abril 11, 2020

NOS QUEDÓ GRANDE


Por: Richard Eduardo Hayek
Egresado Universidad del Tolima – IDEAD-

¡¡¡Qué felices éramos!!!- leí hace días en uno de los tantos post que abundan en Facebook. Abro un paréntesis (pareciera que esas publicaciones se multiplican como verdaderos virus, bacterias y demás organismos del microcosmos que nos rodea, evidenciando una otra pandemia: la del estupidismo generalizado, porque se encuentra uno con unas cosas) Cierro el paréntesis.

Volviendo al tema, decía algo sobre la felicidad… ah, sí, que leí por ahí lo felices qué éramos, supongo que antes de la pandemia, aunque vale la pena preguntar(nos): ¿realmente éramos felices? Y sí lo éramos, entonces ¿a qué se debía nuestra felicidad? ¿Acaso cambió tanto el mundo para abandonarnos a la tristeza (sí, no es una obviedad, inclusive (re)pregunto: ¿cambió tanto el mundo, más allá de no podernos movilizar ni consumir libremente?)? ¿No será que ni al borde del comienzo de nuestro final podemos dejar de ser tan fútiles, hipócritas y banales? ¿O es que a nadie le parecen extrañas las ínfulas de hermandad que se han desatado por estos días: que aplausos, que mercados, que comederos para los perros callejeros, que carreras gratis para los empleados de la salud…? ¿Es necesario llegar a una situación extrema para reconocernos en –y como– otros, para legitimar la presencia de aquellos a quienes siempre mirábamos por encima del hombro? ¿Es así el nivel de egoísmo que nos habita?

Pues miren, amigos(as), camaradas o compañeros(as) para quienes no gustan de la camaradería, voy a serles sincero, y perdonen si sueno un poco imprudente, pero es que la oportunidad lo amerita: yo pienso que estamos más locos de lo que creíamos, descabelladamente locos porque ninguno que esté en sus cabales podría afirmar que hace dos meses era feliz; quizás la pasábamos bien porque teníamos un empleo y podíamos salir de la casa, comprar el desayuno en la tienda sin llevar cédula, echarnos nuestras polas en el bar de siempre, visitar prostíbulos o centros comerciales para ver jugar a la selección en pantalla gigante, ir a rezar a la Catedral y en fin, hacer y deshacer lo que nos viniera en gana… pero qué fuéramos felices, eso la verdad me parece una exageración exageradísima, tan exagerada que ni el propio Coelho creería semejante arranque de positivismo en un panorama tan sombrío como lo es pertenecer a la patria boba colombiana.  

Y es que cómo vamos a ser felices en un país como el nuestro, por favor. Ya ni recuerdo cuántos líderes sociales habían sido asesinados, crímenes que siguieron mientras andábamos fumigando con alcohol todos y cada uno de los rincones de la casa, o revisando el último dígito de la cédula para salir a mercar sin preocuparnos por el comparendo… Por tales motivos no paro de repetirme: ¿felices? ¿En serio lo éramos? ¿Acaso podemos serlo? ¿Pueden existir colombianos felices, además del innombrable, el presentador de televisión que tenemos como presidente y el grupo de esbirros del gobierno que todas las tardes se reúnen a tomar café, maquinar y olerse los pedos en la Casa de Nariño? Felices los banqueros, los que administran el aeropuerto El Dorado,  los amigos del concejal ibaguereño (tan magnánimo él, repartiendo mercados a diestra y sin siniestra), los que salían en los audios del Ñeñe y que ahora no solo ya nadie recuerda, sino que además le montaron la perseguidora a los periodistas que los pillaron enmelotados de m… y bien lejos del agua… esos, mis amigos, sí que eran felices, y siguen siéndolo, como nunca lo fueron ni lo serán el vendedor de empanadas, ni los punkos que se ganaban la vida a punta de malabares en los semáforos, ni un vecino mío que cambiaba motiladas por pesos, ni el cieguito del barrio que desapareció como por arte de magia, etcétera.

Escuchar ese tipo de expresiones me siembran unas cuantas dudas, interlocutores míos, hasta he llegado a imaginar que ese “¡¡¡qué felices éramos!!!” es parte de un chiste inconcluso, pues no le encuentro otra explicación: ¿acaso podíamos ser felices con la Amazonía reducida a cenizas, con los niños y niñas que se morían –y siguen muriéndose– de hambre en la Guajira, con el fraude electoral que recién se había descubierto? Seamos serios, carajo, serios y  un tantico coherentes, a no ser que el dinero sí lo sea todo en esta vida invivible e ingrata, y cómo ahora escasea, entonces la ausencia de felicidad es más que obvia. Sin embargo, vuelvo a preguntar con el ánimo de parecer cansón y cantaletudo, como mi vieja en estos días que no puede ni salir a comadrear con la señora de la tienda: ¿cuál será el grado de infelicidad actual de los que no tenían ni cinco antes de la pandemia? ¿Cuántos puntos de felicidad traen consigo los miserables 160.000 del (agro)ingreso solidario? ¿Qué es la felicidad en una sociedad tan inhumana, desigual y corrupta como lo es la sociedad colombiana? ¿Cómo se puede añorar una felicidad fundada en la mismidad, en el rancio y tradicional culto al yo, porque no me vengan a decir que ahora todos andan de “pipi cogido” en la casa, o que el encierro fue una especie de retorno al huevo familiar y que se la pasan jugando al papá y la mamá desde que amanece hasta que anochece? ¡Ay, del que me salga con algo así porque no respondo de mí!… ¿acaso no siguió creciendo la cifra de feminicidios en el país? ¿Y el maltrato infantil, o el abandono de mascotas? ¿Quién supo de los incendios en la Sierra Nevada de Santa Marta o en el Catatumbo? ¿O es que siguen desprogramados porque el fútbol se suspendió a nivel mundial?

