enero 27, 2011

ALGUNAS CONSIDERACIONES NECESARIAS PARA DESPRIVATIZAR LA UNIVERSIDAD PÚBLICA

Por:  Carlos Arturo Gamboa Bobadilla


Ensayo publicado en la Revista Universitaria Aquelarre No. 19. UT. 2010.
                                                                                                 
Desde que recuerdo las luchas por la reivindicación de las universidades públicas han estado tamizadas por un lugar común, que como todos ellos, a fuerza de tanto ser discursados terminan por no significar nada para quienes lo usan como plataforma ideológica y menos para los antagonistas. El desuso de las palabras es lo más finito en las causas ideológicas, y eso tal vez ha ocurrido con la tan nombrada y esperada «privatización de la universidad pública» La presente reflexión pretende demostrar por medio de varios aparatados que la universidad pública no debe preocuparse por su privatización sino por su desprivatización, condición en la cual está enmarcada desde hace lustros.
Consideraciones iniciales
El concepto de universidad es tan amplio y disímil como los son aquellos que complejizan el tema de la educación. Sin embargo se pueden realizar algunas aproximaciones que contienen los siguientes elementos en común: la universidad es productora de saber, pero no sólo de saber científico como algunos proponen, sino de todo tipo de saber; de igual manera la universidad se puede erigir como la principal institución cultural del entramado social, pues se supone allí confluyen las diferentes corrientes del pensamiento en cada momento histórico y por lo tanto es el lugar de las argumentaciones. Desde una concepción sistémica, se puede decir que la universidad se comporta como un continum del pensamiento que permite retroalimentar las estructuras sociales y por lo tanto es el epicentro de un debate científico, cultural, político, estético, etc. Como se puede observar la institución universitaria, al menos desde el punto de vista teórico, se comporta como una organización antropo-cultural[1] que se entrelaza a los sucesos de una comunidad, región, país o universo.
Ahora bien, estas características no son condito sine quanon para que algunas organizaciones sean llamadas universidades, es más, se puede decir que son escasas las universidades públicas (por supuesto que también privadas pero no me ocuparé de ellas), que llegan a tener una proximidad real con estos preceptos. El saber que se produce o reproduce en la universidad es parcializado, es una pequeña dosis del mundo del conocimiento, es decir, la verdad del momento que debe ser retransmitida según las consideraciones de los diseñadores del currículo. Esos contenidos no son ajenos al mundo dinámico del conocimiento, por el contrario, responden a unas condiciones externas del universo que manipula la universidad, ese es el problema. La universidad ha vivido y subsistido a una serie de oleadas de necesidades externas que modifican su pensamiento independiente, si es que alguna vez lo tuvo; y esa falta de identificación como proyecto único pero sistémico, le ha impedido poseer un rostro frente a las demás instituciones públicas por ejemplo, y ni qué decir de los condicionamientos privados que son los que en verdad subviven en la universidad.
En general, se puede advertir sin mucho margen de error, que durante décadas la universidad ha logrado mantenerse en el mundo institucional vigente, gracias a una labor ajena a sus principios: la trasmisión plana del conocimiento, pero aludiendo en sus discursos a que también realiza construcción de conocimientos por medio de la investigación y además coadyuva a transformar la sociedad en un proyecto de intervención. Y si esa es la realidad entonces ¿A qué se ha dedicado la universidad pública?
