julio 03, 2014

SOBRE LA CRÍTICA EN LA EDUCACIÓN











Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Hace algunos años en una reunión institucional en la cual se trabajaba sobre el tema de la cultura organizacional, quien lideraba el ejercicio  preguntó sobre los fines y principios de la educación. La mayoría de los asistentes expresamos nuestras ideas las cuales fueron listadas de manera tal que al final teníamos un tablero lleno de adjetivos. Luego fueron agrupadas por categorías, puesto que muchas eran sinónimas entre sí. La palabra que más apareció fue: «crítica». Dicha palabra fue incluida posteriormente en un ejemplo de misión que esbozamos entre los asistentes. En medio de la discusión de cierre realicé una observación sobre cómo los discursos educativos se llenan de conceptos que a veces no comprendemos del todo. La mayoría de los asistentes me miraron desconcertados, estaban felices con el ejercicio, pero nadie me contradijo. Más adelante levanté de nuevo la mano, noté que esta vez los asistentes, incluyendo a quien lideraban el supuesto “debate”, expresaban en sus rostros una amarga inconformidad: “Tranquilos, le dije, si quieren no pregunto, pero entonces sugiero saquemos la palabra “crítica” del texto de la misión”.

La anécdota aún me sigue rondando y cuando veo mis estudiantes sumisos ante las supuestas verdades que emitimos los docentes, me atormenta más y se vuelve pregunta: ¿por qué somos incapaces de cuestionar o aceptar que cuestionen las figuras paternas del conocimiento? No creo que exista una ciencia, disciplina o saber que no haya develado un error sobre el cual se sostenían ciertos aspectos de su formulación, dicho en otras palabras, no se puede avanzar en un conocimiento si no se cuestionan los existentes. En las denominadas ciencias exactas esto puede ser fácil de entender, pero no ocurre lo mismo cuando cuestionamos enunciados del mundo de la vida, de las ciencias humanas y sociales, o simplemente cuando refutamos nuestra cotidianidad.

La educación actual casi se trata solamente de trasmitir supuestas verdades que aceptan quienes las trasmiten, aún sin haberlas cuestionado; y de esa manera se hace cada vez más enorme la bola de nieve de nuestra conformidad a priori del mundo, sus fenómenos y las perspectivas del mismo. Conozco autores que construyen discursos “críticos” sobre la educación pero sus prácticas son de total sumisión, lo que en términos reales no vendría siendo una postura crítica, puesto que el enunciado requiere reafirmación en la acción.

La figura paterna del conocimiento es nociva para la construcción de un nuevo conocimiento. No contradecir al maestro, por el simple hecho de creer que porque ostenta un mayor grado académico tiene la verdad, es comparable a aceptar que la tierra es plana para no ser tildado de hereje. Las sumisiones del siglo XXI se premian con diplomas, las herejías se castigan con expulsiones de las cofradías del conocimiento. Lejos estamos de la construcción colectiva de una sociedad predispuesta al uso del pensamiento crítico, por eso aun miramos con recelo a quien levanta la mano para interrogar al poder, sea este simbolizado en el docente, en el dirigente político, en el científico, en el padre o en el jefe que dormita en la oficina al lado de sus verdades. En algún lado Piaget escribió que uno de los objetivos de la educación era “formar mentes capaces de ejercer la crítica, que puedan comprobar por sí mismas lo que se les presentan y no aceptarlo simplemente sin más”, estoy de acuerdo en ello, aunque muchas de sus otras posturas sean criticables y sus seguidores se incomoden.

Que buen ejercicio sería para la educación recuperar la conjetura, la pregunta, el acertijo, la inconformidad, para que cuando le diga a mis estudiantes:  «saquen una hojita y formulen cinco preguntas», no me miren como si estuviese loco. Debemos ejercer la crítica, sobre todo en educación, si queremos ayudar a reconstruir el pensamiento social, insumo básico para el cambio real.