Frente a todo ello, solo atinaré a manifestar lo siguiente: no seamos tan hijos de premium, a lo bien, y por primera vez en la vida aceptemos que nos quedó grande ser humanos, experimentar la humanidad como algo que se construye, no como algo que se da por osmosis y a causa de una pandemia mundial. Porque no me imagino ser un buen vecino hoy (que si lo fuera sería aparentar serlo); y mañana, cuando se descubra la cura del Covid-19 y empiecen a mercadear con la vacuna, regresar a mi versión huraña y resentida de toda la verraca vida. ¡Ay, no!, ahora sí saludo, aplaudo a los señores y señoras del aseo, además me preocupo por mis padres, por mis hermanos, por mis mascotas, por el perro de la esquina, por el viejito de la calle… ¿y antes, cuando el pinche virus estaba haciendo de las suyas en un mercado plagado de animales vivos? ¿Por qué entonces ni nos atrevíamos a tomarnos un tiempo en la mañana para despedirnos de beso de nuestra vieja, de nuestra pareja, de nuestros hijos? ¿Tiene que decretarse el fin del mundo, con propagandas de miedo, tendientes a la histeria colectiva, para atesorar lo pasado y decir a los cuatro vientos  “¡¡¡qué felices éramos!!!”, cuando esa supuesta felicidad no obedece sino al instinto primario del consumidor promedio, del hombre moderno por excelencia?

Qué vergüenza me da el raciocinio humano, el intelecto que nos ha llevado milenios desarrollar, raciocinio e intelecto que no nos alcanza para comprender que todo tiene que ver con todo; que todos, bien sea directa o indirectamente, estamos vinculados con todos y habitamos un espacio que es, a fin de cuentas, una mismidad en busca de un nosotros: de una otra mismidad (con)formada por el retrato multitudinario que hemos sido, que somos y que seguiremos siendo. Así como vamos, nadies y ningunos, ninguneados de siempre, será necesario desarrollar, fabricar o rezarle a nuestros ancestros por una pandemia cada año, pues está visto que el hombre solo reacciona ante la caída inminente al abismo, o en medio de una alarma mundial con visos de apocalipsis, aunque sería interesante comprobar la (in)humanidad de tal reacción y entonces decidir qué hacer cuando las cosas vuelvan a ponerse de cabeza, ¿no creen? Ah, pero qué preguntas las mías, sí ahora lo único que interesa es la felicidad perdida, la triste añoranza por una risa falsa, por un te quiero enmascarado, por un “¡¡¡qué felices somos!!!” reluciente, perfumado y, muy en el fondo, decorado para nuestra última cena.

abril 10, 2020

Literaturas del encierro: una isla en medio del naufragio.


Por: Omar Alejandro González Villamarín
Docente IDEAD - CAT Ibagué-

No es desconocido para nadie que, en términos literarios, todo acto de escritura provenga de una caverna, en todo el sentido que pueda tener la palabra “Caverna” en tanto representación platónica o como lugar de aislamiento desde el que se ve el mundo. El escritor Santiago Kovadloft nos refiere en su libro El silencio primordial, que en sentido estricto el escritor es un lugar, la más de las veces, aislado y en ruinas, y que el acto de escritura es entonces un intento por recomponer, con los pedazos, con el lenguaje, ese lugar para los otros. Añadiría a esto la idea de que el lugar se encuentra en ruinas porque fue consumido por el fuego y que escribir es revelar lo que el incendio interior hizo cenizas.
Por estos días en que nos encontramos confinados puede la literatura ser el aliciente que saque nuestra bien temida claustrofobia,  y en vez de exorcizarla como a un demonio, haga de ella la base sobre la que reposa el pensamiento. Precisamente esa es la idea que me ha permitido movilizar, a través de las redes, un espacio que he denominado Literaturas del encierro, espacio para el disfrute vertiginoso de textos literarios que tengan por trama y argumento circunstancias de encierro, bien sea físico, mental, emocional, hasta aquellas en las que se explora con más hondura el aislamiento social, político y económico; literaturas en las que sale a relucir la condición humana propia de las crisis existenciales, o aquellas que vaticinan tiempos de catástrofe moral, de rupturas culturales y filosóficas.
Explorar la literatura desde la condición de soledad y aislamiento durante esta crisis de salud pública mundial, no debiera ser visto como un acto de oportunismo, antes bien, se esperaría que se entendiese la voluntad de urgente remedio que desea ofrecerse para los cientos y miles de personas que soportan con tedio los días. Por eso la iniciativa de compartir una narración corta o un poema y, a través de ellos, tender puentes de interpretación que nos acerquen  a dimensionar las crisis como algo que hace parte de nuestra evolución, como algo que resulta intrínseco en nuestra naturaleza finita y vulnerable.
Una dosis de humor, un poco de tragedia, algo de maravilla, quizá una pisca de incertidumbre, se esconde en cada uno de los textos que a diario se comparten en Literaturas del encierro. Nos son dádivas salvadoras, son humanas píldoras que en su breve sustancia acarician un poco del tiempo que  parece irse  y en su aplastante paso nos deja inermes.
Quizá no sea mayor cosa este impulso virtual, nacido también, como es natural, de mi condición de aislamiento, pero es un honesto llamado, una búsqueda ansiosa de dialogar y tener contacto con los otros, con esos mundos que aún sostienen deseos vitales y aunque aislados, bullen por manifestar sus ideas y pensamientos… ¿por qué no, entonces, reunirnos en las posibilidades de la virtualidad, por qué no ceder ante las redes si estas movilizan el fluctuar de lo sensible?
Que sea pues Literaturas del encierro ese lugar en el que hermanemos desde la distancia.
Les comparto los enlaces en los que pueden encontrar las primeras cinco intervenciones que se han realizado hasta el día de hoy.


