junio 13, 2025

LA TIRANÍA DEL SEÑALAMIENTO Y LA AUSENCIA DEL DEBIDO PROCESO

 


Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima

 

En uno de sus apartes, el Artículo 29 de la Constitución Política de Colombia afirma tajantemente que: “Toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”. Este enunciado tiene mucho sentido en un mundo moderno regido por principios democráticos que abolió la culpabilidad a priori de cualquier ciudadano, sin distingo de credo o raza. Pero una cosa dicen las leyes y otra la cultura imperante.

En la cotidianidad, ahora superinfluenciados por el impacto comunicativo de las redes sociales, parece ser que ya la presunción de inocencia ha desaparecido del panorama, siendo reemplazada por la presunción de culpabilidad. Esto equivale a decir que, como sujetos, estamos desprotegidos ante la muchedumbre y podemos ser apaleados antes de ser juzgados. De entrada, eres culpable y debes demostrar tu inocencia, si te dejan, antes del linchamiento simbólico e incluso real, como ocurre en muchos casos.[1]

Estas nuevas formas societales tienen un gran impacto en la construcción de las subjetividades actuales porque han constituido una patente de corso para que cualquier persona vocifere, ante el tribunal de las masas, que el “otro” es culpable de tal o cual delito sin allegar una evidencia, prueba o testimonio de la contravención que se le acusa. En ese sentido, la otredad es la que está puesta en mayor riesgo, pues se puede desconocer y condenar sin que ella tenga posibilidades de defensa.  

En el idioma castellano existe la expresión “¡Al ladrón, al ladrón!”, que se utiliza popularmente para alertar sobre un robo y al mismo tiempo convocar a la muchedumbre a que capture al culpable señalado. Curiosamente, esta expresión es aprovechada por ladrones reales para distraer la turba y poder huir. Mientras gritan “¡al ladrón, al ladrón!” y la gente se amotina para buscar al culpable del hurto, el verdadero ladrón huye en sentido contrario aprovechando la confusión. Este ejemplo nos permite entender la importancia del debido proceso. Primero, porque ser señalado de un delito no significa que se sea culpable del mismo, al no ser que se esté bajo el imperio de un poder tiránico y dictatorial. Segundo, porque para ser declarado culpable de un delito debe existir una secuencia de pasos y motivos que son garantes de la justicia.

En ese orden de ideas, el primer derecho es el de ser informado de unos supuestos cargos que a futuro te podrían hacer merecedor de un castigo. Si grito “¡al ladrón!” señalando a alguien que corre en medio del gentío, ya lo declaré culpable; ahora solo falta ejecutar una sentencia sobre él. Pero si primero el posible infractor es informado, él tendrá posibilidades de construir una argumentación a su favor o, en caso dado, contratar un abogado para elaborar su defensa. El posible infractor deberá ser juzgado a la luz de unas normas establecidas en torno al hecho que se plantea y quienes lo juzguen deberán poseer las competencias (conocimientos y experiencia) en el campo de acción, y, además, deberán actuar de manera imparcial frente al caso, para lo cual deben recabar pruebas y escuchar las diferentes partes en conflicto. Esto es el debido proceso.

Lo anterior es de vital importancia en la construcción democrática de cualquier entorno moderno, de cualquier institución y, por supuesto, de un Estado democrático. De no ser así, estaríamos en el escenario de un poder omnímodo que juzga con la mirada y ordena castigos de acuerdo con las subjetividades de quien abandona el terreno de la justicia para adentrarse en el mundo de la barbarie. No obstante, el debido proceso, tan fundamental para el soporte cultural de la democracia, ha venido desapareciendo de la acción cultural de una manera acelerada, amenazando con instaurar la «tiranía del señalamiento».

Basta gritar “¡Al ladrón, al ladrón!”, para que una horda, desprovista de cualquier tipo de raciocinio moderno, actúe como un enjambre de hormigas asesinas hambrientas que se lanzan sobre el “supuesto infractor” para devorarlo. Damos por hecho que, si alguien es señalado como “ladrón”, lo es; si se le tilda de “corrupto”, es porque ha corrompido una norma establecida; si es señalado, ya es culpable. Vamos por el mundo explorando las estrellas de los múltiples universos, pero en cuestiones de justicia parecemos seres de las cavernas.

No obstante, es curioso ver que el derecho al debido proceso que reposa en casi todas las Constituciones modernas y que la muchedumbre pasa por alto cuando instaura sus tribunales dictatoriales, es reclamado con urgencia cuando el supuesto infractor no es el “otro”, sino el “yo”. Entonces se acude de inmediato a todos los elementos garantes previstos en la ley para defenderse, legítimamente, de las acusaciones del caso.

En ese sentido, obviar el debido proceso y la presunción de inocencia es una marca simbólica y real de una cultura que opera bajo la tiranía del “yo”, en la cual el “otro” es de entrada culpable de ser y existir. El “otro” es culpable porque así lo determinaron unos “yoes” masificados, sin importar si el “otro” ha trasgredido o no las normas. Por ende, bien nos vale reflexionar antes de gritar “al ladrón, al ladrón”, porque quizás estamos evidenciando la fuerza enunciatoria de un tirano en potencia, y, además, mañana podremos ser nosotros los señalados, ya que en una tiranía nadie está exento de sospecha.

Hoy más que nunca, subsumidos en un mundo de mentiras que ahogan la posibilidad de la verdad, debemos reclamar y hacer uso del debido proceso, porque sin él apenas seremos, como lo dijo el poeta Vallejo, “bárbaros atilas”.

[1] Un ejemplo de ello se da cuando una turba detiene a un supuesto delincuente y procede a lincharlo sin ningún tipo de miramiento.