mayo 01, 2020

Carta de cuarentena


Por: Karol Liseth Barrero
 Estudiante Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana
IDEAD –Universidad del Tolima
Apreciado extraño:

Hoy, desde lo más remoto de mi corazón he decidido escribirte unas líneas, sé que estos no son tiempos fáciles, todos estamos tratando de llevar nuestras cargas, a nuestra manera. Como humanidad huimos de un virus que, mientras nos mata, salva el planeta e irónicamente no resulta tan malo después de todo.  Ahora los pajaritos cantan libremente, las ballenas se muestran espléndidas ante la marea, la naturaleza reclama lo que es suyo.
Mientras tanto empezamos a conocernos a nosotros mismos. Extrañamos lo que hace unas semanas llamábamos rutina, pedíamos a gritos descanso de ella con la excusa de compartir en familia, esa misma familia que hoy, por el auge de las redes y el insomnio, en muchos casos ignoramos teniéndola al lado. Hemos descubierto que nuestro mayor temor es perder la vida y que mantener los abrazos ausentes se convirtió en el arma profunda de supervivencia, ante este recelo que, sin importar clase, raza o cultura, a todos inunda.
Hoy la vida con sus vueltas, casualidades o causalidades nos encierra. A ti en tu mundo y a mí, en el mío. Los días nos muestran frágiles y grises. Hoy extrañamos los detalles más simples que en su momento nos aturdían. Recuerdo que, en algún un momento nos burlábamos de los niños que con su manta huían a los monstruos de la noche, y ahora tuvimos que huir de la muerte y refugiarnos en casa, ella representa nuestra manta. ¿Acaso no somos hoy esos niños?
Con este gesto temerario que implica confinamiento total, estamos reviviendo lo más sincero y humano de cada uno. Hay quienes desatan sus monstruos internos y quienes los reprimen como de costumbre. Algunos aprovechan para sonreír y compartir en familia; otros, por su parte, comprenden que aquello que creían tener está lejos de ser una familia. Y así todos dibujamos y desdibujamos nuestros horizontes.
Las horas son eternas, las noticias dramáticas, los libros resultan ser nuestra única alternativa aventurera. Por ello querido extraño, te invito para que emprendas tu aventura y te des cuenta de que, en medio de este caos, leer reconforta la vida. Necesitamos hallarle sentido a este encierro, como si él fuera el suceso que nos dotará de sentido. Sentido por la vida, por el todo y por la nada.
Como diría Gabo: “Nadie debe conocer su sentido mientras no haya cumplido cien años”. Por eso ando en busca del mío, de mi existir y te invito a indagar el tuyo, porque sé que tú al igual aún no has recorrido esas diez décadas de vida.
Sin más ni menos, agradezco el tiempo que te has tomado para leerme, extraño. Y espero de verdad que tus días se llenen de color y alegrías, para que luego compartamos, no como extraños ya, sino como allegados o amigos. Un abrazo virtual desde la cercana distancia. Nos reencontraremos pronto.

abril 28, 2020

Un país que dejó de llamarse Polombia


 Por: Yolanda Díaz Rosero
Catedrática IDEAD CAT - Neiva

El mundo está lleno de peces.
Hay peces para todos;/ tantos que
nadie tendría que quedarse sin pez para comer.
Pero hay gente que tiene muchos peces
y otros que apenas tienen.
Hay personas que pescan mucho
porque tienen muchas cañas de pescar
y otros que no tienen peces porque no tienen caña.
Las personas con muchas cañas de pescar
no dan sus cañas a los que no tienen,
pero les venden los peces.
Los peces se venden muy caros.
Las personas con muchas cañas de pescar
no quieren que los otros tengan caña.
Si los que no tienen caña la tuvieran,
podrían pescar sus propios peces
y no tendrían que comprar los peces que les venden tan caros.
Miguel Ángel Arenas

En Polombia, de repente, se escucharon declaraciones de uno, dos, tres… muchos dirigentes políticos. Todos tenía que ver con un virus. En el mundo las voces enérgicas hablaban de distanciamiento social, cuarentena, teletrabajo… Entonces fueron noticia los supermercados con sus filas interminables, los precios desmedidos de los alimentos. Muchos sintieron miedo, algunos eligieron la incredulidad, otros tantos optaron por la negación; unos cuantos, la rumba clandestina porque si del fin de los tiempos se trata, prefieren morir bebiendo.