abril 08, 2020

LA PESTE DEL MIEDO

Por: Elmer Hernández
Docente Universidad del Tolima
Coordinador Maestría en Pedagogía de la Literatura

No temas ni a la prisión, ni a la pobreza,
 ni a la muerte. Teme al miedo.
Giacomo Leopardi
 
Ante un peligro que amenace su integridad como organismo, el animal huye, ataca o se mimetiza. El animal humano hace lo mismo, pero, también, en una dimensión diferente: fantasea, imagina y crea mitos. Ante el peligro, la huida, el ataque y la mimesis, en el animal humano están condicionados a lo que cree. Es decir, el miedo es consubstancial al animal humano, razón por la que nada lo produce. Solo basta que algo aparezca para despertarlo: un poder, una ley, una actitud, un virus. ¿Quién no lo ha sentido?
¿Pero a qué le teme el animal humano? En principio, a la muerte como desintegración, igual que el animal. Sin embargo, en ocasiones, no es esa muerte la causa de su miedo. El animal humano le teme al desbarajuste que un peligro le cause en su interior, su yo, su integridad como sujeto. Acostumbrado a su yo, cómodo en una subjetividad que cree conocer y tranquilo en la convivencia con sus mitos, el animal humano se resiste a que lo molesten, lo conmuevan y le exasperen sus fantasmas, porque ellos, los fantasmas, pueden desordenarle la casa. 
Por lo general, los dos miedos se juntan y el animal humano se paraliza: es un manojo de nervios, un ser atormentado, derrotado, aferrado a un mito que le ofrezca seguridad. En mitad de la ansiedad, si acaso invoca a la razón, lo hace para asegurarse de que ninguno de los dos miedos golpee a su puerta. Pero la razón no le presta ningún auxilio porque ya fue puesta al servicio del miedo. Y es triste.
Por supuesto, hay miedos, cuyas causas son reales, y ante las cuales el animal humano debe cuidarse para conservar su integridad, a menos que quiera parecer un idiota. Pero toda causa tiene sus contornos. Hay causas de muerte y, las más de las veces, hay que evitarlas. Y hay causas que desacomodan al yo, interrogan la subjetividad y ponen en duda la realidad de los fantasmas.
Ambas causas campean hoy por el mundo y se simbolizan en el Covid - 19. Ante esta amenaza, el proceder es cuidarse, ni más ni menos, pero, también, llevar a cabo las transformaciones del ser interior, de modo que sea posible triunfar sobre el miedo paralizador. No hay que olvidar que el miedo, en cuanto sentimiento irreflexivo, pude ser más nefasto que la propia amenaza que lo provoca.
En ese sentido, debe considerarse que el Covid – 19 es una amenaza real que viene del mundo exterior, un mundo que ya no será el mismo mundo conocido y en el que, de una u otra forma, vivíamos los sujetos con nuestras rutinas y nuestras creencias. Ahora se trata de un mundo diferente en todas las esferas (la economía, la política, el tejido social y la educación, entre otras) y que, por ello mismo, se constituye en un mundo que, desde ya, le exige al sujeto que lo habita unas transformaciones necesarias, dirigidas a impedir la aniquilación de su deseo de ser en todas las dimensiones de la existencia.
Sin embargo, dichas transformaciones no son posibles si no son el resultado de la reflexión que antecede a la acción. Esto es, el uso de la razón para examinar y comprender la causa del miedo, la amenaza y sus contornos, y el despliegue, en consecuencia, de la acción dirigida a neutralizarla y superarla. Se trata de sobrevivir mientras se espantan los fantasmas interiores. En ese caso, sin duda, la reflexión y la acción ofrece mayores probabilidades para conservarnos vivos.
Ahora bien, debe considerarse lo siguiente: ¿qué poderes sonríen hoy detrás de la peste y que ya se subieron a la cresta de la ola de la peste para afianzarse como poderes absolutos? Debe recordarse que, desde la invasión europea de 1492, no hemos dejado de sentir miedo. Los poderes sucedáneos han aprovechado nuestro humano miedo para imponerse, puesto que el miedo tiene la facultad de demolernos y arrodillarnos.
Se sabe que todo poder autoritario recurre al miedo para someter y Colombia da cuenta de ello en su historia reciente. El poder omnímodo señala a una etnia, a un demonio, a una enfermedad, a un modo de pensar, como el enemigo a quien hay que temer, y el miedo cunde como la peste. Y los humanos, dueños de sus propios fantasmas, buscan la seguridad, la defensa y la tranquilidad, de modo que le conceden al poder más poder, renunciando a su libertad, dimensión que, quizá, nos caracterice como humanos. El poder se alimenta del miedo de los pueblos, dirían los pensadores del Renacimiento.
Hoy el porvenir aparece envuelto en una nube de incertidumbre y confusión. Y no es para menos, pues están dadas todas las condiciones para que se operen cambios abruptos en los destinos del planeta. Alrededor del planeta, extensas masas humanas, aguardan entre el miedo y la esperanza. Las verdades se desploman, son evidentes las perversiones de los sistemas económicos y se desenmascaran los valores utilitarios de algunas ideologías dominantes. Tal inestabilidad provoca el miedo que termina en desesperación.
En mitad del marasmo, aparecen “salvadores” de distinta calaña, entre los que se destaca el fascismo, que no ha abandonado su risita taimada desde la Segunda Guerra Mundial y que se agazapa hoy en los intestinos del neoliberalismo. Pero también se abre paso la posibilidad de fortalecer aquellos valores que, en todos los órdenes del quehacer humano, se constituyen en los cimientos y los ideales de comunidades más equitativas, más justas, más democráticas, más humanas.
Y por supuesto, en ese panorama de confusión, el papel del sujeto es determinante, toda vez que, para la construcción de una sociedad donde sea posible la vida en toda su complejidad, se requiere un sujeto de reflexión y de acción, firme, empoderado de su propia existencia. Lo demás, es alimento para el caldo de cultivo del fascismo.
Cada quien es dueño de su miedo. Cierto. Pero cada quien es dueño también de su voluntad de transformación.

