marzo 11, 2011

AQUE PAJARILLO PARDO


Las nuevas épocas, con sus antiguas crisis, requieren de nuevos discursos. Reiventar los símbolos de resistencia es una necesidad urgente, los jóvenes así lo entienden, por eso sus miradas superan los viejos slogans y proponen otras posibilidades a las voces que enfrentan el cinismo de un época en donde la mentira viste su traje de verdad y sale a pregonar su ideología. La siguiente crónica pertenece a esos nuevos discursos que oxigenan la sensación de otras posibilidades y con un lenguaje creador reinventa el escenario de la Universidad Pública.
AQUEL PAJARILLO PARDO 
Por: July Lizeth Bolívar R.
Estudiante Comunicación Social Y Periodismo. UT

Los resuellos de la capa grisácea de la cumbre se oyen con motivo desconocido. El escenario, un centro de aprendizaje para el eterno ensayo de una obra sin estrenar, tan inasible pero vivificador, tan libre pero a la vez virulento: la Universidad del Tolima, con sus frondosos árboles que abrazan las identidades perdidas de las promesas del cambio, con la mirada del Che subyacente y los relatos de una juventud que teme perderse en la muchedumbre o que busca hacerlo para denegar el pensamiento a sus devenires incomprensibles. Sus curvos caminos, hoy con el aroma de las cenizas del viento,  que cercan las villas desconocidas de los que viven inmersos en el universo asimétrico del caos, besarán en poco tiempo el cuero del calzado desgastado de las voces que no callan pero si lloran. La pujanza en sus esquinas, el pavimento intransitable y  los motivos de estar allí: escasos.
En ese dieciocho de febrero del dos mil once vuela un pajarillo pardo, tan tácito, inquieto y endeble que traza una línea imaginaria en lo que sería la congregación de lo que se creía imposible; su agitar de plumas se desnuda al compás del rebotar de las gotas de invierno sobre los hombros de los transeúntes. Tres y treinta y cinco de la tarde, el Coliseo, lugar acordado para levantar el brazo, agitar las manos de un lado a otro y decir con ánimo extasiado: ¡hola camarada! El designio: mostrar que los rostros no son armónicos y que el conocimiento se agarra a los bordes pidiendo auxilio. En los charcos en que flotaban colillas, naturaleza muerta o algún insecto desventurado, se hundirían con entereza los pasos sin sombra de los estudiantes de Comunicación Social y Periodismo carentes de garantías, ansiosos de salvarse del monstruo aglutinante de la modernidad. Gargantas dispuestas a la emisión del verbo embelesado, piernas petrificadas por el olvido de chamarras, todos se preparan para caminar, unos cuantos metros, caminar hacia un resultado desconocido. Eran aproximadamente cuarenta cuerpos que reflejaban la viveza de su alma, bajo el techo metálico y con el sonido predecible de la nostalgia congelada. Qué importaba que el sol se escudriñara en la luna, que los muchos no fueran tantos, que la aurora quisiera fulgurar la vista de los que miraban más allá del horizonte. Bailaba la pesadumbre, pero con mochila terciada y tez pálida por el frío, los fuertes voceros del cuerpo estudiantil guiaban la oscura y anónima sensatez de esas almas no muertas.
Alrededor de las cuatro y dos minutos, se inició el andar uniforme pero variopinto de todos en uno. En la carretera, las rocas se ocultaban, porque sabían que la grandeza inspiradora de los portavoces de la verdad se acercaba; las líneas de vigilancia y orden corrían despavoridas por las huellas compactas de cada ojo guiándose a sí mismo, invitando al espectador inmóvil, adornando un andén que aguardaba la resaca de la imparable llovizna que cobijaba las brasas tan fulgurantes y suyas de esos jóvenes devoradores de sueños y atizadores de derrotas.
La consigna: “sin docentes no aguanta, exigimos los de planta”. Unos dirían: qué bella magnificación de lo efímero y otros tratarían de insolente el acto que se abría ante su mirada. Los temibles eran aquellos que se quedarían cómodos en su desventura, mutilados en el despertar de una pantera en reposo. Bloque a bloque pasaban, ventana a ventana fijaban su mano empuñada al cielo, ese azulino extraviado que los revestía y animaba. Recorren pie con pie por el asfalto el Centro de Idiomas, las oficinas de administración y los prados húmedos, que los esperaba y mordían las rosas de la ansiedad. Su destino: la Facultad de Ciencias Humanas y Artes, con sujetos de corbata, ademanes distinguidos y claro discurso preparado.
Las puertas antes abiertas son cerradas como si un viento intempestivo se hubiera enmarañado en las rejas haciendo erizar los silencios. De inmediato, y luego de una introducción acompasada al movimiento de los labios, arribaba el decano elegido en el mes de diciembre del año anterior: Miguel Espinosa, con su camisa azul celeste y su pantalón de tela oscuro, divisando desde su perspectiva la maravilla que se abría ante sí. Se dirige a los grandes espíritus, otorga esperanzas de organización y garantiza soluciones casi inmediatas a las problemáticas que esa tarde, a las cuatro y cuarenta y tres de la tarde desplegaban con soporte argumental aquellos párvulos en experiencia: falta de profesores de planta y calidad académica, además de otros cuestionamientos para los cuales aún no había espacio, pues ello se trataba de un aviso, de una señal de la inexistencia de una masa, de la presencia de un conglomerado provisto de diplomacia y aura de grandeza. Los altos mandos hacen de aquel canto esgrimido una futilidad, una serie de graznidos corrientes, esperados. Refutaciones y debates de los voceros de intereses colectivos con el director del programa Rafael Gonzales no cesaban, al igual que los paraguas que le impedían ese cielo que los acompaña divisar lo que ocurría. Las directivas reiteraban el hecho de haber abiertos convocatorias a docentes para evitar su ausencia, pero al contar infortunios impredecibles se registraron atrasos. No habría un acuerdo definitivo, puesto que ni siquiera se estaba discutiendo formalmente con condiciones establecidas o con la presencia de todos los implicados. Ni triunfos ni neutralizaciones. Queda labrar el camino y esperar conseguir lo estipulado unánimemente el día anterior por la mayoría de alumnos del programa. He aquí algo irrenunciable: lo bello de la diferencia, en los términos del arte de la palabra, del libre albedrío conservando la dignidad, de la conservación del respeto al otro y sus expresiones.
Con un revés del dorso y marcha cantada finalizó el hecho por ese día, bajo los lagrimeos de un pincel sin dedos que agolpaba en las frentes de ambiciosos por aprender. Retornan al punto inicial: el Parque Ducuara, esa tarde solitario con el ambiente perdido en el humo de los habanos criollos de algunos y el hervir crispado del café de otros. Todos, desorbitados, parecían sumidos en esas paredes que escudan suspiros inconclusos, pero que a veces operan lacerantes escupiendo arcilla y asolando intentos fallidos en búsqueda del nirvana. No hay final escrito, de hecho no hay final; los acontecimientos siguen su curso y a las seis menos cuarenta minutos, alguien se pregunta por aquel pajarillo pardo, tan tácito, inquieto y endeble, que ese dieciocho de febrero del dos mil once, algunas horas atrás, hacía su vuelo y trazaba una línea imaginaria en lo que fue la congregación de lo que se hizo posible; su agitar de plumas se desnudaba al compas del rebotar de las gotas de invierno sobre los hombros de los transeúntes ahora refugiados contra los muros coloridos, solitarios y mudos que veían deslizar los alientos congelados de la divinidad.               

3 comentarios:

Anónimo dijo...

profe Gamboa muchas gracias por sus palabras :)

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

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