Las urbes silenciaron sus majestuosos motores, las calles pararon su ajetreo; los hogares fueron colegio, empresa, industria, iglesia, oficina de gobierno, universidad, consultorio, sitio para todas las formas sublimes y monstruosas del ser humano: solidaridades, redescubrimientos, violencias, desigualdades, maltratos. La casa ya no fue nido; para muchos nunca lo había sido. Cientos y cientos revisaron los ahorros una, dos, tres… muchas veces. Miles y miles soólo habían capitalizado su energía y el día a día para trabajar. Unos cuantos siguieron devengando cinco, diez, veinte millones. Incluso dicen que un expresidente suma en sus arcas mensuales esto y más.

Solo bastaron un par de semanas para que el hambre se apoltronara categóricamente a la mesa de tantos y tantos que casi nunca tuvieron tiempo para el miedo a la muerte porque desde hace mucho lidiaban con ella. Una de esas cifras del DANE publicada en los periódicos dice que son el 47% del total de polombianos y los llama empleados informales. Para el presidente de este país, uno de estos empleados, el panadero, es un afortunado porque puede ganar hasta dos millones de pesos. Resulta que, cansados de tanta solvencia económica, los panaderos y gente como ellos van a las calles a vender frutas y verduras solo para hacer deporte. Muchos sacan trapos rojos para ventilarlos y un número increíble de ciudadanos (haciendo gala de la creatividad del rebusque), vende cloro dosificado porque otro presidente ha dicho que es la cura para el virus. Seguramente lo que quiere es exterminar a los pobres incautos que por desinfectar su cuerpo llegaron ‘límpidos’ a la muerte (nótese cómo es de necesaria la educación).

No pocos señalaron que el virus vino a mostrar agudamente la estupidez política. Por ejemplo, una senadora polombiana dice que el virus proviene de los vampiros y una ministra cree que no se deben cerrar las ciudades a las que aún no ha llegado la epidemia. Declaraciones como estas revelaban que la educación de calidad sí que hace falta para desinfectar las mentes de estos personajes, pero en Polombia la educación es otra de las formas de segregación: en el campo, en el que escasamente hay saneamiento básico, transporte adecuado, carreteras o centros de salud, qué va a existir conexión a internet, teléfonos inteligentes o computadores. Lo que sí hay son miles de estudiantes que ayudan al ordeño, a cultivar o que recolectan café o quizá sufren de hastío temprano. Sí hay estudiantes que cuidan a sus hermanos menores, ayudan a preparar la comida, juegan, quizá riñen o buscan qué hacer con tanta vida por delante tras las rejas de lo que era su hogar. En las zonas urbanas empobrecidas o clase media polombiana, muchos padres y madres, además de lidiar con un virus, deben sortear las clases de sus hijos, intentan conciliar los turnos para el único computador o celular que hay en casa y, sobre todo, tienen que vérselas para combatir el hambre.

En Polombia, como en otros países, no se escucha la voz de la naturaleza, no se escucha al pobre, al obrero, a quienes trabajan por la educación y la salud; no se escucha al vigilante, tampoco al campesino que tiene el saber para hacer germinar la vida de la tierra. Hay tantos a los que no se oye realmente.

Uno de esos días hubo pequeños síntomas de inconformidad y resonaron las cacerolas en los balcones; al siguiente día, nada. Otra de esas ocasiones, de nuevo, una manifestación de descontento con una twitteratón, luego, nada. Después, surgieron brotes de rebeldía creativa con memes. Varios conatos de inconformidad se dieron en las calles, pero nada tan contundente que forzara a los mandatarios al diseño de políticas públicas más equitativas. Parecía que en muchos jóvenes el virus había logrado aplacar su rebeldía e incrementar su desidia.

Sin embargo, fue cuestión de tiempo porque, en aquel país donde casi todo tiene un sentido invertido y abunda la imbecilidad, hubo oportunidad de tejer formas de solución colectivas y en ello, los maestros y maestras tuvieron una responsabilidad política determinante: desde la pedagogía hicieron frente a los retos que demandó el virus. Uno de ellos, aportar soluciones a lo que gritaban los jóvenes desde el Parlamento Andino Universitario: “Clases virtuales sin internet son exclusión”. Entonces, unos y otros, éstos y aquéllos se juntaron para tejer alternativas. Obraron desde verdades a Perogrullo, pero que no se escuchaban: lo público es fundamental para librar las brechas de pobreza; el campo asegura el alimento; de la Naturaleza no podemos tomar a saco roto; los politiqueros y la guerra son males endémicos del país; la solidaridad debe ser el tronco de las políticas sociales redistributivas y justas.

