Por: William Ospina
Cierto poeta norteamericano dijo con sabia
ironía que él defendía los valores más altos de la especie: los valores del
Paleolítico superior.
Tendemos a pensar que los grandes inventos de la
humanidad son los de nuestra época; por eso está bien que alguien nos recuerde
que las edades de los grandes inventos fueron aquellas en que inventamos el
lenguaje, domesticamos el fuego y las semillas, convertimos en compañeros de
aventura al caballo y al perro, la vaca y la oveja, inventamos el amor y la
amistad, el hogar y la cocción de los alimentos, en que adivinamos o
presentimos a los dioses y alzamos nuestros primeros templos, cuando
descubrimos el consuelo y la felicidad del arte tallando gruesas venus de
piedra, pintando bisontes y toros y nuestras propias manos en las entrañas de
las grutas.
Los grandes inventos no son los artefactos, ni las cosas que nos hacen
más eficaces, más veloces, más capaces de destrucción y de intimidación, de
acumulación y de egoísmo. Los grandes inventos son los que nos hicieron humanos
en el sentido más silvestre del término: el que utilizamos para decir que
alguien es generoso, compasivo, cordial, capaz de inteligencia serena y de
solidaridad. Todos advertimos que hay en el proceso de humanización, no como
una conquista plena sino como una tendencia, la búsqueda de la lucidez, de la
cordialidad, de la responsabilidad, de la gratitud, de la generosidad, de la
celebración de los dones del mundo.
¿En qué consiste hoy la crisis histórica si no en el colapso al que
parece llevarnos nuestra propia soberbia? Una doctrina del crecimiento
económico que encumbra a unos países en el derroche, el saqueo de recursos y la
producción de basuras, y abisma a los otros en la precariedad, mientras
precipita crisis cada vez más absurdas sobre las propias naciones opulentas. Un
modelo de producción y comercio que convierte el planeta en una vulgar bodega
de recursos para la irracionalidad de la industria; cuyo frenesí de velocidad y
de consumo altera los ciclos del clima, transforma el planeta en un organismo
impredecible, crea un desequilibrio creciente del acceso a los recursos y al
conocimiento, y convierte la sociedad en escenario del terror y la
arbitrariedad, del tráfico de todo lo prohibido y de corrupción de todo lo
permitido. Asistimos al fracaso de los valores históricos que fundamentaron
toda moral y toda ética; y vemos desplomarse todo lo que fue respetable y
sagrado.
Es inquietante saber que no es tanto la ignorancia sino el conocimiento
lo que nos va volviendo tan peligrosos. Los arsenales que fabricó nuestra
ciencia pueden hacer saltar este sueño en minutos. Nunca hubo tanto miedo como
ahora, cuando estamos en manos de la razón. Y sin embargo no podemos intentar
volver a la irracionalidad: una vez que encontramos la razón, encontramos un
camino del que difícilmente podemos apartarnos.
Pero si hoy la cultura diseña el colapso, traza indolentemente bocetos
de la aniquilación, la cultura tiene el deber de responder, desconfiar de la
velocidad y de la opulencia como modelo de existencia, del desperdicio y el
envilecimiento del entorno como manera de habitar en el mundo. Se diría que
sólo podemos aprobar las innovaciones, las fuerzas transformadoras con la única
condición de que no alteren lo que es esencial. Es preciso mantener inalterados
los fundamentos de la vida y del mundo, y todos sabemos cuáles son, porque para
eso nos han servido veinticinco siglos de conocimiento. El agua, el oxígeno, el
equilibrio del clima, la salud de las selvas y de los mares: lo que nosotros no
hicimos ni podemos hacer.
Entre el agua y la extracción codiciosa del oro de la tierra, yo
prefiero el agua. Entre el aire puro y el arrasamiento de la selva por la economía
del lucro, yo prefiero el aire. Entre el equilibrio del clima y el crecimiento
industrial yo prefiero el clima. Entre la antigua virtud de las semillas y su
modificación impredecible para la fabricación de organismos estériles
favoreciendo la codicia de los que privatizan todo lo sagrado, yo no sólo
prefiero las semillas, la prodigalidad de la naturaleza, sino que considero un
crimen la apropiación privada de los más antiguos bienes colectivos.
Toda transformación tiene que ser justificada. El universo es a la vez
tan prodigioso y tan frágil, que no tenemos el derecho de modificarlo
abusivamente, de alterar, por intereses privados, los bienes de todos. En lo
fundamental ya no pertenecemos a una tribu, a una raza, a una nación, a un
credo, pertenecemos a un planeta.
Para eso sirvió la edad de las transformaciones, para conocer los
límites de la transformación. Para eso sirvió la globalización: para que se
encontraran los intereses del todo con los intereses de cada parte, el sentido
del globo con el sentido profundo de cada lugar. Ya cada individuo tiene el
deber de ser la conciencia del planeta.
La batalla definitiva será por los glaciares y por los pelícanos, por
los helechos y por las medusas, por selvas y océanos, por las artes y por los
muchos sentidos de la belleza, por la razón y por el mito. La supervivencia del
mundo exige una urgente redefinición de los límites del hombre y de su
industria.
“Allí donde crece el peligro crece también la salvación”, dijo
Hölderlin. Entonces estos tiempos son los mejores: porque llaman a la
renovación de la historia. Y si es en la cultura donde surge el peligro, es
allí donde tenemos que buscar la salvación.
*(Leído en el aula máxima de la Universidad de Antioquia). En la columna opinión de El Espectador.
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