Por: Carlos
Arturo Gamboa B.
Docente
Universidad del Tolima
En uno de
sus apartes, el Artículo 29 de la Constitución Política de Colombia afirma
tajantemente que: “Toda persona se presume inocente mientras no se la haya
declarado judicialmente culpable”. Este enunciado tiene mucho sentido en un
mundo moderno regido por principios democráticos que abolió la culpabilidad a
priori de cualquier ciudadano, sin distingo de credo o raza. Pero una cosa
dicen las leyes y otra la cultura imperante.
En la
cotidianidad, ahora superinfluenciados por el impacto comunicativo de las redes
sociales, parece ser que ya la presunción de inocencia ha desaparecido del
panorama, siendo reemplazada por la presunción de culpabilidad. Esto equivale a
decir que, como sujetos, estamos desprotegidos ante la muchedumbre y podemos
ser apaleados antes de ser juzgados. De entrada, eres culpable y debes
demostrar tu inocencia, si te dejan, antes del linchamiento simbólico e incluso
real, como ocurre en muchos casos.[1]
Estas
nuevas formas societales tienen un gran impacto en la construcción de las
subjetividades actuales porque han constituido una patente de corso para que
cualquier persona vocifere, ante el tribunal de las masas, que el “otro” es
culpable de tal o cual delito sin allegar una evidencia, prueba o testimonio de
la contravención que se le acusa. En ese sentido, la otredad es la que está
puesta en mayor riesgo, pues se puede desconocer y condenar sin que ella tenga
posibilidades de defensa.
En el
idioma castellano existe la expresión “¡Al ladrón, al ladrón!”, que se utiliza
popularmente para alertar sobre un robo y al mismo tiempo convocar a la
muchedumbre a que capture al culpable señalado. Curiosamente, esta expresión es
aprovechada por ladrones reales para distraer la turba y poder huir. Mientras
gritan “¡al ladrón, al ladrón!” y la gente se amotina para buscar al culpable
del hurto, el verdadero ladrón huye en sentido contrario aprovechando la
confusión. Este ejemplo nos permite entender la importancia del debido proceso.
Primero, porque ser señalado de un delito no significa que se sea culpable del
mismo, al no ser que se esté bajo el imperio de un poder tiránico y
dictatorial. Segundo, porque para ser declarado culpable de un delito debe
existir una secuencia de pasos y motivos que son garantes de la justicia.
En ese
orden de ideas, el primer derecho es el de ser informado de unos supuestos
cargos que a futuro te podrían hacer merecedor de un castigo. Si grito “¡al
ladrón!” señalando a alguien que corre en medio del gentío, ya lo declaré
culpable; ahora solo falta ejecutar una sentencia sobre él. Pero si primero el
posible infractor es informado, él tendrá posibilidades de construir una
argumentación a su favor o, en caso dado, contratar un abogado para elaborar su
defensa. El posible infractor deberá ser juzgado a la luz de unas normas
establecidas en torno al hecho que se plantea y quienes lo juzguen deberán
poseer las competencias (conocimientos y experiencia) en el campo de acción, y,
además, deberán actuar de manera imparcial frente al caso, para lo cual deben
recabar pruebas y escuchar las diferentes partes en conflicto. Esto es el
debido proceso.
Lo anterior
es de vital importancia en la construcción democrática de cualquier entorno
moderno, de cualquier institución y, por supuesto, de un Estado democrático. De
no ser así, estaríamos en el escenario de un poder omnímodo que juzga con la
mirada y ordena castigos de acuerdo con las subjetividades de quien abandona el
terreno de la justicia para adentrarse en el mundo de la barbarie. No obstante,
el debido proceso, tan fundamental para el soporte cultural de la democracia,
ha venido desapareciendo de la acción cultural de una manera acelerada,
amenazando con instaurar la «tiranía del señalamiento».
Basta
gritar “¡Al ladrón, al ladrón!”, para que una horda, desprovista de cualquier
tipo de raciocinio moderno, actúe como un enjambre de hormigas asesinas
hambrientas que se lanzan sobre el “supuesto infractor” para devorarlo. Damos
por hecho que, si alguien es señalado como “ladrón”, lo es; si se le tilda de
“corrupto”, es porque ha corrompido una norma establecida; si es señalado, ya
es culpable. Vamos por el mundo explorando las estrellas de los múltiples
universos, pero en cuestiones de justicia parecemos seres de las cavernas.
No
obstante, es curioso ver que el derecho al debido proceso que reposa en casi
todas las Constituciones modernas y que la muchedumbre pasa por alto cuando
instaura sus tribunales dictatoriales, es reclamado con urgencia cuando el
supuesto infractor no es el “otro”, sino el “yo”. Entonces se acude de
inmediato a todos los elementos garantes previstos en la ley para defenderse,
legítimamente, de las acusaciones del caso.
En ese
sentido, obviar el debido proceso y la presunción de inocencia es una marca
simbólica y real de una cultura que opera bajo la tiranía del “yo”, en la cual
el “otro” es de entrada culpable de ser y existir. El “otro” es culpable porque
así lo determinaron unos “yoes” masificados, sin importar si el “otro” ha
trasgredido o no las normas. Por ende, bien nos vale reflexionar antes de
gritar “al ladrón, al ladrón”, porque quizás estamos evidenciando la fuerza
enunciatoria de un tirano en potencia, y, además, mañana podremos ser nosotros
los señalados, ya que en una tiranía nadie está exento de sospecha.
Hoy más que
nunca, subsumidos en un mundo de mentiras que ahogan la posibilidad de la
verdad, debemos reclamar y hacer uso del debido proceso, porque sin él apenas
seremos, como lo dijo el poeta Vallejo, “bárbaros atilas”.
[1] Un
ejemplo de ello se da cuando una turba detiene a un supuesto delincuente y
procede a lincharlo sin ningún tipo de miramiento.