Por: Carlos Arturo
Gamboa B.
Docente Universidad
del Tolima
Los llamados poetas malditos
franceses (siglo XIX) se dieron a la tarea de la destrucción de todos los
sentidos y con el zumo de sus escombros hicieron poesía. Rimbaud, quizás el
mayor de sus exponentes, fue el más eficiente en ese oficio. Su legado quedó en
la historia de las letras y su método se propagó por el mundo, generando
imitadores a diestra y siniestra. En Colombia, esta semilla encontró buena
tierra para su lamentable y pintoresco desarrollo. A la par de los poetas
malditos nacionales, se malformaron sujetos poéticos bastante sui géneris:
los poetas malitos.
Ellos, ebrios en todos los
sentidos, nocturnales hasta la médula, tocados por una extraña musa de la
autodestrucción en busca de la metáfora perfecta, hacen parte de un enorme
inventario de vidas arruinadas, y más bien pocos poemas destacados. Los nadaístas
fueron parte de esa cosecha, quizás los más notorios. En mi opinión, el mejor y
más coherente de ellos fue Darío Lemos, porque el bardo antioqueño fue capaz de
llegar al límite del arrojo para terminar solicitando, al final de su trágica
vida, que alguien le cambiara su obra por una silla de ruedas. Su autodestrucción
estaba por encima de su producción poética: “Mi vida es mi obra, lo demás son
papelitos”, dijo orgulloso mientras su pierna gangrenosa se amputaba.
Aún en este siglo pervive ese
malditismo, no solo entre poetas, también entre pintores, escritores de todos
los géneros y los desgéneros, artistas del trampolín de la vida y de
las artes. Parece que el malditismo es una agria etapa de quienes aspiran a
hacer sangrar las musas del arte. Algunos se quedan toda su existencia
habitando aquella oscura noche, otros huyen a los brazos de la religión -porque
el camino a las iglesias está empedrado de vicios-; pocos, muy pocos alcanzan
el fulgor de la palabra.
Esta reflexión la escribo como
emoción posterior a mi encuentro con la película "Un poeta" (2025),
la cual se erige como artefacto estético que encumbra ese personaje
estereotipado. Este es un filme hecho con fragmentos de mil vidas que se le asemejan
y, como un espejo, refleja la angustia, la desolación y la agonía de sentirse
poeta en un mundo sin poesía, pero con enormes toneladas de material para
hacerla brotar si los poros dejaran de supurar tristeza.
El director, Simón Mesa, logra
construir una ópera que nos conduce a los senderos de la lástima, la
desesperación, la risa y la solidaridad con el personaje central Óscar
Restrepo, quien se erige como la reencarnación de todos los poetas malditos y
malitos de estas latitudes. Como espectadores sabemos de su tragedia, pero nos
declaramos impedidos para extender una mano solidaria que lo ayude a brotar de
su mísera cotidianidad. Eso sí, guardamos la esperanza de que la poesía lo
asista en cualquier momento, porque la película también funciona como metáfora
de la creación, del trance del artista entre la realidad y la obra. Para
encontrar las palabras adecuadas se debe bucear en lo profundo y no siempre las
aguas son claras; por lo general permanecen putrefactas.
De "Un poeta" se han
escrito ya una buena cantidad de reseñas, análisis, elogios, todos ellos
merecidos; ahondar más en esas visiones es redundar. Va a convertirse en una
producción de esas que cada tiempo surgen en Colombia para recordarnos que la
mejor materia prima para el arte es la introspección de la mirada para recrear
la realidad. Por ello, esta película será premiada y recordada, porque es un
homenaje transparente a quienes siguen buscando las palabras para hacer un
poema, en medio de las urbes atestadas de dramas humanos que cada vez repelen
más la poesía y naufragan en la triste prosa de los días.