El síndrome nunca superado
La universidad pública siempre ha sido un proyecto político, no hay que ser ingenuo en ello, y como tal ha sufrido la degradación de la política. Después de las luchas utópicas de las décadas posteriores a los años sesenta, el mundo entró en la dinámica de permitir la participación como fundamento esencial de la democracia. Los seres nunca más podrán decir que la democracia los excluyó,  pareciera el objetivo de las instituciones durante estos años, sólo que no fue incluyéndolos como lo alcanzó, sino haciéndoles creer que estaban incluidos. Para lograr eso se basó en un concepto empresarial de participación, como la siguiente: “Participar es dar y recibir, es formar parte de una causa, es compartir una visión, es intervenir para que ésta se cumpla, es asociarse para obtener objetivos comunes”[2] Este concepto de participación lleva implícita la idea de homogenización, no hay espacio para la diferencia porque se deben tener “objetivos comunes”, pero lo más peligroso de este concepto es concebir la participación como un proceso de “dar y recibir”. Ese fue el concepto que se arraigó en la nueva democracia y que rápidamente hizo carrera en las instituciones educativas, en especial en la universidad. El dar y recibir dio el advenimiento a la politiquería como ejercicio plenipotencial de la entidad pública y abrió las puertas de par en par para la señora corrupción. Uno observa la estructura de poder en las universidades públicas actuales en donde los participantes de los Consejos Superiores tienen toda una incidencia politiquera del contexto y se pregunta ¿Qué transparencia institucional puede tener cabida en un organismo permeado por las costumbres octogenarias de la repartición del poder? ¿Para qué se hace uso de la participación dentro de las estructuras democráticas? ¿Será para obtener un lugar en el escenario del “dar y recibir”?
Por mucho que se hable de transparencia y de mecanismos de control que regulan los procesos administrativos y académicos de la universidad pública, la verdad es que la politiquería es la forma predilecta de su funcionamiento organizacional. Sólo basta observar las artimañas de todos los niveles jerárquicos en los momentos cruciales de repartición de poder, para hacerse a una idea de las raíces culturales, sociales y políticas que estas prácticas han logrado profundizar en el mundo de la universidad. Y es que cuando se habla de politiquería no sólo se debe dirigir la mirada hacia los dirigentes de altos rangos, es a todo los niveles, hasta tal absurdidad ha llegado este mecanismo que un puesto de aseador o vigilante puede estar supeditado a las transacciones del poder entre el mismo gremio. Siempre hay inconformidades esporádicas frente a estas transacciones pero el juego sigue y quien pierde hoy tiene buenas posibilidades de ganar mañana si se mantiene en el circuito de “dar y recibir”, hay que tener paciencia, somos muchos y todos queremos una parte del ponqué. Los esquemas politiqueros de la institución pública parecen estar guiados por aquella sentencia del poeta: “Tazando el bien y el mal”. Los mecanismos de supervivencia de este pulpo antropo-social parecen no tener obstáculos. Ante una nueva intención de erradicarlos ellos se camuflan y toman formas diferentes, además existe una complicidad muda ante su accionar porque quienes pueden denunciar están en la lista de espera o simplemente se conforman con vivir cómodos, esperando las migajas del festín del rey o atados a la cheque-dependencia moderna. Hay cientos de formas de evadir conceptos como igualdad, equidad, estímulos, asensos, meritocracia, etc. Es más, unos pueden ser usados en contra de otros, por ejemplo si alguien es ingenuo y reclama por un asenso, obviamente si no está en la lista de espera o es alguien ajeno a los mecanismos de poder, tendrá como respuesta que el puesto se le otorgó a otro por cuestiones de meritocracia, o por estímulos, etc, las normas están dadas para eso, o si no se crea una y punto.
Frente a ese síndrome de la politiquería, el cual no ha podido ser superado por la universidad pública ni por ninguna de las instituciones ídem, uno se pregunta si la democracia no es un mal. El concepto de política es apenas una luz resplandeciente en el horizonte de las mentes honestas cada vez más escasas, y por eso las transacciones, las reparticiones y la depredación de los valores públicos los solemos disfrazar con discursos de alabanza hacia los actores, los cuales catalogamos como: estrategas políticos.