Sin soluciones como ases bajo la manga, fueron a lo concreto: necesitaron de los ciudadanos inquietos e inconformes; evitaron que la rabia y la precariedad los condujera a la postración y a la resignación; no se quedaron en el lamento y el hondo disgusto fue principio, pero no fin. Y así, de a poco, miles y miles de polombianos entendieron que la Historia es un constructo colectivo que necesita ciencia, educación, tecnología, medicina; obreros y médicos; panaderos y abogados; campesinos e ingenieros. La otra Historia necesitó a tantos y tantos… Como colectivo, poco a poco entendieron que no querían un paraíso, pero sí una nación viable y cada vez menos segregadora. Solo hasta entonces su país dejó de llamarse Polombia.

abril 27, 2020

Hacia el reencuentro de la cultura con la naturaleza, la humanidad y el cosmos


Por: Jairo Rivera Morales
Catedrático universitario
Ex -Senador de la República

No existe una "normalidad" a la cual debamos regresar. Lo que hay es un antes y un después. El antes es causante, el después es consecuencia. Pero nada es inamovible en el presente infinito, compendio y substrato del antes y el después; por el contrario, su elemento esencial es el cumplimiento inexorable de la ley universal del movimiento. El movimiento se manifiesta a través de evoluciones e involuciones, avances y retrocesos, retrasos y aceleraciones, quietudes que confirman el cambio y sobresaltos que lo precipitan.
En la sucesión de los hechos no siempre es visible la frontera entre causalidad y casualidad. La historia no obedece a una programación, no es determinada por ganas o voluntarismos ni está escrita de antemano. Pero los seres humanos todos los días hacemos nuestra historia y el mayor catalizador de los cambios que la necesidad histórica reclama es la conciencia esclarecida; aquella que sabe y refleja una gran verdad: no nos conservamos sino transformándonos, no nos transformamos sino conservándonos.
La inconsciencia y el irracionalismo consumista, extractivista y depredador, nos han llevado a asumir la destrucción como destino. Lo deseable es que la parada en seco ocasionada por la pandemia sea el preludio del nacimiento de una nueva consciencia. Una consciencia que genere actitudes, actuaciones y conductas que posibiliten el reencuentro de la cultura con la naturaleza y la reconciliación entre la humanidad y el cosmos. Sinceramente siento y pienso que esperar más que eso sería un exceso de optimismo.
Sin libertad y sin equidad el futuro humano será inviable. Pero solamente la solidaridad hace compatibles la libertad y la equidad. Estamos en la hora del despertar; la hora de justificar nuestros sueños. No obstante, esa justificación necesaria e inaplazable, no será posible sin los informes de la ciencia, sin los recursos del arte y sin la presencia de la poesía.
Al margen de dichos supuestos, no habrá lugar para la esperanza. A partir de ahora, los proyectos políticos deberán ser proyectos culturales, vitalistas, ambientalistas, en los que la justicia redistributiva no sea un simple enunciado sino un inaplazable imperativo categórico. Todo esto no podrá lograrse sino a partir de la superación de la codicia, y del estulto narcisismo de los humanos, y del afán acumulador, y de las demás lógicas perversas del capital. Recordemos lo dicho hace dos milenios por el hijo de un humilde carpintero de Galilea: "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?"
Cuántas razones de las sinrazones no proclamadas, cuántas reacciones de la vida contra la razón instrumental, cuánto humanismo contra las monstruosidades cometidas en nombre de las causas más laudables, imaginadas por el "rey de la creación", cuánto naturalismo contra el antropocentrismo hirsuto y ramplón. El poeta español León Felipe lo explicaba desde el recurso de la poesía:
"Pero el hombre es un niño laborioso y estúpido
que ha hecho del juego una sudorosa jornada.
Ha convertido el palo del tambor en una azada,
y en vez de tocar sobre la tierra una canción de júbilo
se ha puesto a cavarla.
¡Si supiésemos caminar bajo el aplauso de los astros
y hacer un símbolo poético de cada jornada!
Quiero decir que nadie sabe cavar al ritmo del sol
y que nadie ha cortado todavía una espiga
con amor y con gracia.
Ese panadero, por ejemplo, ¿por qué ese panadero
no le pone una rosa de pan blanco a ese mendigo hambriento
en la solapa?".

abril 26, 2020

El derecho al pesimismo / La necesidad del optimismo


Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Docente Universidad del Tolima –IDEAD-

