Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Docente Universidad del Tolima
Hay
libros que hablan de libros, y por lo tanto son metalibros, como este que les voy a reseñar. Se trata de El
infinito en un junco, de la escritora española Irene Vallejo.
Aunque Irene no solo nos pasea por los recovecos atemporales por donde ha
circulado el libro desde su invención, sino que también usa ese hilo de Ariadna
para recrearnos bellos y trágicos episodios de la invención de la escritura,
del nacimiento de la lectura y de la evolución de eso que hoy conocemos como
cultura letrada.
Usando
un acervo de información muy completa sobre las culturas griegas y romanas, la
autora nos va paseando por los caminos que tejió la leyenda de Alejandro el
Grande como excusa para depositarnos en el epicentro de la metáfora más propicia
para el hábitat de los libros: la biblioteca de Alejandría. Y desde allí, y con
sobresaliente destreza narrativa, dosificación de datos y habilidad poética,
nos ofrece una extensa panorámica de esa fascinante historia.
Hablar
de los libros es hablar de la humanidad, sus sueños, derrotas y utopías; de eso
da fe cada página de este libro, por eso a través de cada subcapítulo vamos
obteniendo una herramienta más para guardar en la alforja de la expedición a la
que la autora nos invita. Mesopotamia, Roma, África, Europa, Asía, cada lugar
palpita en los relatos de la transformación de esos rústicos trazos de las
cuevas en tablillas, en pergaminos, en rollos, en papiros, en bibliotecas, en
guerras, en nombres de emperadores letrados y gobernantes ignorantes. En navíos
que llevan por el mundo el naciente invento que se encargará de guardar la
memoria de los pueblos, sin que los emisarios sepan lo vital de aquella empresa
para el futuro de la humanidad.
Anécdotas
y ficciones, datos y testimonios extraídos de los libros son las herramientas
predilectas de la autora para engancharnos a su apuesta, para llevarnos
plácidamente por esta extensa, pero entretenida ruta. El saber enciclopédico de
Irene Vallejo, así como sus pesquisas investigativas, hacen que El
infinito en un junco sea un compendio elaborado de relatos que
no se queda en un discurso, sino que se abre a la imagen poética, a la
argumentación histórica, al relato académico y, por supuesto, a la forma
ensayística, como bastión de su engranaje.
Este
es un libro de esos que te exige un ritmo sosegado; la idea no es llegar rápido
al final, más bien se trata de degustar en cada recodo del camino las mieles
que ofrece. Un libro que hace amar los libros, y a quienes ya los amamos, nos
reafirma en ese propósito. Un libro que nos recuerda que los libros no dejarán
de existir porque es uno de los mejores inventos del ser humano, porque
garantizan la memoria de la misma humanidad. Como la autora lo afirma varias
veces, también es un homenaje a los miles y miles de hombres y mujeres que
durante siglos de oscuridad protegieron el saber de los libros, aun a costa de
su propia vida.
Hoy,
cuando escuchamos que otro imperio en decadencia vuelve al constante delirio
dictatorial de satanizar los libros (me refiero a la noticia de Trump en EE.
UU., prohibiendo la obra de Gabriel García Márquez en las escuelas, junto a
cerca de 4500 títulos más), El infinito en un junco nos recuerda que
muchas ruinas de imperios han resguardado los textos de la humanidad. De eso
son testigo los libros que perduraron bajo los escombros de Pompeya y Herculano,
quienes con el paso de los siglos se erigen como vestigio de aquella catástrofe.
Los seres de esos tiempos ya no están, pero el recuerdo de ellos vive en los
papiros, porque, como concluye la autora: “La invención de los libros ha sido
tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción”.

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