octubre 07, 2021

Elogio al funcionario público

 


Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima

 

Se ha establecido en el imaginario social que los funcionarios que laboran en las empresas estatales son ineficientes y, en su gran mayoría, los causantes de los males de tales instituciones. Largas filas, trámites engorrosos, idas y venidas de los usuarios sin que se atiendan sus reclamos, en fin, un sinnúmero de angustias de la vida cotidiana pareciera darle la razón a dicho imaginario.

No obstante, cuando se verifica a profundidad las normas y las formas en que funcionan las instituciones públicas, nos encontramos con aspectos de mayor calado que explican lo engorroso que resulta navegar en los trámites estatales. Las normas que rigen la función pública parecen estar dictadas para que nada funcione de manera expedita.

Miles de Decretos, Resoluciones, Leyes, Normas obtusas, disposiciones legales que contradicen otras disposiciones legales y demás artefactos jurídicos, ahogan el sentido común de las actividades diarias de los funcionarios. Jairo Enrique Angarita, en un provocador texto titulado “Colombia: país donde abundan las leyes y escasea la legalidad”, nos recuerda acertadamente que:

Una abundancia normativa no conlleva per se a tener controlada la totalidad de comportamientos calificados por el legislador como reprochables: si las normas no son eficaces, se puede llegar al fenómeno social de la anomia, en el que muchas normas válidas y vigentes resultan ineficaces porque sus destinatarios no tienen la voluntad mayoritaria de cumplirlas o ponerlas en práctica. (2018, p. 200)

Y esa anomia pública recorre los pasillos de alcaldías, ministerios, universidades y demás entes nacionales o territoriales que están, en principio, concebidas para el trámite y la solución de los problemas sociales. Unas veces se escudan en las leyes para evitar que las cosas cambien y otras veces las leyes son ignoradas, porque como bien lo dice el adagio: “La ley es para el de ruana”.

Y en medio de ese maremágnum el funcionario público de base está a la deriva. Los procesos y procedimientos de las Instituciones Públicas parecen enormes laberintos en donde hasta el mismo Minotauro moriría de desesperación. Esa proliferación de normas obtusas hace que la burocracia crezca y el aparato público sea lento en respuesta. Aún en el siglo XXI y con el gran auge de las tecnologías, uno abre sus ojos desorbitados ante oficinas cuyos archivos añejos, amarillos y decadentes, son la fuente de toma de decisiones.

El funcionario público, en ese medio, es una víctima más del sistema. Si él no cumple con cada uno de los pasos diseñados de cualquier proceso, será objeto inevitable de la amenaza que acecha sobre su cabeza: incumplimiento de funciones, extralimitación, omisión, desacato y miles de conceptos más forman parte de su inventario de temores.

Recuerdo que alguna vez, mientras agonizaba de tedio frente una ventanilla pública, una señora muy candorosa me dijo en tono casi suplicante: “mijo, yo lo entiendo, pero no me voy a ganar un disciplinario por su culpa, acá revisan cada formulario y si falta algo por llenar, llevamos del bulto nosotros”. Llenaba tres veces el mismo formulario porque según no sé cuál norma, no se aceptaban fotocopias.

Cuando un funcionario público hace bien su oficio, nadie dice nada, su eficiencia no es noticia. “Para eso se le paga” suele ser la frase de cajón en estos casos. Pero si hay un error de por medio, la ira de los superiores y los entes de control cae sobre ellos. Estos entes, que son muchos y revisan cada detalle de la minucia del día a día, a su vez permiten tanta corrupción y desorganización estatal por el orden macro, que uno termina creyendo que fueron creados para hacer engorrosos los proceso, distraer la audiencia, proteger los grandes desfalcos y no para velar por la ética de lo público.

A ese mundo de telarañas procesuales, súmele a los empleados públicos las lamentables maneras de contratación que cada día proliferan en el medio, generando formas de subordinación laboral como las Órdenes de Prestación de Servicios, cuya esencial consiste en degradar los derechos constitucionales bajo el amparo de normas vigentes. Cada vez son menos los empleados estatales cuyas formas de contratación responden a la dignidad de sus empleos.

Y para colmo de males, muchos funcionarios públicos están sometidos al vaivén político de turno, generando escenarios en donde es más importante militar en un partido o corriente, que realizar una función que aporte a la solución de los usuarios de lo público. Es decir, al final quienes padecen también son los menos favorecidos del entramado social quienes, en gran mayoría, acceden a estos derechos, muchos de los cuales se han tornado en servicios.

Según informe del Departamento Administrativo de la Función Pública del año 2016, en Colombia había 172 entidades públicas del orden nacional, que albergaban cerca de 134.465 empleados, claramente faltan inventariar muchos más del orden departamental y municipal, pero una de las conclusiones sobre esta población llama la atención al decir que:

(…) la estructura salarial del empleo público en Colombia es dispersa, inequitativa y no parece obedecer a un lineamiento de política pública general. Al contrario, lo que los datos reflejan es la manera como diversas entidades han logrado separarse del régimen general y cómo, incluso dentro de este régimen, existen sectores y/o entidades ganadoras o perdedoras en términos del régimen salarial. (2016, p. 22)

Por estos aspectos enunciados, debemos hacer un elogio a los empleados públicos. A esos que sobreviven a las marañas de las formas leguleyas, los que sobrellevan sus funciones a pesar de los escasos recursos con que cuentan, los que ven la lenta fila frente a sus ojos y quisieran hacer algo más por los usuarios en medio del caótico sistema. Los que hicieron de su casa la oficina en la pandemia, los que a pesar de su nivel de formación no han sido promovidos y llevan años haciendo funciones para las cuales están sobre calificados, los que esperan agonísticamente que les paguen un contrato de OPS o que el Gobierno de turno decrete el pírrico aumento. Para todos ellos mi admiración e invitación a que no desistan de defender lo público, porque ese es un bastión de sociedades tan desiguales como las nuestras.

Para los parásitos de lo público, que también los hay, no olviden que contribuir al menoscabo de las instituciones públicas es un atentado contra el bien de todos. Sobre ellos luego escribiré mi reproche.