Los seres humanos enfrentamos, durante el transcurso de nuestra existencia, momentos cruciales los cuales nos impelen a decidir entre claudicar o reconfigurarnos. Esa condición agonística del individuo es vital en la evolución de la vida misma, necesaria para re-afirmar el ser y el estar en un tiempo determinado.
Al realizar un inventario de los contratiempos que ha padecido un ser adulto, de seguro tendrá que retornar hasta el momento inaugural que lo arrojó al mundo. Somos producto de la agonía, del éxtasis del amor, del deseo desaforado de nuestros padres, del clamoroso pero sufrido proceso de gestación, del estrangulamiento que genera el parto. Por eso, instintivamente, procuramos el cuidado del niño frente al mundo inhóspito y peligroso al cual debe adaptarse, y lo que llamamos vida transcurre hasta que un día debemos enfrentamos a la hora final de la existencia. La agonía última.
Somos seres leves, pero la mayoría no tiene conciencia de su levedad. Somos finitos, estamos expuestos. Solo en los mitos, (incluida la religión), trascendemos y vivimos más allá de la muerte. Pero la religión solo es un relato. La eternidad es una invención discursiva para ilusionarnos con la idea de que somos invulnerables al tiempo, cuando de plano sabemos que nuestro transcurrir es un chispazo en medio del insondable tiempo universal. Kairós siempre será superior a Cronos.
La historia de los humanos está plagada de catástrofes, hecatombes, destrucciones, reinicios, tragedias, guerras innecesarias, decadencias evitables, pero sin ellas no seríamos lo que reflejamos en el espejo del presente. No somos la mejor versión anhelada, la realidad está ahí para corroborarlo. Pero quizás en algo nos hemos superado con relación a nuestro pasado o al menos lo creemos y a eso llamamos civilización. ¿Pudimos ser distintos? Seguro que sí. ¿Podremos ser distintos? Seguro que sí. Eso lograrán corroborarlo otros, quizás nos-otros ya no.
Ineludiblemente sobreviviremos como especie. Seremos distintos, quizás más depredadores, quizás más bondadosos con el universo, ese Otro Nos que aún desconocemos en su real dimensión. El ahora nos convoca a Estar, a asumir la existencia como el valor supremo de la especie. Es la tarea histórica que enfrentamos hoy.
Enumerar las vicisitudes que este momento ha desplegado sobre lo humano me parece un trabajo arduo y necesario, pero no es mi prioridad aquí. Los pesimistas ya han mostrado las cartas de un negro tarot con imágenes mortuorias, llantos, desigualdades y miserias. No olvidemos que todo eso lo hemos causado nosotros como especie, no nos llamemos a engaños, cada uno ha contribuido, de alguna manera, a forjar ese pandemonio de sistema que algunos añoran en sus encierros, otros padecen en cuarentena y millones lo sufren arrojados a la intemperie de un gran mal-estar.
No somos solo víctimas, concurrimos victimarios del mundo natural que hoy vemos resurgir mientras agonizamos. Curiosa imagen esta: Algo de nosotros muere en el mundo cada día y al morir algo renace en el planeta. Los pesimistas solo ven la muerte, yo creo e invito a ver el renacer. No seremos los protagonistas del mismo, a nosotros nos tocó sobrevivir, a otros le tocará transmutar. Quizás alcancemos a ser la semilla de la transformación.
¿Por qué ver solo el gris si aún sobre lo alto se despliega el arcoíris? Daremos nuevos abrazos o inventaremos otras formas de abrazar. Besaremos, soñaremos, iremos por ahí distraídos mientras la tarde nos sorprende con un ocaso. Contemplaremos el cielo destellante de otros amaneceres.
Entonaremos, otra vez, la melodía de los enamorados, correremos sobre el verde césped de nuestra existencia una vez más. Como después de la afrenta de Troya, regresaremos a Ítaca con la ansiedad del viejo terruño. Como después de las fratricidas guerras, retornaremos a nuestras casas, valoraremos el afuera y resignificaremos el adentro. Lo haremos como especie, y ojalá eso nos enseñe a tomar mejores decisiones. Menos egoístas, más humanas, más colectivas, si no es así quizás necesitemos más catástrofes para aprender.
Dentro de poco tendrán que existir otras formas de aprendizaje, otra escuela, otras formas de organizarnos, otras formas de alimentarnos, otras formas de asumir el trabajo, otras formas de habitar el planeta. Creer que nada va a cambiar, para bien o para mal, es negarse a mirar por la ventana que el virus abrió para mostrarnos lo que la cotidianidad impedía ver. No más piensen en el mundo de hace cien años y podrán comparar lo mucho que hemos cambiado como especie. Ahora imaginen a Covid-19 como un acelerador del tiempo. Este encierro transcurre en días, pero su impacto debemos asumirlo en décadas.
Creo que todos tenemos derecho al pesimismo, el momento actual muestra su balance en cifras, agonías, carencias y lamentos. No obstante, me concedo el optimismo e invito a él. Antes de que la pandemia diera origen a este tsunami de miedo, ya era consciente de mi levedad, de mi finitud como ser humano, sabía que un día moriría, tenía certeza de ello y no me producía miedo. Por eso siempre procuré hacer de mi vida, y lo siguiere haciendo mientras aún respire, un elogio a la mortalidad.
Aun sabiéndome finito, preso de la levedad, me concedo el optimismo.