abril 07, 2020

CARTA AGOTADA


Por: Alex Silgado Ramos
Docente Universidad del Tolima – IDEAD-

Querido amigo y colega, te escribo desde el confinamiento, pero también desde el agotamiento, apenas en este breve espacio de tiempo que me queda de la jornada. Qué tristeza; tú no te mereces una palabra agotada ni agobiada, pero no encuentro otro lugar para escribirte; pareciera que con el confinamiento algunas cosas se van desgastando, se van cansando, pese a nuestro optimismo de mantenernos en pie y estar a la altura cada día. Parece una ironía; veníamos quejándonos del ritmo acelerado de una vida que apenas nos daba tiempo para llegar a la casa e intentar recuperar fuerzas para la jornada del próximo día. Pero ahora el asunto ha empeorado, con esta virtualización del trabajo nuestro hogar ha perdido cierta calidez de hoguera y ha devenido en ahogo, en espacio de virtual indiferencia; ya no tenemos la forma de tomar distancia entre el espacio-tiempo laboral y el espacio-tiempo definido para la casa, para el descanso, para estar con los nuestros. Pareciera que todo ha devenido en un horroroso Aleph en el que todo confluye, pero de una sola forma: la forma del trabajo, la rutina atroz de lo virtual. Toca estar activo todo el tiempo. Horroroso y doloroso: un tiempo para ejecutar tareas que nos deja sin tiempo para contemplar-nos. Hace apenas unos días, le decía a un compañero que con esta presión social de dar clases virtuales desde el confinamiento hasta mi existencia se estaba virtualizando. Decía esto, porque al estar todo el tiempo conectado para atender a la demanda de los estudiantes (que también viven su propio drama) ya casi ni duermo, ni tengo tiempo para hablar con los míos. Pareciera que no nos va a exterminar la pandemia, sino estos excesos de la virtualidad.
A todo esto, te escribo como una forma de detenerme. Quisiera que este pedazo de vida no se marchara con la velocidad de un clic en la pantalla de la existencia. Te escribo también, para compartirte estas inquietudes: ¿Qué quiere decir educación virtual? Más específicamente: ¿Qué quiere decir educación virtual en tiempos de pandemia? ¿Qué tanto queda de la educación y qué de la virtualidad en esta pandemia? ¿No será esta forma de la educación desde la virtualidad otra pandemia que nos exterminará antes que el mismo virus? En últimas, lo que quisiera preguntarte es: ¿en estos momentos dónde queda la vida que tanto hemos venido reclamando?; porque a veces siento que estamos tratando de luchar contra la mortalidad del virus, no con gestos solidarios y reposados, sino con más muerte: esa forma de agonía que nos inyecta este sistema productivo en el que hay que estar conectado todo el tiempo. Me digo entonces, qué tanto tiene que ver la educación (desde y para las competencias) que hemos estado recibiendo con el desarrollo de esta pandemia. Y me da miedo que continuemos en lo mismo, educando de la misma forma tan brutal y horrorosa en que lo hemos venido haciendo.
Querido amigo, no te quito más tiempo; sé que también estás bastante ocupado con esta nueva dinámica laboral. Deseo en lo más profundo que volvamos a tener la oportunidad de vernos y podernos dar un cálido abrazo, aun cuando este virus nos haya privado hasta de esos mínimos gestos en que situábamos la dimensión de lo humano. Me despido, no sin antes recordarte que la educación es memoria. Memoria, no en el sentido de la educación bancaria que criticaba Freire; sino memoria en tanto posibilidad de conjugación del recuerdo y el olvido. La educación como memoria nos dice que debemos recordar los horrores y errores de una educación instrumental que nos trajo a este momento de crisis. Que no debemos olvidar tales errores y horrores para estos no se vuelvan a repetir. Y, así, parafraseando a nuestro nobel de literatura: las estirpes condenadas por esta pandemia tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Un fraternal abrazo desde el cuerpo de la virtualidad,
Tercera semana de cuarentena, Ibagué, abril 6 de 2020.


