Carlos Arturo
Gamboa B.
Docente
Universidad del Tolima
Hace un buen tiempo he venido
reflexionando sobre la calidad de vida emocional de quienes hacemos parte de la
Universidad del Tolima, esto debido a varias situaciones que, a mi parecer, han
convertido los espacios universitarios en un escenario tóxico para la
estabilidad emocional. Es cierto que no es un fenómeno nuevo, pues las
universidades públicas siempre han sido territorios de disputas que, más allá
de ser meramente académicas o políticas, se tornan personales y, por lo tanto,
mediadas por las emociones.
No obstante, después del periodo
de hacinamiento debido a la pandemia, la salud mental ha venido en picada,
causando silenciosos pero agudos problemas entre los actores de la vida
universitaria. Casos de estrés agudo, ansiedad, depresión y hasta suicidios
hacen parte de este lamentable inventario. ¿Las causas? Muchas, y corresponde a
los expertos darnos luces sobre el tema, pero se hace necesario dejar en
evidencia algunas ideas en torno a este fenómeno, que de alguna manera hemos
normalizado y, por lo tanto, se torna más peligroso.
La noticia más reciente al
respecto sobre este tema llegó a mi correo, cuyo remitente es el profesor
Robinson Ruiz Lozano, quien en una sentida carta de renuncia a la
representación profesoral ante el Consejo Superior nos informa que:
(…) he
decidido dar por terminada mi representación profesoral. Esta decisión responde
a una necesidad personal: priorizar mi estabilidad emocional y procurar una
vida tranquila, alejada de ambientes marcados por el conflicto, el odio y el
rencor que, lamentablemente, se han hecho presentes en algunos espacios
académicos.
Si bien en la vida
universitaria, y en un país tan polarizado como el nuestro, es muy difícil
conseguir una vida tranquila, es cierto que el entorno afectivo y académico en
la Universidad del Tolima parece más un escenario de riesgo constante que un ethos.
Y comparto con el profesor Robinson que, más allá de tramitar los problemas por
la vía del diálogo, el argumento y el consenso, los actores universitarios
hemos privilegiado la agresión, el grito y el irrespeto del Otro, devastando
los principios de una comunidad cuya razón de ser está en la construcción del
conocimiento, la solución de problemas y la apuesta por la transformación
social.
Ante la incapacidad del
argumento, solo queda transitar el territorio de la destrucción del Otro y para
ello contamos con muchas herramientas: El viejo pasquín que atenta contra la
dignidad de los actores, panfleto sin rostro que abunda en la academia, ese
territorio que se jacta de construir pensamiento científico. El señalamiento
sin pruebas, otra de las formas predilectas de agresión, mediante el cual pongo
en duda los valores del Otro, solo basado en mi opinión sin fundamentos.
Ocultarse tras un membrete para despotricar de los demás es un ejercicio vano,
pero lamentablemente genera simpatías; es que el morbo vende. Las redes
sociales, territorio propicio para el anonimato y la opinión irresponsable. Y
últimamente los mismos medios de comunicación, que carentes de todo rigor
periodístico se convierten en altoparlantes de “denuncias anónimas” cuya
finalidad es la destrucción de alguien, no de informar o investigar un asunto.
Algo reciente al respecto se vio con cierta “noticia” divulgada en donde enlodaban
el nombre de una colega, la profesora Martha Núñez, sin aportar pruebas, solo
opiniones de un juez sin rostro que ya daba por culpable a la docente.
Estas formas mercenarias de
tramitar los conflictos solo generan silencio, ausencia de debate real y
encaminan la vida universitaria hacia la judicialización permanente, lo cual
amputa la argumentación como fuente de construcción del saber y la posibilidad
del consenso como ruta para el cumplimiento de la misión universitaria y de la
solución a los problemas que nos aquejan como comunidad. A este ritmo, para asistir
a una asamblea, un comité o un consejo, tocará llevar abogado.
De esa forma, la salud mental
también se va deteriorando, no solo la de los involucrados directos en estos
hechos, sino la de toda la comunidad que se pregunta en silencio (porque
expresarse sobre estos temas también se volvió un riesgo) si esta situación se
corresponde con el ambiente que debe cohabitar en una universidad. ¿Y de quién
es la culpa? Pues de algo estoy seguro: es que la salud mental es un bien
colectivo y nos corresponde a todos velar por ella.
Estudiantes, docentes,
funcionarios y, por supuesto, los directivos, todos debemos entender que la
mejor manera de cuidar mi salud mental es cuidar la del Otro, evitar hacerle al
Otro lo que no deseo que me hagan a mí, evitar el ambiente Twitter en donde el
respeto está en vía de extinción y el insulto es el rey de la pradera. No se
trata de evadir la discusión de los problemas propios de la vida universitaria
o de construir un documento más que dormite en los anaqueles. Se trata de
recuperar el espíritu universitario dándole cabida a la crítica con fundamento,
a la discusión con pruebas y a la argumentación con rostro, como elementos para
tramitar los conflictos y consensuar soluciones. No es fácil, pero debemos
luchar contra esa nueva imposición cultural; al fin y al cabo, somos una
universidad y de ella deben surgir propuestas transformadoras.
Postada: Al profesor Robinson
Ruiz, mi solidaridad en su decisión; la vida tranquila es un alto valor.
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