septiembre 16, 2011

EL CONCUBINATO DE LA REFORMA EDUCATIVA SUPERIOR

Por: Carlos Arturo Gamboa.

La pretendida reforma a la Ley 30 que rige la educación superior, no es más que la legalización de un concubinato que ha venido procreando monstruos en la Universidad Pública. Basta una breve mirada al panorama actual de las Universidades para darnos cuenta que el 80% de las propuestas de la nueva ley ya son práctica cotidiana, sobre todo lideradas por el enfoque tecnocrático de quienes, desde los cargos administrativos-académicos, han pervertido la razón de ser la educación pública para lo público, bajo engañosos slogans de eficiencia y eficacia. Estos slogans lo que esconden es una perversa sobredosis de educar para el mercado y de hacer de la formación superior una mercancía.
Dentro de las nuevas lógicas del capitalismo, el conocimiento es un indicador en la bolsa de valores, por eso es tan apetecido ese “nuevo mercado” que los exploradores del marketing han detectado y copado. El profesor Andrew Higginbotton, en una conferencia reciente en el marco de la cátedra libre en la Universidad del Tolima, nos ofreció una cifra aterradora, en Inglaterra cerca del 60% de los jóvenes estudiantes no pueden acceder a la educación superior, debido al crecimiento de los costos. ¿Imaginémonos el impacto en una sociedad como la nuestra cuyos índices de pobreza y miseria crecen en la misma proporción que el saqueo de las multinacionales? Esa idea de Universidad que quieren legalizar es como limón para una herida. 
La Universidad Pública debe ser reformada, pero por la comunidad universitaria en diálogo con la sociedad, y aquellos quienes han sido los emisarios de la precarización de la academia deben pagar el precio de sus acciones.

