abril 03, 2022

EL DERECHO A DECIR Y DISENTIR

 


Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Docente Universidad del Tolima.

 

Resulta extraño, anómalo, incoherente y casi fuera de lugar tener que escribir sobre la necesidad e importancia de decir y disentir en el mundo universitario. Nada que se considere riguroso, científico o académico se construyó desde una sola mirada, al contrario, la pluridiversidad de voces son las que generan la posibilidad de trasformación, creación y cambio. Los relatos únicos de la realidad, los fenómenos o las cosas siempre terminan en totalitarismos discursivos, que impiden el diálogo con los demás, con el Otro.

No hay mayor riqueza en la interacción que cuando esta se hace con el distinto, porque el diálogo con uno mismo, en el espejo de nuestra propiedad, sólo genera un reflejo y este esconde lo que no queremos ver. Lanzarse al otro, como lo propone Mélich[1], implica tener la capacidad/posibilidad de desnudar la cara oculta de lo que pretendemos auscultar. Por eso, resulta casi antinómico tener que reclamar el derecho a disentir en la universidad.

En la acción cotidiana del mundo universitario, se han instalado unas formas de decir que construyen sus autónomas maneras de tramitar los conflictos, ya sean estos académicos, científicos o políticos. Figuras como las asambleas de los actores (estudiantes, profesores, trabajadores), organizaciones informales, colectivos, grupos de interés más allá de lo institucional, comunicaciones no-oficiales y otras formas de expresión, son válidas en la construcción de un proyecto público.

No obstante, estas “otras formas” son desconocidas en la mayoría de las veces por los entramados oficiales, quienes consideran que, si una comunicación, propuesta o proyecto no está en los “formatos” discursivos institucionales, no tienen validez. Por ello desautorizan y anulan constantemente esas otras formas de decir y, sobre todo, de disentir.

Un matemático que resuelva un teorema no se considerará enemigo de la junta de científicos, al contrario, se admirará como un aportante al desarrollo y consolidación de ese campo de la ciencia. Entonces ¿por qué un sujeto universitario que asume una posición distinta dentro de un debate político en la vida universitaria es, casi siempre, considerado un enemigo? Debería ser escuchado, contra-argumentado o derrotado en el campo de la discusión. Pero no es así, constantemente nos “volvemos enemigos” por decir y disentir.

Hay que tener la valentía, sobre todo desde las estructuras de poder y gobierno, de respetar y dialogar con esas otras formas válidas de hacer universidad. Por ejemplo, reconocer los espacios asamblearios como legítimas maneras de tramitar las diferencias, reconstruir los derroteros y poner en tensión el estado de las cosas. ¿Cómo pedirle, por ejemplo, a una asamblea profesoral que reconozca un “acto institucional”, si la institución ignora el trascurrir de la asamblea? En la diversidad está la ganancia, la posibilidad de consensos y la reafirmación de los disensos. El mundo no es sólo de una tonalidad, mucho menos de la tonalidad que quiere imponer el grupo de poder de turno.

Para que la Universidad conserve su esencia de centro de construcción del saber, la ciencia, la cultura y la formación de lo humano, debe prevenir el silenciamiento como estrategia y, en consecuencia, promover el decir, respetar el disentir. Hoy, en nuestra Alma mater, debemos reclamar ese derecho, para mí, para el otro, para el distinto e incluso para el oponente, de lo contrario estaremos asistiendo a la consolidación de la anti-universidad.

La historia cíclica y reciente de la Universidad del Tolima escenifica cuáles son los caminos que deparan la soberbia y el autismo. No más en los años 2014-2015 asistimos, muchos de quienes construimos universidad desde distintas miradas, a una crisis que no queremos repetir. Negar los avances y/o ocultar las enormes necesidades que aún tenemos por resolver, es abrir el camino que de nuevo nos conduzca al abismo. Salir de ahí es lo más difícil, evitar la caída es una propuesta.

Pero para que el diálogo fluya se deben aprestar los oídos. La sordera institucional impide que el otro pueda decir, y, sobre todo, disentir.



[1] Mélich, Joan-Carles. Del extraño al cómplice. La educación en la vida cotidiana.