Entre clanes, brujos y amiguismo
La concepción Weberiana de burocracia ha adquirido nuevas dimensiones en las universidades públicas. Ese organigrama extenso el cual es difícil de recorrer hacia arriba, se ve ahora animado por una serie de personajes que han creado nuevas formas de relación con el poder. Herederos de los «estrategas políticos», estos seres han conformado clanes de resistencia laboral, académica, social, política, cultural y de toda índole que provengan de otros clanes que igual hacen resistencia a otros y así sucesivamente hasta encontrarnos en el ambiente marino de las islas en donde cada una de ellas pertenece a un clan. Si la universidad no ha podido configurar un proyecto en común no es por las múltiples discusiones y debates sobre su razón de ser, sino porque cada clan la quiere para una función especifica y el poder no se negocia en lo vital sino en lo superficial. A ninguno de esos clanes les conviene que la universidad se dedique a su razón de ser, ese es el cordón umbilical que los une y les permite convivir sin destrozarse.
Además de los clanes existe una forma de subsistir en los entramados del mundo público universitario haciendo uso del llamado amiguismo. Hay personas que no poseen las cualidades para sobrevivir entre las artimañas de los clanes y deciden ser buenos con los que tienen el poder y perversos con los perdedores de turno. Los simpáticos de la organización están dispuestos ha dar la pelea por sus amigotes siempre y cuando sus amigotes hagan lo mismo por ellos. Estos personajes sí que saben desentrañar el sentido de “dar y recibir”. Las contrataciones públicas suelen estar rodeadas por estos protagonistas, dadivosos con los mandos medios y cautelosos con los mandos altos. Ellos saben en qué lugar se puede vulnerar la normatividad  y saben quiénes son los expertos en ella y recurren sin ambages. El amiguismo traiciona los principios de equidad, porque prevalece la dádiva material sobre la virtud humana, se pierde la dimensión de respeto por el otro, como cuando alguien llega al banco y pasa directamente a la ventanilla en donde su amigo socarronamente lo atiende mientras guarda la botella de whisky sin considerar que ejerce un atropello contra esas treinta personas que llevan dos horas esperando turno. El amiguismo malsano en las instituciones públicas tiene un único momento de grandeza, cuando se disuelve y casi siempre se convierte en antagonismo fatal, porque entonces salen a relucir las más fétidas formas de la hipocresía.
A la par de estos personajes se erigen los brujos, esos seres metafísicos que son capaces de cambiar de apariencia en cuestión de minutos. Radicales de izquierda que terminan erigiéndose como los más fordistas del lugar, líderes sindicales que de la noche a la mañana termina apoyando una acción lesiva para el conjunto, señores de traje y corbata que un día salen airosos a pregonar la igualdad y miles de mixturas más que dan lugar al collage de lo publico. Los brujos tienen la habilidad de estar presente en las acciones de poder o tienen una conexión directa con quienes toman decisiones. Ese don de ubicuidad les permite adelantarse a las «estrategias políticas» y desechar jugadas, acomodar intereses y buscar el árbol que más sombra dé. Casi siempre sobreviven durante mucho tiempo en los entramados del poder porque saben vender sus principios, nunca los venden todos en una sola subasta, lo hacen a cuenta gotas y así logran permanecer en el carrusel de las ignominias humanas. Los brujos también pueden ser llamados cazadores de causas, porque se alistan en las que más se adecuen a su talante mediocre, porque casi nunca tienen un poder real, sólo poseen una manipulación imaginaria pero el conjunto de personas de la organización les creen y además son utilizados con frialdad por los altos estamentos, porque se convierten en mediadores o mejor decirlo, idiotas útiles.