Todo lo que los microbios saben de nosotros



Por: Nelson Romero Guzmán
Profesor Universidad del Tolima –IDEAD-

Super-ciencia
Por medio de los microscopios
los microbios
observan a los sabios.

Luis Vidales

Este poema-flash, titulado Super-ciencia y escrito por el poeta colombiano Luis Vidales (los microbios mirando por la lente del microscopio a los sabios), contiene una imagen impactante, más que suficiente en estos días de pandemia, bastante sugerente, sarcástica, irónica y risible, que a su vez nos proyecta a la imagen de un mundo al revés. Quizá los microbios hayan necesitado de un microscopio provisto de una lente superpotente para podernos ver. Puede ser que, a los ojos de los microbios, el tamaño de un sabio quede reducido casi a la nada. Y como esta vez los microorganismos logran vernos, decidieron experimentar con nosotros, poniendo a toda prueba el poder de su sabiduría y toda la fuerza posible de su frágil membrana para remover los cimientos de esta “frágil maquinaria del mundo”, como escribió Shakespeare.
Curiosamente, los microbios descubrieron que somos millones de veces más pequeños que ellos (pues manejan otras escalas de proporciones del tamaño de las cosas) y esto es muy peligroso, nos pone a temblar, nunca nada nos había hecho temblar tanto. En el mundo de los humanos, es normal y ventajoso que existan hombres más pequeños que otros, lo cual trae consigo muchos progresos y ventajas políticas y económicas. En una de las novelas de viajes del siglo XVIII, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, el personaje Gulliver se pierde en una isla donde sus habitantes, con relación a su tamaño, resultan pareciendo muy pequeños; luego el personaje se ve perdido en otra isla donde ahora es visto como un grano de nuez frente al exagerado gigantismo de estos nuevos habitantes; Gulliver, fácilmente, podría vivir con holgura en la punta de la nariz de un monarca. Esta novela nos proporciona –a manera de lentes de un microscopio del mayor sarcasmo contra el hombre de la Ilustración- estas imágenes monstruosamente invertidas de lo pequeño aumentado a lo más grandes, y a su turno lo grande reducido a lo más pequeño, tal como ha ocurrido con los imperios o con algunas acciones humanas.
Por estos días no solo los sabios de este planeta, sino todos los hombres, estamos siendo observados por los microbios para quienes somos puntos casi invisibles. Ven solas las calles de las ciudades, como si de repente hubiéramos desocupado el asfalto a causa de un error macabro; ven cerradas las empresas, las industrias, los centros comerciales, los aeropuertos, los bancos… como si todos estos talleres y vertederos de la humanidad se hubieran convertido en cementerios del progreso; por el microscopio ven nuestros hogares adaptados a celdas de confinamiento, huyendo de un enemigo invisible al que no podemos dispersar ni atacar con bombas lacrimógenas, ejércitos terribles, misiles de alta destrucción, bombas nucleares o biológicas.
El poder, entonces, quedó convertido en una tela de aire que puede ser atravesada y rota por un simple corpúsculo. Los microbios están observando todo esto, y ellos no se arrepienten, es más, creo que se burlan. Dirán estas frases: “Les hicimos cerrar sus bancos, sus iglesias, sus tabernas, sus prostíbulos, sus casas de Ley, sus agendas, sus escuelas, sus campus universitarios”. Se ríen al considerarnos lo absurdo del universo.
Ser observados por los microbios a través de un microscopio nos proporciona muchos motivos de reflexión. Una reflexión desde otro lugar, pues ellos nos han hecho pensar ahora con otro cerebro. Un cerebro que los hombres no habíamos estrenado aun, pero que ha estado siempre ahí, esperando estos momentos.
Debo decir que los microbios no son crueles ni vengativos. Y creo, más bien, que nos quieren proteger. La muerte, para ellos, no es un asunto de egoísmo, como la pensamos nosotros; pueden morir en un instante y en otro multiplicarse; los microbios no necesitan leer las Cartas a Lucilo de Séneca para buscar consuelo en la filosofía, porque aceptan la vida como es. La muerte es un asunto de risa para los microbios.
La risa es una de sus mayores facultades y su única posibilidad de pensamiento. La sola razón no debiera serlo todo para los humanos, según piensan los microbios, que igual son seres pensantes, pero con un cerebro nada cruel. Yo me pasaría con todo gusto y agradecimiento a ese mundo, pero estar allá no es fácil y es todo un privilegio: se requiere una virtud especial, una bondad especial, una justicia especial, en fin, facultades especiales que nosotros solo creemos poseer y que no hemos podido pasar del papel a la realidad.
Los microbios que por esta época nos observan a todos a través de sus microscopios, le están haciendo un chip a nuestros cerebros dormidos, el que casi nunca usamos, lo despierta y se ríen mirándonos actuar, mirándome escribir estas líneas. Ese cerebro que no usamos es todo lo contrario al que ponemos a funcionar a diario, con el que hemos fabricado tanta cosa inútil y tantas parejas monstruosas: David y Goliat, el rey y el esclavo, el Demonio y el Ángel, la mejilla y la bofetada.
Este es el cerebro que los microbios me han permitido usar para hacer estos cuestionamientos: “¡caramba!, ¿por qué antes no habíamos pensado todos en protegernos a todos y se hubieran evitado guerras y hambrunas, discriminaciones, vejámenes, humillaciones e insomnios?, ¿por qué ante una posible amenaza de guerra, de invasión, de explotación, no entramos en cuarentena, no nos encerremos a conjurar esos peligros, por qué no nos rebelamos frente a lo que todos los días nos destruye como individuos y como comunidad?, ¿por qué entendemos hasta ahora que el otro vale tanto como yo, que un pueblo vale tanto como el otro, que no somos diferentes, o todo esto no es más que una máscara terrible en el escenario de la tragedia de Eurípides donde la madre descuartiza al hijo y después trata de recomponer inútilmente sus pedazos?, ¿será que en esta tragedia que protagonizamos a diario nos comportamos como actores de teatro donde el estadista se pone la máscara del Estado, el cura la máscara de la Religión, el juez la máscara de la Justicia, el pedagogo la máscara de la Educación, el amante la máscara del Amor y así sucesivamente actuamos en un macabro juego de máscaras? ¿por qué ahora nos estamos protegiendo unos a otros?,¿es que el otro no valía antes de que los microbios nos observaran?, ¿y de dónde vino a aparecer tanto respeto por la vida en todos los lugares de este planeta?, ¿será que un microbio tiene el poder de rompernos la máscara y mostrarnos ahora tan frágiles y tan desnudos en este escenario del mundo?
Y nosotros, legión de microbios, sin tanto alboroto, por un momento hemos atravesado un palo a la rueda, para que la humanidad se detenga un poco, y en ese detenerse pueda desarmar su carro y cambiar piezas, moverlas o detectar sus fallas, pues los habitantes de la tierra parecen no saber de abismos. ¡Caramba! ¿Y por qué todos se protegen como si fueran a desaparecer del planeta en un mismo instante?, ¿cuál es el miedo si se han venido matando sin tregua unos a otros? Según estamos viendo por el microscopio moverse a los hombres, hemos podido entender que para ellos la muerte es un lujo, un logro perfecto, celebran el matar, se ríen del matar cuando lo hacen ellos mismos contra ellos mismos, la muerte enriquece según parece, qué raros sus comportamientos. ¡Cobardes son los hombres! Tienen purificadores para la crueldad, vino con sangre, copas… Pero ahora todos buscan salvarse. ¿Y será que una vez dejemos de observarlos dejarán de protegerse y volverán a sus andanzas?”. Los virus callan su risa, pero no dejan de observar a los sabios y a los demás hombres por el microscopio.
De la manera que sigue nos piensa un microbio, que en pocos días han estudiado nuestra estructura cerebral: En esta cuarentena han descubierto que realmente los humanos tenemos dos cerebros: uno con el que funcionamos a diario y a lo largo de toda la historia, y otro dormido, que no activamos, más pequeño que el primero, pero más poderoso y efectivo. Nos están dando la oportunidad de que con la pandemia nos pasemos a ese otro cerebro, con el que muchos están pensando y actuando en estos momentos, que es el verdadero cerebro humano. Este otro cerebro es como una luz al final del túnel.
Desgraciadamente, será desconectado de nuestras vidas una vez pase la pandemia, porque tenemos asuntos serios que resolver con el cerebro verdadero. Ese cerebro maravilloso, que funciona perfectamente en comunidad, nos protege ante cualquier peligro, funciona como una red a la que todos los individuos estamos conectados, y lo que pueda pasar aquí, pasa allá. Este cerebro está enlazado directamente con el corazón y uno no puede funcionar sin el otro. Es con ese cerebro que actúan los microbios que están experimentando con la humanidad, quieren saber si realmente somos capaces de pasarnos al otro cerebro.
¡Ojalá así fuera! No creo.
-Otra fábula, dirán los Graciosos, que ya empiezan a abandonar sus confinamientos y se dirigen a sus cómodas oficinas a retomar las lógicas de sus manuales, mientras ordenan cruzar fronteras, se apoderan, humillan y destruyen, dejando a su paso más muertes que las causadas por el coronavirus.
Les dejo a manera de Pos escríptum, este cuento de Franz Kafka.