septiembre 14, 2011

POLÉMICA Y CRÍTICA

Por: Rafael Gutiérrez-Girardot 
Aunque en el libro de Indalecio Liévano Aguirre, Grandes conflictos de nuestra historia se desenmascara la hipocresía de la “alta clase” social de los voceros de nuestra independencia, de un Camilo Torres y de quienes, después de su triunfo, abjuraron de los principios igualitarios que invocaron para justificar la posesión de los cargos de los españoles; y aunque en el “cuadro de costumbres” Las tres tazas de José María Vergara y Vergara se ironizó la simulación que había acunado el “patriciado” colombiano, con su correspondiente fervor servil por los extranjeros; y aunque Jaime Jaramillo Uribe recuerda, en uno de sus ensayos sobre Historia social de Colombia que el Marqués de San Jorge perdió su título -comprado, sin duda- porque no pagó los derechos correspondientes; y aunque la historia colombiana ha puesto en la picota esa “aristocracia” hasta el punto de que hoy es anacrónico ocuparse con su terca agonía: pese a eso, cuando se critica a esa clase, la réplica a la crítica es un depravado argumentum ad hominem: el que la hace, es un “resentido”
No es nuevo el argumento. Parece provenir del reinado sociofilosófico de Germán Arciniegas, del más severo crítico de Hegel, a quien nunca leyó en su lengua madre y de su anticomunismo gringo. Para sus epígonos, la crítica a esa clase “sin clase” está, además, imbuida de marxismo. No es improbable que los feligreses de ese reinado anacrónico ignoren el nombre de Max Weber, del fundador de la moderna sociología comprensiva que se nutrió de la lectura crítica de Marx. No sería improbable que cuando lean una de sus obras como el famoso trabajo La ética protestante y el espíritu del capitalismo y perciban su acerada crítica al capitalismo, lo declaren comunista y “resentido”.
¿Qué significa esa argumentación, por así llamarla, pomposamente vacía y mendicante? ¿Defiende -o pretende defender- un estado social y político que ha llevado a Colombia al borde de su paulatina desintegración? ¿Quién lo defiende ha cerrado los ojos y los oídos para no ver y oír el largo proceso iniciado ya a comienzos del siglo XX y agudizado en 1948? ¿Y quienes eso hacen, no quieren tener en cuenta que en todo Estado y Nación hay una clase que dirige o maldirige a su sociedad? ¿Y creen, quizá, que de nuestros males es culpable la mayoría de la población, de los humillados y empobrecidos y no de la tal clase? Es indudablemente seguro que los epígonos del máximo crítico de la filosofía del idealismo alemán (su pecado mortal: haber conducido a Marx) todavía no saben que determinados conceptos cambian y que para usarlos con la necesaria precisión y honradez intelectual es indispensable conocer esos matices y usos. Una empleada del servicio, un camarero, chofer de taxi, una ministra de educación y hasta un rimbombante diplomático pueden y, sin duda, suelen utilizar el vocablo “resentido” y “resentimiento” en su acepción vulgar. Pero un intelectual, con majestuosa formación filosófica, tiene que atenerse a la significación que tiene en la ética y en la sociología, y que después de Nietzsche y Max Scheler ocupa a esas ciencias. El filósofo Strawson, por ejemplo, encuentra que el resentimiento es una “permanente sensación e indignación sobre una herida moral”. Y explicita: “Así, el resentimiento es una reacción contra la injuria y la indiferencia”. La injuria que ha hecho por indiferencia la llamada clase alta a Colombia tiene la inevitable y justa respuesta: el “resentimiento”.
En Colombia se ha extendido una actitud anticrítica, cobardemente neutral. ¿Significa esto que los crímenes con los que se castiga a los periodistas por sus informaciones y críticas y a los políticos heroicamente disconformes se han convertido en una permanente manera de sofocación, que afecta los demás ámbitos de la vida cultural? La crítica literaria ha tenido en Colombia pocas figuras destacadas. Como en casi todo el mundo hispánico, la crítica bibliográfica es, en gran parte, apología de clanes. Cuando pretende ser independiente, suele reducirse a expresar la opinión o la ocurrencia del crítico sobre conceptos e interpretaciones que no concuerdan con sus preferencias, pero sin haberlos comprendido cabalmente y sin fundamentar esas ocurrencias. Como en la vida intelectual, se recurre a corrientes y teorías -en el mejor de los casos- que no se han sometido a la crítica de la razón, que no se han asimilado. Esta recepción no es creadora sino remedo. De ese modo, no se orienta ni se discierne, sino se transmite un estilo dogmático de pensamiento. Algunas veces, el dogmatismo encubre una acumulación de aversiones personales -envidias- que se satisfacen con el efecto de lo que Ortega y Gasset -copiándolo, como siempre, de Max Scheler- llama el “rencor” español y Unamuno “el mal nacional español: la envidia”. Sobre ese mal nacional, el rencor, dice Ortega: “El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas suprimir. Lleva en nuestra fantasía aquel por quien sentimos rencor, el aspecto lívido de un cadáver: lo hemos matado, aniquilado con la intención. Y luego, al hallarlo en la realidad firme y tranquilo, nos parece un muerto indócil...” Es evidente que en el ámbito de la crítica bibliográfica es preciso distinguir entre las “reseñas” y las “valoraciones” de intención crítica. En término medio, las reseñas de libros de historia por historiadores son informativas, correctivas, cuando es el caso, profesionalmente fundadas. El objeto no facilita la expresión envidiosa o la del que se esfuerza en su afán