El imperio de la información restringida
La información pública debiera ser un bien público, no una mercancía privada.  Cada suceso público que acontece en la universidad tiene que ser expuesto a la comunidad en general, pero de manera oficial, no por medio de susurros des-informantes. Pero lo anterior no ocurre por una razón contundente, las instituciones públicas todavía creen que quien tiene la información tiene el poder, lo cual fue válido hasta hace unas dos décadas, porque ahora la información está en todas partes y lo vital es la decodificación, interpretación y uso de la misma. En ese sentido, la universidad es lenta en proceder, porque la artimaña de esconder la información conlleva a una parsimoniosa actividad, claro está que mucha de esa información se esconde porque permite la manipulación del otro, y esa es la verdadera causa de su ocultamiento. Se podría aceptar, desde sus referentes conceptuales y principios, que una empresa privada oculte información a sus miembros porque puede considerar que arriesga cierto capital privado en ello, pero ¿Por qué prescindir de mostrar lo público cuando su esencia es esa, hacerse público? El consenso de las actuaciones públicas debe ser trasparente y si así ocurriera las acciones fuesen reveladas sin tapujo, pero todo ocurre a la inversa. Cuando hay ocultación, en lo público, se genera una sospecha y las acciones emprendidas pierden legitimidad. Es preferible el debate público frente a una acción válida, que el ocultamiento de la misma. Pero todo ocurre porque no hay un lugar para la argumentación.
Existe un mundo totalitario que habita en el corazón de la democracia, porque la igualdad es un ideal no un mecanismo de gobierno. Cuando se combinan  dos estructuras poderosas como conocimiento y poder, surge una dictadura atractiva. Maquievelo está vigente, y con la información adecuada y la comodidad que proporciona una institución pensada por otros y no por sí misma, la universidad se torna muy maleable. La universidad debería ser el lugar ideal para el debate y la argumentación. ¿No es acaso allí en donde se construye el saber? Y para hacerlo ¿No hay que poner en jaque los dogmas y paradigmas históricos? Sin embargo, la voz diferente en el contexto universitario es extraña porque sólo se reconocen unas líneas bien marcadas de pensamiento, quien no comulgue en alguna de estas dos orillas parece estar condenado a la indeferencia. Definitivamente el mundo universitario, aquel que sugiere la totalidad, el universo, lo complejo, terminó siendo reducido a pequeñas parcelas que manipulan el conocimiento y hacen de la información una plataforma amorfa que termina nublando todo, es decir que la información sale de lo público a manera de antitesis, convertida en desinformación.
Cada cual en su baldosa
¿Cómo luchar contra la privatización de un lugar que ya fue repartido? Uno podría realizar un juego cantinflesco con el organigrama de una universidad pública, tomarlo en las manos y empezar a decir de quién es cada escalón o quiénes son los dueños de las dependencias, a quién pertenecen tales y tales decanaturas, etc. Al final el mapa de propiedad estaría tan bien delimitado que se podría manejar como una inmobiliaria. Hasta aquí no hay problema para los actores, la cuestión complicada surge a través de la avaricia, esa carga elemental de la naturaleza humana. Nadie, bueno casi nadie, quiere quedarse a morir en su baldosa, queremos la del otro y entonces surge el conflicto de propiedades. Como los bienes públicos no se pueden adquirir con dinero en transacciones bursátiles, surgen las nuevas formas de negociación engendradas por la politiquería y el seudo poder. La miseria de la subasta de lo público ha empobrecido los países latinoamericanos, han enriquecido la supuesta clase dirigente y ha logrado que muchos ineptos y mediocres alcancen un nivel de vida cómoda y sin sacrificios. El desangre se hace al unísono por parte de la mayoría de los actores de lo público, no nos llamemos a engaño diciendo que sólo los poderosos han comido de lo público, muchos han actuado como depredadores ante lo público, porque no tienen conciencia del bienestar de todos, sino del beneficio individual.
