junio 01, 2021

La meta de la movilización es la transformación social y la transformación es lenta

 


Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima

 

Cuando se opta por la movilización social, como ejercicio político, se plantean dos objetivos esenciales: 1. Sumar cada vez más sujetos al movimiento. 2. Usar la fuerza de la movilización para transformar la realidad que indigna y agobia.

Ambas acciones quedan sujetas a la capacidad del movimiento para saber tensar la cuerda y lograrlas. Si el movimiento pierde la empatía de las masas, entra en desgaste, y si no se logran ganancias en las tempranas negociaciones, se pierde el empuje social. ¿Cómo leemos estos fenómenos en el momento histórico que vive Colombia en este turbulento 2021?

Hay que empezar por recordar que el gran movimiento de indignación nacional que se ha gestado hoy, es el acumulado de muchas décadas de desidia institucional y de malas prácticas de los estamentos gubernamentales. Sumado, por supuesto, a la falta de conciencia política de las mayorías que han terminado entregándole el poder, mediante el sufragio o la ausencia en las urnas, a las élites de siempre.

No todos los males de un país se pueden solucionar mediante una movilización, aunque con el entusiasmo de las masas en movimiento terminemos por creer que sí. Los problemas estructurales de Colombia son tan grandes que necesitaremos un buen tiempo para darle un giro hacia el bienestar de sus habitantes. Para ello debemos cambiar las prácticas políticas que han sumido el país en manos de las mafias (corrupción, narcotráfico, negociantes de la guerra, depredación del ambiente, concentración de la tierra, entrega de lo público a la banca, desconocimiento del diferente, entre otros males más).

Al tener una movilización que se prolonga en el tiempo, se corre el riesgo de caer en la ausencia de una organización efectiva. Aunque los males no aquejan a todos los excluidos por igual, las soluciones se deben plantear en consenso, algo que es muy difícil de construir, sobre todo en una sociedad con una escasa tradición democrática y con baja participación real en las decisiones estructurales del país.

En ese escenario, aparecen las “vanguardias” que ven el momento propicio para imponer su agenda o aquellos que buscan “cambiar el sistema global” con un movimiento local. En ese sentido, consolidar una agenda común es clave para “mantener viva la movilización” e impedir que caiga en el caos de múltiples agendas, (incluso algunas contradictorias entre sí).

Igual se puede generar un efecto sociológico contrario a los intereses que gestaron la movilización, esto puede suceder al destruir la empatía con la ciudadanía mediante acciones lesivas como saqueos a los pobladores, agresiones a la gente del común, inmovilización social y agresión ideológica del otro. Contar con los otros es fundamental, ya que ese sujeto es necesario para activar una transformación real.

Lamentablemente este gran movimiento, que va más allá del paro nacional y que se caracteriza por un despertar de conciencia social sumando una variedad de sujetos en las calles, ha ido cayendo en estas sin salidas. Jóvenes, taxistas, indígenas, camioneros, estudiantes, profesores, trabajadores de lo público y gente del común, los de a pie, han generado una acción propicia para el cambio ¿cómo lograr el cambio? Tener una agenda que dé respuesta a esa es la pregunta garantiza la vida del movimiento.

El Estado, conocedor de estas formas y acciones de la movilización, ha retardado la consolidación de la mesa de negociación, ha dilatado la agenda y, por otro lado, ha contribuido a aceitar la agresión estatal a los actores. Ese actuar ha impregnado y activado la cultura paramilitar, la cual esta vez ha actuado sin máscaras en las ciudades, respaldada por las fuerzas oficiales del gobierno, algo que viene haciendo hace décadas en lo rural.  Incluso, ha logrado mover un sentir en sujetos que, preocupados en esencia por “la propiedad privada”, se convierte en motor de contra-movimiento, generando enfrentamientos ciudadanos y pérdida de respaldo en algunos sectores. Todo ese panorama favorece al Estado e impide avances contundentes en la construcción de una agenda de transformación.

Así, la movilización se debate entre la radicalización, con las futuras consecuencias de incumplir sus objetivos debido a la pérdida de respaldo de las mayorías y a la imposibilidad de mostrar logros concretos que animen el mismo movimiento. Igual le pasa a la otra opción, la de la negociación, sujeta a la dilación del gobierno y la dificultad para construir un derrotero que unifique el movimiento e impida que se fragmente y diluya. Por eso el tiempo de las decisiones apremia.

Para el momento que vivimos, creo que lo mejor sería concretar una agenda nacional incluyente, que dé cuenta de los temas esenciales que gestaron la indignación colectiva. Esa agenda debe estar pactada y firmada por el presidente y debe contar con un cronograma de trabajo acompañado de la movilización periódica, con la veeduría masiva del pueblo. En términos concretos se negocia en la mesa, se pacta con la movilización y se hace seguimiento y veeduría en las calles.

Mientras tanto, hay que darle aire a la masa que se moviliza, propiciar formas organizativas y generar la consolidación de nuevos liderazgos individuales y colectivos que constituyan un grupo cualificado que se apreste a ganar espacio en las formas democráticas de gobernanza. Creo que el movimiento más reciente de Chile nos da un buen ejemplo en esa dirección.

Esperemos que la efervescencia del momento no se constituya en la trampa que nos devora a nosotros mismos e impida avanzar en la transformación de un presente social que agobia cualquier idea de futuro. Ese panorama ya lo hemos vivido antes y no sólo en Colombia.