julio 07, 2016

LA PUERTA

Por:  Carlos Arturo Gamboa B.

Cuento publicado en la desfinanciada y virtual revista El Salmón No 26

Nadie sabe a ciencia cierta quién propuso construir la puerta, lo único certero en esta historia es que hubo tiempo en que la entrada estuvo libre de ese obstáculo para los transeúntes.  Como suele suceder con las cosas o fenómenos que trastocan nuestra existencia, una mañana la puerta estaba ahí. Los primeros en advertirlo fueron los vigilantes, quienes se vieron supeditados a cuidar un lugar que ninguno reverenciaba. Si a nadie le preguntan sobre la conveniencia de una puerta, nadie la respetará, aunque todos sabemos que desde niños el sistema nos enseña a obedecer a todo, menos a las puertas. Las puertas sirven para entrar, pero también para huir, en ambos casos deben estar abiertas.
La primera puerta era de metalistería rudimentaria. Salió de algún taller sin haber sido favorecida por la pintura, aunque pasaba inadvertida para la mayoría. Fue un lunes lluvioso cuando tomamos conciencia de la puerta como un lugar de referencia. Tres muchachos con cara desleída y cabellos largos la habían bloqueado con cadenas y candados, a cambio de abrirla pedían tres balones de voleibol y una malla. La puerta duró bloqueada medio día.
Mucho tiempo después la puerta empezó a usarse como medio de comunicación. Sobre sus columnas oxidadas se pegaban carteles invitando a una fiesta, a un evento o a cualquier tipo de acto que estuviese destinado a hacerse de puertas adentro. Después supimos de la puerta porque una noche un anarco-funcionario borracho la franqueó ante la negativa de los vigilantes, entonces comprendimos que las puertas no solo se abren y se cierran, sino que también se saltan.
Para un 8 de junio la vieja puerta llegó a su fin. Una tanqueta de la policía la hirió de muerte, mientras por sus fisuras corrían despavoridos muchachos en busca de refugio. Sus escombros quedaron a la deriva de las miradas durante días. Con nostalgia recordamos que parados en esa puerta algunos muchachos consiguieron recursos para ir a conocer el mar, otros lograron tapar las goteras de sus dormitorios, las damas ganaron una falsa promesa de futuro y muchos otros elaboraron sus listas y peticiones, mientras extendían cadenas y candados en su estructura.
Un mes después la nueva puerta dominaba el paisaje. Esta vez el forjador de hierros había invertido mayor esfuerzo en su tallaje. La pintura que cubría su resplandor era de un negro sólido, como las columnas que sostenían los anclajes. Pero el negro fue reemplazado por el color de los hombres de verde que la asaltaron el lunes siguiente. A los quinces días fue pintada de rojo por los hombres del mismo tono. Un mes después se tornó amarilla y al mes siguiente fue pintada de blanco por un grupo de mujeres que exigían apoyo para un proceso de paz; y así, de mes en mes, de quincena en quincena, la puerta se fue pintando de mil colores, hasta que ya no le importaba a nadie. Los transeúntes solo se limitaban a mirar de lejos el color de la semana, suspiraban profundo y luego se devolvían, sabían con certeza que esa puerta garantizaba siempre un ilusorio triunfo para sus ocupantes.
Hace un par de meses la cálida mañana nos sorprendió con la noticia: la puerta no estaba. Nadie supo qué pasó. Nadie sabe de su paradero. Lo cierto es que desde entonces ninguno volvió a protestar. No hay lugar para la disidencia y los transeúntes habituales ya no distinguen si están entrando o están saliendo. La mayoría parece feliz en medio de un paraje sin colores. Anoche, el anarco-funcionario borracho llegó con el ánimo de franquearla, al no encontrar obstáculo alguno se devolvió. En su cara se dibujaba una tristeza.
Mirando la puerta de la Universidad del Tolima
Ibagué, Febrero 18 de 2016.


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