Las universidades, como casi todo lo público, están muy bien parcelizadas, ese campo fragmentado además está a la venta y se puede negociar. El latifundio público nos remota al más hogareño espacio socio cultural, a la época del trueque. ¿Qué se puede ofrecer por una pequeña parcela, con aspiraciones de convertirla mañana en latifundio? Pues dadivas actuales o futuras, recompensa directa como puestos burocráticos, contratos, malversación de fondos, predilección en gastos, sexo, lo que quiera, el mundo de lo privado se transplantó con lo peor de su cosecha a los plantíos de lo público. La nueva posesión debe ser defendida contra los posibles invasores, entonces hay que crear los castillos para defenderla, ¿cómo? Trámites, nuevas normas, desinformación, manipulación, lentitud en los procesos, no importa cuáles sean los mecanismos, lo importante es que a toda costa, se quiere seguir siendo el amo del latifundio. ¿Y en dónde queda la función de la universidad, la de formar mejores seres para una mejor sociedad?  La verdad sería muy extraño encontrar en este maremagno a alguien pensando en la universidad.
Guerreros de pasillo
Como no hay organización perfecta, la universidad pública con el esquema aquí denunciado tiene contradictores, y, alármese, son casi todos sus miembros. La verdad es que son escasos los profesores, administrativos o los estudiantes que expresan satisfacción parcial frente a la forma como opera la universidad pública, pero la contradicción surge porque son ellos los actores activos de la misma. Por deducción simple se puede expresar que los actores universitarios al no estar de acuerdo con el rol de la universidad, están poniendo en evidencia que se sienten insatisfechos con su accionar en la misma. Pero, ¿por qué aceptan  la contradicción fundamental de la academia? La pregunta parece conducirnos a las mismas instancias antes comentadas, sin embargo hay que entrar a poner en evidencia un fenómeno singular, el ejercicio de la crítica.
La concepción de crítica está ligada a la potestad que se obtiene cuando se es autoridad sobre algo específico. La diferencia entre poder y autoridad radica en la legitimidad de cada concepto, el ideal sería que quien ostentara la autoridad, detentara el poder; pero la mayoría de los casos, sino es siempre, el poder se muestra como una categoría desarticulada de las potestas. El poder, demarcado en estas condiciones, se convierte en un problema para la población sujeta a las normas que crea él mismo para protegerse o unificar reglas sociales de adaptabilidad. Pero, igual, esa insatisfacción frente al poder y sus reglas no se hace evidente mediante ningún tipo de estructura de participación dada, si acaso surgen diferencias materiales (no conceptuales) estas se dan en torno al manejo de los recursos económicos, aspecto casi siempre oculto en discursos seudo-académicos.
Al no existir un espacio de debate, un lugar para la argumentación, la opinión personal y colectiva que socialmente debe aparecer, y que es imposible de evadir, se manifiesta como rumor, como chisme, como opinión sin rostro que surge en los lugares más informales: cafeterías, parques, tertuliaderos y bares aledaños. Los lugares en donde más se habla de la universidad son aquellos espacios casi no universitarios. Hay quienes contradecirán este argumento apelando a la enumeración de grupos organizados que hacen oposición o resistencia cultural, como grupos de teatro, periódicos, pasquines, folletos, comunicados, etc, mecanismos que se usan normalmente en el contexto universitario y que son sinónimos de discrepancia, sin embargo éstos responden a unos intereses particulares cuando no individuales, y muchos de los voceros de los mismos ya están inscritos en la lista de espera burocrática. ¿No han visto ustedes los fogosos líderes estudiantiles de hace años vestidos de paños en los cócteles de los administradores de las ganancias?
En ese panorama de ausencia total de verdadera critica, la especie dominante son «los guerreros de pasillo» personajes híbridos, mutantes intelectuales que devoran tinto y carátulas de textos, aprendices de todo que igual citan a Cioran o a Revel sin encontrar diferencias, que creen en un proyecto humanista para la universidad pero reclaman ganancia económica y se alarman cuando sus cheques no tienen los dígitos deseados. Ellos viven al reflujo de los pocos proyectos que la universidad emprende, primero están al acecho, luego son los primeros criticones (no críticos) y buscan protagonismo en sus intervenciones, aman la improvisación y están prestos a cambiar de opinión, siempre y cuando se reciba algún beneficio intelectual o económico de su adhesión. Acomodan y desacomodan fichas en el tablero de las posibilidades y parecen ser los iniciados en el arte de gobernar, pues según ellos nadie sirve para nada. «Los guerreros de pasillo» se alimentan con la desesperanza y tienen muchas reservas a su disposición.