Comunidad

Somos cinco amigos, hemos salido uno detrás del otro de una casa; el primero salió y se colocó junto a la puerta; luego salió el segundo, o mejor se deslizó tan ligero como una bolita de mercurio, y se situó fuera de la puerta y no muy lejos del primero; luego salió el tercero, el cuarto y, por último, el quinto. Al final formábamos una fila. La gente se fijó en nosotros, nos señalaron y dijeron: «Los cinco acaban de salir de esa casa». Desde aquella vez vivimos juntos. Sería una vida pacífica, si no se injiriera continuamente un sexto. No nos hace nada, pero nos molesta, lo que es suficiente. ¿Por qué quiere meterse donde nadie lo quiere? No lo conocemos y tampoco queremos acogerlo entre nosotros. Si bien es cierto que nosotros cinco tampoco nos conocíamos con anterioridad y, si se quiere, tampoco ahora, lo que es posible y tolerado entre cinco, no es posible ni tolerado en relación con un sexto. Además, somos cinco y no queremos ser seis. Y qué sentido tendría ese continuo estar juntos. Tampoco entre nosotros cinco tiene sentido, pero, bien, ya estamos juntos y así permanecemos, pero no queremos una nueva unión, y precisamente a causa de nuestras experiencias. ¿Cómo se le podría enseñar todo al sexto? Largas explicaciones significarían ya casi un a acogida tácita en el grupo. Así, preferimos no aclarar nada y no le acogemos. Si quiere abrir el pico, lo echarnos a codazos, pero si insistimos en echarlo, regresa.
                                                                 Franz Kafka, 1.920

abril 06, 2020

EL IDEAD EN TIEMPOS DE VIRUS

                                                                                        Por: Stefany Paz
Estudiante de Licenciatura en Lengua Castellana – IDEAD
Centro de Atención Tutorial KENNEDY

