mayo 11, 2025

SANGRE ROJA ESCARLATA

 

Nota:

A propósito de los abusos sexuales en los entramados religiosos, los invito a leer ese cuento incluido en mi libro "Sueño imperfecto", publicado por la Editorial Universidad del Tolima en el año 2009.

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El fondo siempre es gris, pensó mientras hojeaba el libro escueto de verdades escogidas al azar. La tos no cesaba de incomodarlo, y sobre aquella almohada de algodón viejo su cabeza parecía un molino rústico. Un olor a ungüento se esparcía por cada esquina de aquel cuarto efímero. Nada comparado con el lujo de la mansión donde acostumbraba a vacacionar sus engaños. Llevaba aquí más de tres semanas, contadas largamente, desde la aparición de ciertas úlceras en sus brazos. Al principio, cuando invadieron sus testículos, las logró disimular bajo su manta apostólica, pero luego se encaminaron norte arriba. Aunque constantemente padecía de vértigos, no cesaba de predicar el santo oficio. El último sábado se incorporó a las cinco de la mañana, como de costumbre, y al revisar su barba se encontró asediado por cientos de granos rojo-amarillos que desfilaban por sus pómulos. El espejo no mentía.

Entonces escribió una nota a Jhon Eskiner dándole las respectivas instrucciones: “Encárgate del oficio. Di que partí a una misión a la Sierra Nevada de Santa Marta. Después te explico”. La brevedad pausada de su enmienda mostraba su poca preocupación por el asunto. Con algunos baños de ajenjo expirarán estas granujas, se prometió a sí mismo, como para reforzar su tesis. Pero las llagas continuaron anidando en su cara y en pocas horas eran las dueñas de su cuero cabelludo. Para no provocar rumores, pues los sacramentos así lo exigen, contactó a un cómplice amigo dedicado a la medicina; se dedicó a leer los diarios y a planear su próxima incursión nacional para expandir el evangelio. El dictamen fue severo. Reposo total y ciento de exámenes metódicos. “El virus es extraño. Cuídese mucho, reverendo”.

Fue así como apareció a mi puerta, vestido como cualquier mortal que busca desahogo. Su cara surcada por arrugas concéntricas, su cabello ajedrezado y un tufo de santo inconfundible. Llevaba más de dos años sin verlo en persona, puesto que sus milagros eran noticia obligada en los telenoticieros. Recuerdo que la última vez que se atrevió a llegar hasta mi casa fue para indagar sobre el comportamiento de las prostitutas. Según él, yo debía conocer a cabalidad el quehacer. Su inquietud se debía a cierto plan macro religioso para expandir el evangelio en las calles olvidadas por su dios. Accedí sin muchos misterios, como siempre suele suceder ante alguna de sus patrañas.

Ahora era distinto; un dejo de pesar cosquilleó en mi mente al observar aquella silueta desproporcionada. Sus brazos rozando el suelo y sus pies semejantes a dos árboles gemelos en edad. Sus ojos, entre negros y azules, ya no poseían el brillo místico que me desnudó aquella tarde frente al púlpito, en donde avasallaba con palabras retumbantes. De eso hace más de veinte años, y mi inocencia en grado subcero; hoy es una sombra. Aquel día tuve el presentimiento de estar frente a un dios personificado, porque de su lengua brotaban versos melodiosos, sustantivos mágicos y látigos verbales. “¡Hermanos!, la carne es la perdición del hombre. En el reino de los cielos el pecado no tiene lugar; por eso la lascivia debe ser combatida con ayunos…”. Los rumores de admiración se esparcían entre las grandes sillas de madera que se organizaban en filas mudas y sombrías. El centro, justo donde se ubicaba el púlpito, estaba iluminado por una extraña luz de colores combinados, y la figura esbelta del predicador daba al recinto un aire de total reverencia. Era como si Dios mismo estuviera allí postrado, increpando y tratando de salvar a los pobres feligreses. Se quedó mirándome con tanta frialdad que me hizo sudar bajo los senos.

Sus ojos penetraron en mis entrañas y llegué a pensar en estar poseída por un espíritu maligno. Su juzgadora voz ahora se escuchaba como un trueno: “Hermanos míos, den la bienvenida a una nueva alma. El reino de los cielos se regocija. Siempre hay un lugar en nuestra casa para las ovejas descarriadas”. Sus grandes ojos azules seguían devorando mi debilidad; aquel sudor de mil poros parecía mojarme. Sola como una autómata, a merced de aquel semidiós del mundo moderno, lo vi acercarse y descargar su gran mano derecha sobre mi frente durante treinta largos segundos, y sin que pudiera hacer nada, su metacarpo izquierdo sujetó mi pecho a la altura de mis senos erectos que no parecían disgustados ante tal provocación. “Hermanos, oremos por el alma de esta joven, y que Dios la reciba en sus omnipotentes brazos”.

Creo que perdí el conocimiento durante siglos, pues al recobrar la realidad estaba siendo atendida por una anciana de mirada diminuta que escondía sus cabellos tras una pañoleta negra. El salón estaba desierto y una música de piano agonizaba en mis oídos. No terminaba de huir mi perplejidad cuando apareció el reverendo Mesarín con un atuendo normal. Le hizo una señal a la anciana, que abandonó el recinto. Se acercó y sujetó levemente mi brazo derecho. Me enseñó algunos cuartos donde se hacía penitencia, un enorme piano Yamaha en donde sus manos parecían aladas al ir de Do a Do; me leyó un salmo de David del cual nada entendí, pues estaba estupefacta ante aquella aparición divina. Después de media hora gastada en discursos, me recostó en un gran sofá rojo, como la sangre del salvador que proclamaba. Con sus dedos lisos y yertos rozó mis labios y, cuando pensé reaccionar, su voz imperativa rompió mis tímpanos: “Hija, mi reino no es de este mundo; a donde yo voy tú puedes ir y encontrarás sosiego para tu abatida alma. No desperdicies tu oportunidad, no todos los días el reino de Dios llama a tu puerta...”. Una pausa recóndita y luego me atrajo bruscamente contra su pecho: “Hija, yo sé que tú sufres por tus pecados, que la lujuria ha socavado tu cuerpo inocente y de noche despiertas con pensamientos abominables. Es tu carne, hija, pero la redención es oportuna”.

Al concluir el sermón, sus manos se abrieron paso entre mis piernas y, con gran velocidad, mis senos quedaron flotando en el aire con olor a incienso. Sus dedos penetraron como agujas en mis calzoncitos de franela y mi sexo parecía una laguna de encantos musicales. Me desvistió con un ritual sagrado, inundando mi cuerpo con una saliva vivificante y erótica. Su boca se amoldó a mis senos en los que la pulcritud asemejaba un nevado en llamas. Me poseyó con una magia tal, que no sentí el momento en que el cántaro estallaba contra su sexo de piedra antigua.

Se levantó como si acabara de ganar un alma para su inventario celestial, acomodó su ropa que nunca terminó de quitarse y me brindó una sonrisa complaciente. Luego se alejó. Mientras me vestía, pensé en las consecuencias religiosas de aquel acto carnal, pero me reconfortaba la idea de haber sido desflorada por un hombre que quizás sería el mismo Dios en persona. Calcé mis sandalias y, al incorporarme del sofá, vi un hilillo de sangre que buscaba la curvatura de la caída. Sangre roja escarlata, como la sangre del salvador que proclamaba.

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