenta de las realidades de los jóvenes de la ciudad y busquen propiciar la argumentación y el respeto por el otro? ¿Hasta cuando se dejará de mirar al joven como un portador de problemas y se reconocerá como un actor activo social que de muchas maneras transforma el mundo de la ciudad? No es suficiente con reseñar los muertos y lanzar juicios de valor sobre la población en conflicto, es necesario entender que la ciudad se transforma pero nuestras mentalidades no.