En tiempos difíciles la palabra es el arma mágica más poderosa que existe. Transitamos en períodos y espacios de crisis donde se atraviesan situaciones que pueden incluso acabar con nuestra vida y/o la vida de nuestros seres queridos, llámense familia, amigos, conocidos o desconocidos que forman parte de nuestro mismo suelo. Lo que nos queda como opción es lo mismo que la naturaleza obliga a los animales cuando se da un respiro, hibernar como un mecanismo de defensa utilizado para la protección que nos resguarda de condiciones adversas. Hay formas extrañas de devolver el equilibrio al planeta.
Sin embargo, buscando nuestra protección el tiempo no se detiene y las obligaciones económicas, familiares y sociales no cesan ni quedan pasmadas, enfrentamos un bárbaro dios apoyado por cronos. Urge flexibilidad social, entendimiento, alteridad y responsabilidad.
Entonces, se nos obliga a ser más conscientes de nuestros actos, a entender que debemos cuidar nuestro entorno, a valorar a las personas que nos rodean e incluso aprovechar para abrazar, mimar y sentir, disfrutar de un buen café en la mañana, de una interesante película, de una compañía inigualable. Y aún más, de recordar el verdadero significado de los momentos, pues todo lo material pierde su valor y lo único que importa es la familia, significado que hemos olvidado por el afán que nos trae el día a día, los excesos de trabajo y un sin número de elementos que le roban atención a lo más importante.
Soy estudiante de la Universidad del Tolima en el Instituto de Educación a Distancia, nuestro modelo de educación permite la flexibilidad para la adquisición de conocimientos y es por eso que el IDEAD debe estar armado de una planta de docentes que entiendan las situaciones en los diferentes contextos. Muchos de los estudiantes que hacemos parte de este proyecto, que por cierto ha impactado a nivel nacional y que busca innovar la educación llevando la formación superior a todos los rincones del país en donde más se necesita, no contamos con todas las herramientas que en este arduo momento se nos exige. Aunque no deja de ser importante la academia, prima nuestra salud y la responsabilidad social que tenemos como nación.
Alguna vez durante clase un profesor dijo ´´los docentes somos un ejército´´ y eso siempre lo tengo en mi pensamiento, marcó mi manera de pensar. He estado en esos encuentros mediados con algunos docentes y quiero públicamente hacer un reconocimiento y entregarles mi admiración total, porque sé que están trabajando mucho más, horas que me imagino no se ven reflejadas en sus cuentas. Incluso duermen pocas horas, dejan de lado sus obligaciones para atender estudiantes y, sin embargo, lo hacen con la mayor de la disposición porque poseen algo importante para superar esta crisis, compromiso.
Sé también que no ha sido fácil para ellos, la mayoría, que llevan años en unas aulas de clase tratando de cambiar pensamientos con charlas catedráticas y pasar a estar detrás de una pantalla requiere de repensarse una y mil veces, sentarse a estudiar las tecnologías que nosotros como estudiantes millennials conocemos y manejamos a la perfección.
También es cierto que tengo prohibido generalizar, soy estudiante y a la vez docente, puedo opinar desde las dos posiciones que, aunque diferentes, se alcanzan a parecer un tanto. Desde la mirada estudiante quiero, queridos docentes decirles que no ha sido nada fácil porque, aunque manejamos la virtualidad un poco mejor algunos o cuentan con las herramientas ideales de trabajo, con datos o internet o simplemente hay compañeros que residen donde si no se asoma el agua, imagínese la red de internet. Hay estudiantes que están desistiendo de estudiar por el hecho de que se sienten entre la espada y la pared pues la respuesta es lógica cuando en la casa se dice: o se come o se estudia y entre la papita y una factura de internet, no nos vamos a dejar morir de hambre.
En este orden de ideas, apuran docentes espontáneos, capaces de reaccionar con confianza ante cualquier acontecimiento, tanto o más creativos que la naturaleza misma del aprendizaje, enfocados en motivar a sus estudiantes a ser más humanos cada día, con su ejemplo, para que conozcan la importancia de la curiosidad, de sorprenderse con lo más simple y desde allí enseñar en y para la vida, que resuelvan dificultades con lo mucho o poco que tienen a su alrededor o que simplemente se ingenien alternativas.
Es hora de repensarse, hora de dejar de enseñar bajo la virtud de ´´la autoridad´´ y no aplicar la función homologativa de la evaluación que parte de primicia de que todos y todas están bajo las mismas capacidades de responder porque son conocedores de las mismas experiencias. Y si usted es uno de los docentes que viven quejándose de los estudiantes y sus bajos niveles, déjeme expresarle que yo me quejo de docentes que no están preparados para crear alternativas educativas en escenarios de alta transformación como el actual.
Hago un llamado a la sensibilidad y a la innovación de los formadores, docentes de docentes, que enseñan con sentido y vocación, para que apunten a la búsqueda de estrategias que nos permitan acceder a muchos de los conocimientos que ustedes ya poseen, es importante que sigamos nuestra preparación. Ilícito es olvidar las aulas, virtuales o no, como sinónimos de trasformación social y ustedes docentes como gestores de cambio.
El poder lleva años formando los ejércitos equivocados, creando armas y levantando muros, los doctores y los docentes hoy son “los soldados” y con valentía están enfrentando nuevos retos. El grito a la conciencia lo inician ustedes con responsabilidad, amor y compromiso. La victoria se verá reflejada cuando salgamos de esta pandemia siendo más humanos.