Las secuelas del poder
¿En qué otra instancia institucional se refleja más el despotismo que engendra el poder, que en los llamados mandos medios? La fluctuación malsana del poder se refleja allí, puesto que no encarnan, ante el gran público, los sustratos del poder, por lo tanto no son tan visibles ante la mayoría. Los ojos están puestos sobre el líder de la manada, así los más letales sean los segundos. Pero los que están debajo de ellos saben la cuantiosa prepotencia que les otorgó el poder, y saben también que ellos no medirían consecuencias para sostenerse en esa posición privilegiada, y muchos menos para ascender. Para los sustratos superiores, ellos son columnas centrales que sostienen el entramado burocrático, y como columnas, su permanencia es indispensable, además, muchos de ellos conocen los «pecaditos» de los superiores y se hacen cómplices que callan pero otorgan.
Para ellos existen múltiples denominaciones coloquiales, pero me gusta cuando los llaman «reyezuelos del poder» Están en transito hacia el poder, ya conocen muchos de los trucos que acercan al hombre corriente e inescrupuloso a su ostentación, pero igual, muchos saben que tendrán que estar despiertos puesto que la depredación a ese nivel es mortal. Igualmente, ellos entienden que sus aspiraciones son más grandes que su capacidad de liderazgo, de trabajo o de reflexión intelectual, por eso se escudan en el antiquísimo truco de tramitomanía. “Déjame estudiarlo detalladamente”, es la frase que más se acomoda a su personalidad, esa ambigüedad discursiva le permite ostentar un falso protagonismo institucional necesario para controlar la parodia del poder, le permite además jugar con las posibilidades de desespero del otro, con la urgencia y con las necesidades reales del mundo que él quiere gobernar. Siempre tienen a su merced un séquito de seres pisoteados por la mediocridad quienes no son más que sirvientes incondicionales, huérfanos de poder que reclaman migajas de protagonismo o simples personas que apenas están descubriendo los horrores que esconde el mundo pseudo-democrático de lo público, pero quienes hacen la verdadera labor que le permite al «reyezuelo» reinar en el mundo del oscurantismo.
La fabrica de normas
Si quiere realizar un oficio vano, vaya a una universidad pública y solicite la normatividad vigente para determinado proceso, y de seguro obtendrá múltiples versiones. Cada clan tiene una forma procedimental de enfrentar los sucesos cotidianos de la organización. Para unos es válido el sello, para otros eso está abolido, unos dicen saber con exactitud que un proceso requiere de ciertos trámites, pero otros no están de acuerdo. Es una mar de angustia en el que naufraga alguien externo que solicite un servicio en la universidad pública, y hasta cuando se es cliente interno ocurre lo mismo. Para lograr la benevolencia administrativa de una dependencia se debe ser brujo, pertenecer a un clan o estar inscrito en el amiguismo de turno, sino su trámite será mucho más demorado. Pero todo está normalizado, haciendo alusión al antiguo dogma cristiano: ni las hojas de los árboles se mueven, sino es por su poder.
En ese sentido, la universidad pública es una fábrica de normas con marquillas de moda como las siguientes: Resoluciones, Actas, Acuerdos, Estatutos, Elementos de regulación. Etc. Y entre más normas existen mayor confusión se genera para los procesos de contratación, de adjudicación de licencias, y esto favorece a la corrupción. Las normas son regulaciones propias de los seres razonados, regulaciones que se hacen en consenso y que ponen de manifiesto las necesidades de unos mínimos para la convivencia y el respecto por el otro. Dentro del mundo de lo público las normas deben existir para proteger a las personas y lo público, pero cuando la regulación se hace obtusa se degradan los mecanismos de regulación y cada cual toma la ley a la deriva. Si alguien desagradable llega a una oficina a realizar un trámite, la normatividad se convierte en un arma rígida, letal; pero si ese personaje pertenece al entrañable mundo del amiguismo, la norma se hace tan flexible que desaparece, se vulnera con tal facilidad que no debería existir.
