Nota:
A propósito de los abusos sexuales en los entramados religiosos, los invito a leer ese cuento incluido en mi libro "Sueño imperfecto", publicado por la Editorial Universidad del Tolima en el año 2009.
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El fondo siempre es gris, pensó
mientras hojeaba el libro escueto de verdades escogidas al azar. La tos no
cesaba de incomodarlo, y sobre aquella almohada de algodón viejo su cabeza
parecía un molino rústico. Un olor a ungüento se esparcía por cada esquina de
aquel cuarto efímero. Nada comparado con el lujo de la mansión donde
acostumbraba a vacacionar sus engaños. Llevaba aquí más de tres semanas,
contadas largamente, desde la aparición de ciertas úlceras en sus brazos. Al
principio, cuando invadieron sus testículos, las logró disimular bajo su manta
apostólica, pero luego se encaminaron norte arriba. Aunque constantemente
padecía de vértigos, no cesaba de predicar el santo oficio. El último sábado se
incorporó a las cinco de la mañana, como de costumbre, y al revisar su barba se
encontró asediado por cientos de granos rojo-amarillos que desfilaban por sus
pómulos. El espejo no mentía.
Entonces escribió una nota a
Jhon Eskiner dándole las respectivas instrucciones: “Encárgate del oficio. Di
que partí a una misión a la Sierra Nevada de Santa Marta. Después te explico”.
La brevedad pausada de su enmienda mostraba su poca preocupación por el asunto.
Con algunos baños de ajenjo expirarán estas granujas, se prometió a sí mismo,
como para reforzar su tesis. Pero las llagas continuaron anidando en su cara y
en pocas horas eran las dueñas de su cuero cabelludo. Para no provocar rumores,
pues los sacramentos así lo exigen, contactó a un cómplice amigo dedicado a la
medicina; se dedicó a leer los diarios y a planear su próxima incursión
nacional para expandir el evangelio. El dictamen fue severo. Reposo total y
ciento de exámenes metódicos. “El virus es extraño. Cuídese mucho, reverendo”.
Fue así como apareció a mi
puerta, vestido como cualquier mortal que busca desahogo. Su cara surcada por
arrugas concéntricas, su cabello ajedrezado y un tufo de santo inconfundible.
Llevaba más de dos años sin verlo en persona, puesto que sus milagros eran
noticia obligada en los telenoticieros. Recuerdo que la última vez que se
atrevió a llegar hasta mi casa fue para indagar sobre el comportamiento de las
prostitutas. Según él, yo debía conocer a cabalidad el quehacer. Su inquietud
se debía a cierto plan macro religioso para expandir el evangelio en las calles
olvidadas por su dios. Accedí sin muchos misterios, como siempre suele suceder
ante alguna de sus patrañas.
Ahora era distinto; un dejo de
pesar cosquilleó en mi mente al observar aquella silueta desproporcionada. Sus
brazos rozando el suelo y sus pies semejantes a dos árboles gemelos en edad.
Sus ojos, entre negros y azules, ya no poseían el brillo místico que me desnudó
aquella tarde frente al púlpito, en donde avasallaba con palabras retumbantes.
De eso hace más de veinte años, y mi inocencia en grado subcero; hoy es una
sombra. Aquel día tuve el presentimiento de estar frente a un dios
personificado, porque de su lengua brotaban versos melodiosos, sustantivos
mágicos y látigos verbales. “¡Hermanos!, la carne es la perdición del hombre.
En el reino de los cielos el pecado no tiene lugar; por eso la lascivia debe
ser combatida con ayunos…”. Los rumores de admiración se esparcían entre las
grandes sillas de madera que se organizaban en filas mudas y sombrías. El
centro, justo donde se ubicaba el púlpito, estaba iluminado por una extraña luz
de colores combinados, y la figura esbelta del predicador daba al recinto un
aire de total reverencia. Era como si Dios mismo estuviera allí postrado,
increpando y tratando de salvar a los pobres feligreses. Se quedó mirándome con
tanta frialdad que me hizo sudar bajo los senos.
Sus ojos penetraron en mis
entrañas y llegué a pensar en estar poseída por un espíritu maligno. Su
juzgadora voz ahora se escuchaba como un trueno: “Hermanos míos, den la
bienvenida a una nueva alma. El reino de los cielos se regocija. Siempre hay un
lugar en nuestra casa para las ovejas descarriadas”. Sus grandes ojos azules
seguían devorando mi debilidad; aquel sudor de mil poros parecía mojarme. Sola
como una autómata, a merced de aquel semidiós del mundo moderno, lo vi
acercarse y descargar su gran mano derecha sobre mi frente durante treinta
largos segundos, y sin que pudiera hacer nada, su metacarpo izquierdo sujetó mi
pecho a la altura de mis senos erectos que no parecían disgustados ante tal
provocación. “Hermanos, oremos por el alma de esta joven, y que Dios la reciba
en sus omnipotentes brazos”.
Creo que perdí el conocimiento
durante siglos, pues al recobrar la realidad estaba siendo atendida por una
anciana de mirada diminuta que escondía sus cabellos tras una pañoleta negra.
El salón estaba desierto y una música de piano agonizaba en mis oídos. No
terminaba de huir mi perplejidad cuando apareció el reverendo Mesarín con un
atuendo normal. Le hizo una señal a la anciana, que abandonó el recinto. Se
acercó y sujetó levemente mi brazo derecho. Me enseñó algunos cuartos donde se
hacía penitencia, un enorme piano Yamaha en donde sus manos parecían aladas al
ir de Do a Do; me leyó un salmo de David del cual nada entendí, pues estaba
estupefacta ante aquella aparición divina. Después de media hora gastada en
discursos, me recostó en un gran sofá rojo, como la sangre del salvador que
proclamaba. Con sus dedos lisos y yertos rozó mis labios y, cuando pensé
reaccionar, su voz imperativa rompió mis tímpanos: “Hija, mi reino no es de
este mundo; a donde yo voy tú puedes ir y encontrarás sosiego para tu abatida
alma. No desperdicies tu oportunidad, no todos los días el reino de Dios llama
a tu puerta...”. Una pausa recóndita y luego me atrajo bruscamente contra su
pecho: “Hija, yo sé que tú sufres por tus pecados, que la lujuria ha socavado
tu cuerpo inocente y de noche despiertas con pensamientos abominables. Es tu
carne, hija, pero la redención es oportuna”.
Al concluir el sermón, sus manos
se abrieron paso entre mis piernas y, con gran velocidad, mis senos quedaron
flotando en el aire con olor a incienso. Sus dedos penetraron como agujas en
mis calzoncitos de franela y mi sexo parecía una laguna de encantos musicales.
Me desvistió con un ritual sagrado, inundando mi cuerpo con una saliva
vivificante y erótica. Su boca se amoldó a mis senos en los que la pulcritud
asemejaba un nevado en llamas. Me poseyó con una magia tal, que no sentí el
momento en que el cántaro estallaba contra su sexo de piedra antigua.
Se levantó como si acabara de
ganar un alma para su inventario celestial, acomodó su ropa que nunca terminó
de quitarse y me brindó una sonrisa complaciente. Luego se alejó. Mientras me
vestía, pensé en las consecuencias religiosas de aquel acto carnal, pero me
reconfortaba la idea de haber sido desflorada por un hombre que quizás sería el
mismo Dios en persona. Calcé mis sandalias y, al incorporarme del sofá, vi un
hilillo de sangre que buscaba la curvatura de la caída. Sangre roja escarlata,
como la sangre del salvador que proclamaba.