abril 05, 2020

DE LO HUMANO EN LOS TIEMPOS DEL COVID


Por: William Alexander Medina Méndez
Catedrático Universidad del Tolima

El abismo entre individuo y sociedad que se abre una y otra vez ante nuestro pensamiento guarda, una estrecha relación con las contradicciones entre requerimientos sociales y necesidades particulares que forman parte permanente de nuestra vida.
La sociedad de los individuos. Norbert Elías

Un fantasma recorre a Europa, así iniciaba Marx uno de sus textos más célebres y con esto abría el espacio para comprender los cambios que se suscitaban en una sociedad que nunca volvería a ser igual. Quizá las súbitas y extraordinarias remociones sociales nunca logren tomar al individuo preparado (creo nunca ha estado preparado), pero ha logrado empujar la piedra colina arriba y sostenerla, así cada tiempo se devuelva y en el proceso triture una que otra vida. ¿Será solo tiempo de tomar fuerzas y continuar empujando?
Ahora un virus recorre el planeta, se llama Covid-19 y después de su paso el mundo no volverá a ser el mismo. Y no es solo por el confinamiento, las horas maratónicas de Netflix o el zumbido del celular con un nuevo mensaje de los infinitos grupos (espacios de des-encuentro, ágora virtual de las penurias de la cuarentena), el paseo sin descanso por la casa, como animal de zoológico (recuerdan a Júpiter), limitado, reducido a una zona de “confort”. Las acciones que en suma eran necesarias, terminan siendo mecánicas con el trasegar de los días y el sueño se convierte en la válvula de escape de esta pesadilla, pero abrimos los ojos en nuestra encerrada realidad.
Anhelante se espera por el dígito que indique el día de salida, y afuera, todo parece tener una luz de inmovilidad, de socarrona tranquilidad y los rostros tras las máscaras no pueden ocultar el miedo que se escapa por los ojos, y no es de uno pocos, es de todos. Así retumban las palabras de Barba Jacob:
 “Y hay días que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos pueda consolar”.
Pero el Covid-19 no es un acróstico bíblico, una condena del mundo o entre las muchas medias verdades, un ataque planificado; es un virus mortal que a diferencia de las películas no pone el contador de manera regresiva, por el contrario, va en aumento el conteo de la muerte en tiempos de globalización. ¿Será solo consuelo lo que necesitamos?
Y el sistema-mundo como paciente espasmódico intenta reaccionar -se le va el aire, uno de los tantos síntomas del virus-, pero a bocanadas aguanta la convulsión, un respirador tecnológico es el antídoto temporal. Y lo encuentra en Internet, ese vasto espacio en el cual fluctúan las vidas y deseos del mundo en un entramado infinito de conexiones, aparecen la virtualidad, el teletrabajo y toda una gama de extensiones y probabilidades para abastecer de oxígeno al convaleciente. Para quienes siempre han alimentado al enfermo sistema-mundo, la cuarentena es sobrevivencia, decía el letrero de un vendedor de dulces ¡Solo vivo de esto! y al lado su número telefónico, como quien tiende la mano o da una señal de alarma de su eminente deceso.
Así la “vida” en tiempos de pandemia, no se detiene y es para algunos una oportunidad para re-inventarse, aunque esto requiere de un ejercicio crítico-reflexivo y de un proceso que permita una re-invención, no una simulación, porque en gran medida lo que se intenta es re-insertarse a las dinámicas para continuar con la “normalidad”. Y en ello no estriba nada malo o reprochable, debemos seguir con la “vida” ahora pixelada y con la conexión a internet, como quien vuelve al cordón umbilical, en el seno virtual de la Matrix.
Y el mundo y los humanos no son los mismos; el primero lo demuestra en su aire más limpio, sus aguas venecianas traslucidas y playas fulgurantes pareciera que el proceso real lo vive él, en una constante resiliencia planetaria. Por su parte, los segundos se encuentran farragosos, sinuosos en sus actuar, no sólo es por el papel higiénico (lo cual demostró que la gente caga más en la calle que en la casa) sino por ese abismo infranqueable entre lo individual y lo colectivo. Aunque el virus ataque por igual ancianos y príncipes, trabajadores y primeros ministros, se piensa en cual vida debe priorizarse y no se vacila mucho en la respuesta, dejando en la superficie aquello que tan arraigadamente se oculta en las zonas oscuras del hombre, el egoísmo.
Pero no todo es lúgubre, hay quienes pierden la vida por salvar las de otros, acto más noble y de inigualable valor da aire para creer en el hombre, quizás sobrevivamos y mientras eso sucede, ensayo los abrazos, besos, saludos, que espero dar y recibir, porque esas manifestaciones de la cercanía entre los individuos hoy viven en vilo a dos metros de distancia.
Para sobreponernos al virus, nos quedan las palabras de Carlos Fuentes “Sólo necesitándonos entre nosotros, el mundo nos necesitará también. Sólo imaginándonos los unos a los otros, el mundo nos imaginará”.