septiembre 24, 2013

OHH, MY GOD



Por: Carlos Arturo Gamboa B.
La imposición de una cultura sobre otra implica el inicio de una lenta muerte. No son menos letales los monjes que llegaron a Suramérica con sus crucifijos y sus hogueras en donde calcinaron a Bochica, Yurupari y Corinaya, (por no citar sino esta trinidad de dioses nuestros); que quienes hoy mediante la vía de esa nueva religión llamada “progreso” -cuyas escrituras sagradas son los principios del capitalismo-, llegan a nuestras tierras dispuestos a infligirnos una segunda muerte.
Vuelven de nuevo por el oro y nos siguen trayendo espejitos de colores. Vuelven por almas de los paganos aldeanos que aún creen en el equilibrio de la naturaleza.  Vuelven por la palabra ardiente del día y refrescante de la noche: le soleil et la lune. Pero ya no necesitan arcabuces, dagas y hogueras, ahora llegan con enunciados incrustados en el alma del saber. La cultura que se impone mata la cultura en resistencia, la asfixia, le impide sobrevivir, la homogeniza. Nuestro canto agorero ahora es grito mudo.
Al imponernos una segunda lengua nuestro pasado se sigue diluyendo. El leguaje de la seudo-felicidad, cuyo diccionario unificado es el mercado, nos define. Ya no podemos SER si persistimos en nuestros fonemas. Ahora estamos obligados al lenguaje totalitario con el cual se construye el futuro, pero ese devenir es trágico, por lo cual es un lenguaje usurpado para la dominación.
En el mito judío del origen de los idiomas, dios se tomó la tarea de confundir las lenguas de los hombres en Babel, pero su verdadero objetivo era encarnar la totalidad como palabra. Si los hombres no se entendían entre sí, él podría ser el gran traductor de lo humano y mediante un libro sagrado sentenciar su propia adoración. Hoy, ante la insostenible existencia de esa esencia, el único camino que le queda al totalitarismo, de un modelo sostenido en pequeños relatos de bienestar, es volver a unificar el lenguaje. El castigo del dios judío por la osadía de los hombres consistió en confundir el lenguaje, el castigo del dios-mercado vigente ante la negativa a la ciega obediencia de algunos hombres, es unificarle la palabra.  En donde se impone una lengua, se impone una cultura.
Estas reflexiones, que parecieran propicias en algún sobreviviente místico, las hago desde el escenario de la universidad. Últimamente la ansiedad por una segunda lengua esconde una amarga hegemonía, la del sistema que quiere imponer el idioma inglés como relato unificador del pensamiento, y por supuesto de la cultura. Si deseamos expandir nuestros conocimiento hacia otras culturas, ¿por qué se impone el inglés? ¿No puedo como sujeto que entiendo las relaciones culturales como posibilidades dialécticas elegir qué nuevas polifonías quiero aprehender? La imposición del inglés como el lenguaje “supuestamente” académico es una falacia, y la culpa no es del idioma, sino de quienes lo usan como vehículo de dominación. Por eso es inaceptable que bajo el pretexto de la supuesta “calidad académica” se nos exija a los docentes saber inglés y sea este saber un imperativo para acceder a los escenarios de formación superior. Está sucediendo en todas nuestras universidades, pero el caso más ilustrativo sucede en la Universidad del Quindío, en donde para ser docente de planta se debe presentar una prueba tipo Michigan, la cual es excluyente, es decir que de no sacar un puntaje del 60% o mayor, el aspirante a docente universitario es descalificado, no importa si se es candidato a una cátedra en economía, enfermería o literatura colombiana. Lo oculto allí no es más que el deseo totalitarista que algunos hombres quieren hacer realidad hoy, con la reconstrucción de una torre de Babel, para que puedan habitar en ella y contemplar el mundo a sus pies. Ante esta amarga realidad que avanza como un tsunami, dejando a su paso una estela de cadáveres académicos, no queda sino invocar nuestros antiguos dioses y exclamar: ohh, mon dieu, qu'est-ce que ces technocrates.