julio 15, 2012

EN TIEMPOS DE PELIGRO


Por: William Ospina

Cierto poeta norteamericano dijo con sabia ironía que él defendía los valores más altos de la especie: los valores del Paleolítico superior.
Tendemos a pensar que los grandes inventos de la humanidad son los de nuestra época; por eso está bien que alguien nos recuerde que las edades de los grandes inventos fueron aquellas en que inventamos el lenguaje, domesticamos el fuego y las semillas, convertimos en compañeros de aventura al caballo y al perro, la vaca y la oveja, inventamos el amor y la amistad, el hogar y la cocción de los alimentos, en que adivinamos o presentimos a los dioses y alzamos nuestros primeros templos, cuando descubrimos el consuelo y la felicidad del arte tallando gruesas venus de piedra, pintando bisontes y toros y nuestras propias manos en las entrañas de las grutas.
Los grandes inventos no son los artefactos, ni las cosas que nos hacen más eficaces, más veloces, más capaces de destrucción y de intimidación, de acumulación y de egoísmo. Los grandes inventos son los que nos hicieron humanos en el sentido más silvestre del término: el que utilizamos para decir que alguien es generoso, compasivo, cordial, capaz de inteligencia serena y de solidaridad. Todos advertimos que hay en el proceso de humanización, no como una conquista plena sino como una tendencia, la búsqueda de la lucidez, de la cordialidad, de la responsabilidad, de la gratitud, de la generosidad, de la celebración de los dones del mundo.
¿En qué consiste hoy la crisis histórica si no en el colapso al que parece llevarnos nuestra propia soberbia? Una doctrina del crecimiento económico que encumbra a unos países en el derroche, el saqueo de recursos y la producción de basuras, y abisma a los otros en la precariedad, mientras precipita crisis cada vez más absurdas sobre las propias naciones opulentas. Un modelo de producción y comercio que convierte el planeta en una vulgar bodega de recursos para la irracionalidad de la industria; cuyo frenesí de velocidad y de consumo altera los ciclos del clima, transforma el planeta en un organismo impredecible, crea un desequilibrio creciente del acceso a los recursos y al conocimiento, y convierte la sociedad en escenario del terror y la arbitrariedad, del tráfico de todo lo prohibido y de corrupción de todo lo permitido. Asistimos al fracaso de los valores históricos que fundamentaron toda moral y toda ética; y vemos desplomarse todo lo que fue respetable y sagrado.
Es inquietante saber que no es tanto la ignorancia sino el conocimiento lo que nos va volviendo tan peligrosos. Los arsenales que fabricó nuestra ciencia pueden hacer saltar este sueño en minutos. Nunca hubo tanto miedo como ahora, cuando estamos en manos de la razón. Y sin embargo no podemos intentar volver a la irracionalidad: una vez que encontramos la razón, encontramos un camino del que difícilmente podemos apartarnos.
Pero si hoy la cultura diseña el colapso, traza indolentemente bocetos de la aniquilación, la cultura tiene el deber de responder, desconfiar de la velocidad y de la opulencia como modelo de existencia, del desperdicio y el envilecimiento del entorno como manera de habitar en el mundo. Se diría que sólo podemos aprobar las innovaciones, las fuerzas transformadoras con la única condición de que no alteren lo que es esencial. Es preciso mantener inalterados los fundamentos de la vida y del mundo, y todos sabemos cuáles son, porque para eso nos han servido veinticinco siglos de conocimiento. El agua, el oxígeno, el equilibrio del clima, la salud de las selvas y de los mares: lo que nosotros no hicimos ni podemos hacer.
Entre el agua y la extracción codiciosa del oro de la tierra, yo prefiero el agua. Entre el aire puro y el arrasamiento de la selva por la economía del lucro, yo prefiero el aire. Entre el equilibrio del clima y el crecimiento industrial yo prefiero el clima. Entre la antigua virtud de las semillas y su modificación impredecible para la fabricación de organismos estériles favoreciendo la codicia de los que privatizan todo lo sagrado, yo no sólo prefiero las semillas, la prodigalidad de la naturaleza, sino que considero un crimen la apropiación privada de los más antiguos bienes colectivos.
Toda transformación tiene que ser justificada. El universo es a la vez tan prodigioso y tan frágil, que no tenemos el derecho de modificarlo abusivamente, de alterar, por intereses privados, los bienes de todos. En lo fundamental ya no pertenecemos a una tribu, a una raza, a una nación, a un credo, pertenecemos a un planeta.
Para eso sirvió la edad de las transformaciones, para conocer los límites de la transformación. Para eso sirvió la globalización: para que se encontraran los intereses del todo con los intereses de cada parte, el sentido del globo con el sentido profundo de cada lugar. Ya cada individuo tiene el deber de ser la conciencia del planeta.
La batalla definitiva será por los glaciares y por los pelícanos, por los helechos y por las medusas, por selvas y océanos, por las artes y por los muchos sentidos de la belleza, por la razón y por el mito. La supervivencia del mundo exige una urgente redefinición de los límites del hombre y de su industria.
“Allí donde crece el peligro crece también la salvación”, dijo Hölderlin. Entonces estos tiempos son los mejores: porque llaman a la renovación de la historia. Y si es en la cultura donde surge el peligro, es allí donde tenemos que buscar la salvación.
 *(Leído en el aula máxima de la Universidad de Antioquia). En la columna opinión de El Espectador.

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