de figuración. Las reseñas con intención de valoración crítica de este tipo se caracterizan por la abundancia, objetivamente innecesaria, de referencias traídas por los pelos aumentadas con un aparato de notas a pie de página, que pretenden certificar erudición. Fomenta lo que un crítico peruano ejemplar llamó “terrorismo bibliográfico”, que es una manera de equilibrar aparentemente el vacío intelectual. La causa de estas inmensas lagunas se encuentra, de manera inmediata, en la maleducación universitaria. La enseñanza de la literatura en las universidades tropieza en las mejores, no en las universidades-garaje, con varios problemas: los principiantes no han sido adecuadamente formados en el bachillerato; la Universidad comienza con un minus; la Universidad no tiene la infraestructura como hemerotecas con revistas internacionales y de literatura comparada, bibliotecas con obras clásicas en sus lenguas de las corrientes actuales de la historia literaria. Desconocimiento ya desde el bachillerato de las lenguas europeas y, para la facultad de Filosofía, de las lenguas clásicas. Ausencia de interdisciplinariedad (con filosofía, sociología, ciencia política). El horizonte de la investigación, fundamento de la formación, queda reducido muy considerablemente. El nivel de la enseñanza es poco más alto que el del bachillerato. Sin estos presupuestos, la creación de instrumentos para interpretar fructíferamente nuestras letras, se satisface con la aceptación acrítica de las teorías de moda, casi siempre las antepenúltimas en traducciones defectuosas. El conocimiento y significación de la literatura para comprender a los ancestros, a sus aspiraciones y saber situar el presente es un desideratum que, al no ser satisfecho, obstaculiza una de las misiones de la educación literaria, en particular: saber formar un juicio propio, ser individuo y por lo tanto saber ser libre.
Esta desolación influye negativamente en dos ámbitos de la ciencia y vida literarias: la polémica y la historia literaria. La polémica es, según el concepto griego del que desciende, esto es, polemos, guerra. Guerra literaria o intelectual que se diferencia de la guerra política, en la que se ataca la persona que representa determinados intereses, disfrazados de programa. En la polémica intelectual, ésta es homónima de la refutación. “La verdadera refutación -escribió Hegel en su Lógica- debe atender y entrar en la fuerza del contrincante y situarse en el ámbito de su fortaleza. Atacarlo fuera de él y mantener razón donde él no está, no fomenta el asunto.” En Colombia, la polémica se entiende como un ataque con las únicas reglas de la envidia. No se atiende al contrincante ni se lo sabe o quiere comprender. Es el cadáver indócil del que se cortan retazos para demostrar su incompetencia. Incapaces, por deformación escolar, de comprender contextos, su historia de la literatura se compone de ídolos intocables. Es un museo, no una voz y testimonio del pasado, que, al desmitologizarlo, nos permite descifrar los vacíos y simulaciones que se han continuado. Es comprensible que para esa concepción pétrea de la vida intelectual, la desmitologización de quienes la nutren y fomentan es una blasfemia imperdonable. Poner en tela de juicio a Estanislao Zuleta, quien pontificó sobre Nietzsche, Marx y Freud, sin saber alemán, es un acto que despierta indignación. La interpretación de la tragedia griega de Octavio Paz, mal copiada de Alfonso Reyes y de Werner Jaeger, la interpretación del romanticismo alemán, del mismo Paz, fundada en un texto francés para el estudio de bachillerato, la de “la época de la imagen del mundo” de Heidegger, copiada de su traducción española sin indicación del autor, por el mismo Paz; la permanente anunciación de un próximo libro definitivo sobre diversos temas que nunca apareció, la exposición de un pensamiento de Aristóteles, robada de una obra clásica sobre el Estagirita, pero desconocida en España, que Ortega cita de manera tácticamente imprecisa. Todo esto produce indignación porque por su prestigio consagran la carencia de honradez intelectual como medio de figuración, y transmiten este engaño como la norma del trabajo intelectual. A quienes se enfurecen y enfurecieron por los cuestionamientos críticos a estos ídolos, cabe preguntar ¿si obedecen a una tendencia de la política cultural y universitaria de Colombia, que consiste en mantener el status quo mediocre, gracias al que reinan y por tanto condenar todo lo que pueda suscitar una transformación necesaria, para dar a la juventud los medios de su progreso personal y de Colombia, es decir, de lograr que el país desarrolle todas sus inmensas riquezas humanas y se ponga en capacidad de dialogar de tú a tú con el complejo mundo contemporáneo?
Jaime Jaramillo-Uribe aseguró que la nota característica de Colombia es la “aurea mediocritas”. Con mayor acierto es “mediocritas” solamente. Eso fue, sin duda, el país gobernado por simuladores. No tiene por qué seguir siéndolo. El mundo se ha introducido en Colombia. El extranjero y sus ventajas universitarias son accesibles a estudiantes, el conocimiento de idiomas se normaliza, y es de esperar que cuando regresen a nuestro país no les cierren las puertas y los obliguen a engrosar la vergonzosa huida de cerebros que los pertinaces mantenedores del status quo mediocre, y ya delincuente, hacen pagar con millones de dólares (eso cuesta la huida) al sangrante país, al campamento de la cizaña, de las envidias, de la consecuente mala fe que esos mediocres guardan con fanático celo.
 Bonn, mayo del 2005