Por: Carlos Arturo
Gamboa B.
Docente Universidad
del Tolima
Se
ha establecido en el imaginario social que los funcionarios que laboran en las
empresas estatales son ineficientes y, en su gran mayoría, los causantes de los
males de tales instituciones. Largas filas, trámites engorrosos, idas y venidas
de los usuarios sin que se atiendan sus reclamos, en fin, un sinnúmero de
angustias de la vida cotidiana pareciera darle la razón a dicho imaginario.
No
obstante, cuando se verifica a profundidad las normas y las formas en que
funcionan las instituciones públicas, nos encontramos con aspectos de mayor
calado que explican lo engorroso que resulta navegar en los trámites estatales.
Las normas que rigen la función pública parecen estar dictadas para que nada
funcione de manera expedita.
Miles
de Decretos, Resoluciones, Leyes, Normas obtusas, disposiciones legales que
contradicen otras disposiciones legales y demás artefactos jurídicos, ahogan el
sentido común de las actividades diarias de los funcionarios. Jairo Enrique
Angarita, en un provocador texto titulado “Colombia: país donde abundan las leyes y escasea la legalidad”, nos recuerda acertadamente que:
Una abundancia normativa no conlleva per
se a tener controlada la totalidad de comportamientos calificados por el
legislador como reprochables: si las normas no son eficaces, se puede llegar al
fenómeno social de la anomia, en el que muchas normas válidas y vigentes
resultan ineficaces porque sus destinatarios no tienen la voluntad mayoritaria
de cumplirlas o ponerlas en práctica. (2018, p. 200)
Y
esa anomia pública recorre los pasillos de alcaldías, ministerios,
universidades y demás entes nacionales o territoriales que están, en principio,
concebidas para el trámite y la solución de los problemas sociales. Unas veces
se escudan en las leyes para evitar que las cosas cambien y otras veces las
leyes son ignoradas, porque como bien lo dice el adagio: “La ley es para el de
ruana”.
Y
en medio de ese maremágnum el funcionario público de base está a la deriva. Los
procesos y procedimientos de las Instituciones Públicas parecen enormes
laberintos en donde hasta el mismo Minotauro moriría de desesperación. Esa
proliferación de normas obtusas hace que la burocracia crezca y el aparato
público sea lento en respuesta. Aún en el siglo XXI y con el gran auge de las
tecnologías, uno abre sus ojos desorbitados ante oficinas cuyos archivos
añejos, amarillos y decadentes, son la fuente de toma de decisiones.
El
funcionario público, en ese medio, es una víctima más del sistema. Si él no
cumple con cada uno de los pasos diseñados de cualquier proceso, será objeto
inevitable de la amenaza que acecha sobre su cabeza: incumplimiento de
funciones, extralimitación, omisión, desacato y miles de conceptos más forman
parte de su inventario de temores.
Recuerdo
que alguna vez, mientras agonizaba de tedio frente una ventanilla pública, una
señora muy candorosa me dijo en tono casi suplicante: “mijo, yo lo entiendo,
pero no me voy a ganar un disciplinario por su culpa, acá revisan cada
formulario y si falta algo por llenar, llevamos del bulto nosotros”. Llenaba
tres veces el mismo formulario porque según no sé cuál norma, no se aceptaban
fotocopias.
Cuando
un funcionario público hace bien su oficio, nadie dice nada, su eficiencia no
es noticia. “Para eso se le paga” suele ser la frase de cajón en estos casos.
Pero si hay un error de por medio, la ira de los superiores y los entes de
control cae sobre ellos. Estos entes, que son muchos y revisan cada detalle de
la minucia del día a día, a su vez permiten tanta corrupción y desorganización
estatal por el orden macro, que uno termina creyendo que fueron creados para
hacer engorrosos los proceso, distraer la audiencia, proteger los grandes
desfalcos y no para velar por la ética de lo público.
A
ese mundo de telarañas procesuales, súmele a los empleados públicos las
lamentables maneras de contratación que cada día proliferan en el medio,
generando formas de subordinación laboral como las Órdenes de Prestación de
Servicios, cuya esencial consiste en degradar los derechos constitucionales
bajo el amparo de normas vigentes. Cada vez son menos los empleados estatales
cuyas formas de contratación responden a la dignidad de sus empleos.
Y
para colmo de males, muchos funcionarios públicos están sometidos al vaivén
político de turno, generando escenarios en donde es más importante militar en
un partido o corriente, que realizar una función que aporte a la solución de
los usuarios de lo público. Es decir, al final quienes padecen también son los
menos favorecidos del entramado social quienes, en gran mayoría, acceden a
estos derechos, muchos de los cuales se han tornado en servicios.
Según
informe del Departamento Administrativo de la Función Pública del año 2016, en
Colombia había 172 entidades públicas del orden nacional, que albergaban cerca
de 134.465 empleados, claramente faltan inventariar muchos más del orden
departamental y municipal, pero una de las conclusiones sobre esta población
llama la atención al decir que:
(…) la estructura salarial del empleo público en Colombia es dispersa,
inequitativa y no parece obedecer a un lineamiento de política pública general.
Al contrario, lo que los datos reflejan es la manera como diversas entidades
han logrado separarse del régimen general y cómo, incluso dentro de este
régimen, existen sectores y/o entidades ganadoras o perdedoras en términos del
régimen salarial. (2016, p. 22)
Por
estos aspectos enunciados, debemos hacer un elogio a los empleados públicos. A esos
que sobreviven a las marañas de las formas leguleyas, los que sobrellevan sus
funciones a pesar de los escasos recursos con que cuentan, los que ven la lenta
fila frente a sus ojos y quisieran hacer algo más por los usuarios en medio del
caótico sistema. Los que hicieron de su casa la oficina en la pandemia, los que
a pesar de su nivel de formación no han sido promovidos y llevan años haciendo
funciones para las cuales están sobre calificados, los que esperan
agonísticamente que les paguen un contrato de OPS o que el Gobierno de turno
decrete el pírrico aumento. Para todos ellos mi admiración e invitación a que
no desistan de defender lo público, porque ese es un bastión de sociedades tan
desiguales como las nuestras.
Para
los parásitos de lo público, que también los hay, no olviden que contribuir al
menoscabo de las instituciones públicas es un atentado contra el bien de todos.
Sobre ellos luego escribiré mi reproche.
1 comentario:
Agradecer Carlos Arturo sus oportunos y acertados comentarios que, ciertamente reflejan angustia y amargura al prestar servicios al estado colombiano. Nuevamente, gracias.
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