Por: Carlos Arturo Gamboa
Si aceptamos que filosofar implica «pensar», como estado esencial de la naturaleza humana, se puede plantear que somos un pueblo con una profunda tradición filosófica. La génesis del «pensar» en el origen de las cosas dio en la antigua Grecia el apogeo del mito, pero su gran valía fue que como cultura propendió por la pluri-diversidad de formas para explicar el mundo y sus fenómenos, cuestión diferente al modelo cristiano quien construyó su mito basado el unicidad: un solo dios, un solo credo, una sola fe, un solo destino. Nuestros pueblos originarios construyeron su cosmogonía dentro de la lógica universal, por eso en Latinoamérica la diversidad mitológica, basada en el respeto por la madre tierra, la naturaleza (flora y fauna) y el hombre como custodio de la misma, fueron las esencias de esas múltiples expresiones traducidas en mitos, leyendas y formas multi-teológicas, que alcanzaron niveles superiores de pensamiento.
En el intento de la mayor barbarie humana por arrasar una cultura, los europeos, en cabeza de España, ignoraron nuestra riqueza espiritual y se apropiaron de nuestra riqueza física, promoviendo una mixtura que fue desplazando nuestras maneras de «ser y estar» en el mundo. Esa misma lógica se impuso en occidente durante siglos, hasta que a través de reflexiones se fue desmontando el discurso, sin embargo, la lógica de la civilización siguió cabalgando sobre los principios cristianos; por lo tanto se trasladó el discurso de la unicidad en temas como desarrollo, ciencia, saber, conocimiento, democracia. Esta última categoría como forma de organizar los escenarios de la vida de las comunidades, terminó por erigirse como el nuevo dios, ahora no sólo de occidente, sino como metadiscurso, que igual que la religión de otrora es impuesta incluyendo mecanismos de barbarie.
La democracia, como unicidad es discurso y accionar hegemónicos, no permite la pluri-diversidad de nuestras formas de pensarnos y determinarnos como colectivos. Latinoamérica, de nuevo, queda atrapada entre los ciclos históricos de la imposición, ahora no son válidas nuestras formas de ubicarnos en relación con nuestras necesidades, sino que por el contrario, debemos asumirnos a la gran corriente global que determinó hace siglos que el modelo es democracia o muerte. Esa lógica fatal debe ser repensada, para proponer no una democracia, sino muchas, o quizás ninguna, tal vez otra forma pensada desde nuestra condición de hombres con profundas ansias de libertad.
Ahora bien, dentro de ese «pensar», esencia de la filosofía y por ende de la educación, es necesario replantear nuestras maneras (no modelos) de construir el saber, ya que la escuela responde al modelo de unicidad impuesto: un solo saber, un solo poseedor del conocimiento, una sola forma de administrar el saber, un solo sujeto atado y sin posibilidades de liberación. La escuela, y aquí tomamos este concepto como todo lugar en donde la unicidad impide la liberación, llámese colegio o universidad, no puede quedarse inerme frente a la lógica de unicidad. No podemos construir nuestros devenires educativos bajo las lógicas de la democracia económica, debemos construir nuestra democracia, y en ella deben estar presentes todas nuestras pulsiones que como seres multi-diversos nos son propias. En la educación, como rito que reactualiza el mito, se debe hacer presente el mundo antecesor de lo que somos, para poder reubicar nuestros discursos, evitando por lo tanto la imposición de esa unicidad que nos desconoce como seres humanos.
Por lo tanto, desde esta antropo-esencia latinoamericana, no es viable aceptar los modelos que bajo la dinámica de la democracia del mercado pretenden unificar los discursos educativos, juego de poder que protegidos por conceptos como desarrollo, competencias, civilización, estándares, se erigen como las nuevas verdades que ahora el norte dirige desde una concepción errónea del ser humano. No hay libertad sin pensamiento y esos modelos lo primero que erradican del contexto educativo es el «pensar», porque este se torna innecesario dentro de la lógica del hacer. Hacer como eje central del hombre competente, es la forma más elaborada de impedir ser libre.
La dificultad de construir un frente que le permita a Latinoamérica pensarse así misma, y a la escuela desarrollar una forma que propenda por la inclusión de lo que somos como praxis elemental de nuestra acción pedagógica, radica en que desde que los españoles arribaron con sus arcabuces, violaron nuestras indígenas, mataron y esclavizaron nuestros hombres y robaron nuestras riquezas, un profundo miedo quedó incrustado en nuestro ser. Somos producto del miedo, de la atrocidad y de los sueños de libertad. El miedo es la columna vertebral de las sociedades de consumo en donde la democracia como dios protege a sus feligreses de los nuevos terroristas, los hombres que añoran la libertad. Por tal razón, sólo nuestro deseo de libertad despertará el «pensar», y con ello podremos enfrentar esos demonios dormidos que han consumido nuestros sueños. La acción educativa es un camino para emprender los nuevos ritos del hombre latinoamericano, sólo de esa manera el mito inconcluso podrá sanar la honda herida que el miedo sigue perforando.