Una estructura antropo- social sin reglas claras, tiende al caos, y la universidad pública naufraga en ello. Al final, son los usuarios de ese bien público quienes sufren las consecuencias de la inoperancia de la norma, porque hoy usted puede estar inscrito bajo unos estatutos, pero mañana, por obra y gracia de tres o cuatro representantes a un Comité, usted ya no cumple con las normas. Si redujéramos las reglas del accionar universitario a unas  pocas premisas, los parásitos del sistema empezarían a preocuparse porque su margen de maniobrabilidad se vería altamente restringido.
Consideraciones finales
Hasta ahora, en esta reflexión, ha estado ausente el verdadero sumun de la universidad, pero he hablado de la universidad que se vive. Nada de lo aquí descrito es mentira, pero sí bastante pesimista. El caos y la degeneración real de lo público han penetrado las entrañas de una de las instituciones más vitales para la raza humana. Claro que existen bondades muy loables dentro de ese mundo en descomposición, las cuales no se enumeran ni explican aquí, porque requieren una argumentación distinta, pero aún así el horizonte no se vislumbra como alentador, más aún cuando a la universidad pública le espera sus peores años, pues ahora no estará defendiendo su razón de ser, sino su viabilidad económica, política y social; bajo ese nuevo régimen universal al que somete el mercado global.
¿Y quiénes saldrán a defender el proyecto de universidad pública? Hay muchos interesados que este proyecto fracase y la universidad privada como empresa del conocimiento se posicione como líder, hay otros que no quieren acabar con la gallinita de los huevos de oro y por reducción al absurdo tendrán que entrar en su defensa, y un tercer grupo en disputa debe ser el de los intelectuales. Hasta ahora el panorama ha sido elaborado por los actores que se lucraron de la universidad, pero al dejar de ser un proyecto económicamente viable muchos huirán en estampida y es el momento en que aquellos que siempre dijeron que no participaban para no involucrarse, tomen las riendas de la universidad. No es el momento ni el lugar para recordar los desencantos marxistas de otrora, ni por abogar por la economía del mercado como la nueva diosa mundial, ni mucho menos para huir bajo el letargo de la indiferencia. Es el momento para que la generación de los jóvenes desencantados se deje encantar por algo, y la universidad pública sí que es un proyecto encantador.
Recuperar el Alma Mater como protagonista del devenir social es restituir una de las más gratificantes instituciones que ha podido engendrar el tejido social humano, pero la tarea no es fácil y hay que empezar por hacer una lectura real de nuestra universidad, alejándonos de las recetas de moda, de los modelos extranjeros descontextualizados, de los males aquí denunciados. El primero de todos los esfuerzos que se pueden emprender frente a la universidad pública, es hacer entender a los estudiantes, a los administrativos y a los profesores, que la universidad no es lo que ellos piensan, ni lo que ellos hacen, que universidad es una categoría que lleva implícita las mejores dimensiones humanas, solamente que nunca lo supimos o lo hemos olvidado, porque sin querer aun vivimos vociferando que no queremos que el Estado privatice la universidad y hace años que con nuestras actuaciones la tenemos privatizada.


[1] Esta concepción se puede ampliar retomando a: OROZCO SILVA, Luis Enrique. “Universidad y proceso cultural”. Ensayo compilado en: ¿La Universidad a la deriva? Uniandes. Tercer Mundo Editores. Bogotá. 1988.
[2] TAMAYO LOPERA, Ovidio y Otros. El poder de la participación. Fundación universitaria CEIPA. Medellín. 1999.

2 comentarios:

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