agosto 26, 2016

LA GUERRA DE LAS PALABRAS

Por: Carlos Arturo Gamboa B.

Toda guerra es un síntoma del fracaso
del hombre  como animal pensante.

John Steinbeck.

En memoria de los caídos, para los escépticos

Las palabras también estuvieron en guerra. Batallaron. Se hirieron entre sí. Se desangraron en las largas noches de invierno mientras paseaban las montañas en busca de refugio.
Las palabras se juntaron y conformaron largas oraciones de odio. Enunciados sobre la desolación. Frases hirientes y maltrechas seducidas por la sensualidad de la guerra.
Un día se reunieron las oraciones y conformaron ejércitos de insultos. Enormes párrafos enceguecidos por extrañas formas de pensar de donde fueron excluidas algunas palabras: otro, diferencia, pensar distinto, libertad de ser, vida, justicia, equidad; todas ellas fueron expulsadas del paraíso letal de las confrontaciones. ¡Muere o vive como en este párrafo se enuncia!, decían entonces los evangelios de la sangre.
Y cada día eran más.
De las ciudades llegaron las palabras urbanas, traían en sus bolsillos dagas nocturnas, rifles de pesadumbre, metrallas de venganza, puños de ira y desolación. Se juntaron con los afluentes que bajaban de las montañas buscando en los parajes el sonido del desamparo. Al encontrarse formaron grandes páginas de guerra para escribir una historia milenaria de atrocidades.
Entonces vivimos la profunda noche del libro de la guerra.
El cementerio de las palabras creció en tal magnitud que se hizo necesario derribar las casas del pueblo para tener en donde enterrarlas. Algunas fueron arrojadas a los ríos, otras decapitadas con fraudulentos diccionarios ensangrentados. Los señores de las sombras se hicieron expertos en entrenar cocodrilos para que sus fauces dieran cuenta de los fonemas de la libertad. Algunas palabras fueron arrojadas a los fosos de las serpientes para que el veneno matara sus significados. De noche se escuchaba, en la lejanía, el ronronear de las motosierras despedazando palabras. Todos enloquecieron y los campos quedaron baldíos.
Parecíamos estar condenados a la historia eterna de la sangre.
Pero un día una palabra bajó de la montaña.
Dijo estar cansada de cosechar odios. Descargó sus manoplas sobre el césped y se declaró palabra desarmada. Buscó las otras palabras en conflicto. Temió su muerte. Fue puesta en el anaquel de los juicios y durante días explicó su huida a los campos, acosada por la miseria y las angustias. Relató su largo periplo bajo las bombas de los amaneceres. Narró sus errancias por las lomas de un país en donde los sueños se canjearon por reliquias. Habló del hambre.
Las demás palabras escucharon su relato y tuvieron que hacer gestos para no llorar.
Todas habían sido laceradas por la historia del odio. Todas recordaban una palabra pariente enterrada en un lugar lejano. Todas habían perdido algo.
Entonces desataron la palabra desarmada.
Antes de partir les dio las gracias y se marchó por el asfalto tarareando tonadas extrañas en aquella cartografía del odio.

No la hemos vuelto a ver, lo único que se sabe es que desde aquel día en que fue puesta en libertad la palabra desarmada, nuevos vientos soplan sobre la llanura y las flores han vuelto a crecer en los cementerios.