Si aceptamos que filosofar implica «pensar», como estado esencial de la naturaleza humana, se puede plantear que somos un pueblo con una profunda tradición filosófica. La génesis del «pensar» en el origen de las cosas dio en la antigua Grecia el apogeo del mito, pero su gran valía fue que como cultura propendió por la pluri-diversidad de formas para explicar el mundo y sus fenómenos, cuestión diferente al modelo cristiano quien construyó su mito basado el unicidad: un solo dios, un solo credo, una sola fe, un solo destino. Nuestros pueblos originarios construyeron su cosmogonía dentro de la lógica universal, por eso en Latinoamérica la diversidad mitológica, basada en el respeto por la madre tierra, la naturaleza (flora y fauna) y el hombre como custodio de la misma, fueron las esencias de esas múltiples expresiones traducidas en mitos, leyendas y formas multi-teológicas, que alcanzaron niveles superiores de pensamiento.
En el intento de la mayor barbarie humana por arrasar una cultura, los europeos, en cabeza de España, ignoraron nuestra riqueza espiritual y se apropiaron de nuestra riqueza física, promoviendo una mixtura que fue desplazando nuestras maneras de «ser y estar» en el mundo. Esa misma lógica se impuso en occidente durante siglos, hasta que a través de reflexiones se fue desmontando el discurso, sin embargo, la lógica de la civilización siguió cabalgando sobre los principios cristianos; por lo tanto se trasladó el discurso de la unicidad en temas como desarrollo, ciencia, saber, conocimiento, democracia. Esta última categoría como forma de organizar los escenarios de la vida de las comunidades, terminó por erigirse como el nuevo dios, ahora no sólo de occidente, sino como metadiscurso, que igual que la religión de otrora es impuesta incluyendo mecanismos de barbarie.
La democracia, como unicidad es discurso y accionar hegemónicos, no permite la pluri-diversidad de nuestras formas de pensarnos y determinarnos como colectivos. Latinoamérica, de nuevo, queda atrapada entre los ciclos históricos de la imposición, ahora no son válidas nuestras formas de ubicarnos en relación con nuestras necesidades, sino que por el contrario, debemos asumirnos a la gran corriente global que determinó hace siglos que el modelo es democracia o muerte. Esa lógica fatal debe ser repensada, para proponer no una democracia, sino muchas, o quizás ninguna, tal vez otra forma pensada desde nuestra condición de hombres con profundas ansias de libertad.
Ahora bien, dentro de ese «pensar», esencia de la filosofía y por ende de la educación, es necesario replantear nuestras maneras (no modelos) de construir el saber, ya que la escuela responde al modelo de unicidad impuesto: un solo saber, un solo poseedor del conocimiento, una sola forma de administrar el saber, un solo sujeto atado y sin posibilidades de liberación. La escuela, y aquí tomamos este concepto como todo lugar en donde la unicidad impide la liberación, llámese colegio o universidad, no puede quedarse inerme frente a la lógica de unicidad. No podemos construir nuestros devenires educativos bajo las lógicas de la democracia económica, debemos construir nuestra democracia, y en ella deben estar presentes todas nuestras pulsiones que como seres multi-diversos nos son propias. En la educación, como rito que reactualiza el mito, se debe hacer presente el mundo antecesor de lo que somos, para poder reubicar nuestros discursos, evitando por lo tanto la imposición de esa unicidad que nos desconoce como seres humanos.
Por lo tanto, desde esta antropo-esencia latinoamericana, no es viable aceptar los modelos que bajo la dinámica de la democracia del mercado pretenden unificar los discursos educativos, juego de poder que protegidos por conceptos como desarrollo, competencias, civilización, estándares, se erigen como las nuevas verdades que ahora el norte dirige desde una concepción errónea del ser humano. No hay libertad sin pensamiento y esos modelos lo primero que erradican del contexto educativo es el «pensar», porque este se torna innecesario dentro de la lógica del hacer. Hacer como eje central del hombre competente, es la forma más elaborada de impedir ser libre.
La dificultad de construir un frente que le permita a Latinoamérica pensarse así misma, y a la escuela desarrollar una forma que propenda por la inclusión de lo que somos como praxis elemental de nuestra acción pedagógica, radica en que desde que los españoles arribaron con sus arcabuces, violaron nuestras indígenas, mataron y esclavizaron nuestros hombres y robaron nuestras riquezas, un profundo miedo quedó incrustado en nuestro ser. Somos producto del miedo, de la atrocidad y de los sueños de libertad. El miedo es la columna vertebral de las sociedades de consumo en donde la democracia como dios protege a sus feligreses de los nuevos terroristas, los hombres que añoran la libertad. Por tal razón, sólo nuestro deseo de libertad despertará el «pensar», y con ello podremos enfrentar esos demonios dormidos que han consumido nuestros sueños. La acción educativa es un camino para emprender los nuevos ritos del hombre latinoamericano, sólo de esa manera el mito inconcluso podrá sanar la honda herida que el miedo sigue perforando.
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