Por: Julio César Carrión Castro
“Los comunistas
consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que
sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el
orden social existente. Que las clases dominantes tiemblen ante una Revolución
Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus
cadenas. Tienen en cambio, mundo que ganar.
¡PROLETARIOS DE
TODOS LOS PAISES, UNIOS!”
Palabras finales del Manifiesto del Partido Comunista - 1848
Ante
la inminencia de la revolución de 1789 la decadente aristocracia francesa y diversos
sectores de la población acomodada, en las provincias y en la capital París, vivieron
lo que los historiadores de las mentalidades han definido como “El Gran Miedo”, una especie de “monstruo
surgido del fondo de los tiempos”, que revivía los temores de las invasiones
bárbaras, de las pestes, las masacres y las hambrunas, que caracterizan toda la
historia europea. Se trataba de una especie de pánico irracional al
levantamiento de los pobres, de los sans-culottes; miedo que se
propaló muy rápidamente y que se vería plenamente realizado es la política del Terror que prontamente se establecería
como la forma más adecuada de la justicia popular. Ese miedo habría de
acompañar todo el proceso revolucionario y terminaría siendo parte constitutiva
de la propia mentalidad burguesa al tomarse el poder…
Los
orígenes del capitalismo están marcados no sólo por su lucha teórica contra la
abigarrada mentalidad cristiano-feudal, sino por intensas acciones de violencia
que, por supuesto, liberarían a campesinos y artesanos de la coacción gremial,
la servidumbre y demás trabajos feudales, pero que también les despojaría de
todos sus medios de producción, de sus títulos y propiedades personales, y lo
que es más grave, de todos los bienes comunales y de dominio público que
secularmente se habían mantenido. Estas brutales expropiaciones del pueblo
señalan la génesis del moderno modo burgués de producción, sustentada en el
miedo y en la estrecha concepción de la propiedad privada que lo acompaña.
El
conflicto ha sido permanente entre los dueños del capital y los trabajadores,
obligados a vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir. Pero no siempre
ha sido indispensable la violencia directa, la cual -se creía- que con el
tiempo sólo se emplearía en casos excepcionales, dado que “en el propio
transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a
fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de
este régimen de producción como a las
más lógicas leyes naturales” -Marx-.
Pero
el desmedido apetito de riqueza y de poder por parte de la clase poseedora no
tiene límites y la burguesía siempre ha empleado el poder del Estado para
“regular” los salarios, intentando fijarlos exclusivamente dentro de los marcos
que los benefician con una mayor extracción de plusvalía, tanto alargando las jornadas
de trabajo, como acelerando los ritmos laborales y manteniendo, en todo caso, a
los obreros dentro de unas rígidas medidas coercitivas y de dependencia
ideológica.
En
el plazo de muy pocos años la miseria de los trabajadores se fue intensificando,
mientras el Estado apoya solamente a la clase burguesa. Los trabajadores
expoliados, con base a sus experiencias, irían adquiriendo conciencia de clase,
organizándose cada vez mejor y estableciendo la necesidad de imponer cambios
radicales en las condiciones económicas, sociales y culturales de su
existencia. Muchos pensadores e intelectuales, incluso de la burguesía, fueron
delimitando puntos de vista y perspectivas ideológicas, que confrontaban
abiertamente la inhumana explotación que propiciara el capitalismo, guiado por
unas supuestas “leyes naturales”. Y entonces renace, ahora para la burguesía,
“El Gran Miedo”.
Así
las cosas, las explosiones de rebeldía popular, conjuntamente con la
estructuración de claros lineamientos ideológicos para las pretensiones de los
trabajadores y el propio desarrollo de las crisis internas del capitalismo,
llevarían a la necesidad de forzar una reversa, un cambio en las relaciones
sociales de producción.
A
partir de la segunda mitad del siglo XIX se va conformando la fuerza del
sindicalismo en toda Europa y Norte América, se empiezan también a estructurar
los primeros partidos políticos obreros y se va constituyendo una poderosa
fuerza que habría de alterar muy seriamente las relaciones de explotación
capitalista. En el marco del miedo que provoca la respuesta obrera organizada, se
da ese crimen de Estado originado por las protestas obreras del primero de mayo
de 1886 en Chicago, con las consecuencias que harto se conocen.
La
burguesía, en su ya largo proceso histórico,
para mantener su dominio político y su hegemonía cultural ha tenido que
recurrir a múltiples formas de marginación, persecución y crimen, pero jamás ha
abandonado el miedo.
Los
comienzos del siglo XX están marcados simultáneamente por el proceso de concientización y
organización de las clases trabajadoras y porque el modo de producción
capitalista entra en un período de crisis
de sobreproducción que significaría no sólo una cruda ampliación de la
explotación clasista, sino, los inicios de una contienda inter-capitalista por
la hegemonía mundial, que llevaría a los gobiernos de los países
industrializados a intentar el reparto del botín del mundo y por supuesto a la
Primera Guerra Mundial, iniciada en el año de 1914.
La
conflagración mundial aceleraría los procesos revolucionarios y el desarrollo
de la conciencia de los trabajadores. La Revolución Rusa de 1917, instauraría
una nueva inquietud en el corazón de los burgueses y les haría acrecentar sus temores.
Entonces para la atemorizada burguesía, el “mal” lo representan las tesis y
propuestas reformistas, sindicales y revolucionarias y ellos, los
explotadores, encarnan el “bien”, la
“bondad”, el “bienestar”…
La
revolución bolchevique de 1917, de alguna manera modificaría el curso de la
historia, porque imponía a la burguesía la necesidad de negociar, de transar
con los trabajadores, reduciendo así las expectativas de ampliar cada vez más
la plusvalía.
Durante
los años de postguerra las ilusiones de paz se desvanecen y un tremendo caos en
los procesos productivos sorprendería a la orgullosa burguesía. Es entonces
cuando, generando el más infernal de los miedos posibles, se introduce un
dislocamiento en las intenciones del omnímodo poder capitalista, que entra a
ensayar, además de las publicitadas democracias liberales, con los regímenes
autoritarios y totalitarios, a fin de contener el ascenso gradual del
socialismo y queriendo impedir las crisis que agobian su modelo de desarrollo y
de progreso.
El
inglés John Maynard Keynes, sin duda alguna el más representativo economista
del siglo XX, afectado profundamente por el terrible panorama que mostrara la
crisis mundial de la economía de finales de los años veinte, con millones de
seres humanos arrojados a la desocupación y a la depauperación generalizada,
provocada por el desaforado proceso de acumulación capitalista, publicó en 1936
su libro “Teoría general del empleo, el
interés y el dinero” con el cual ejercería la más dura crítica a las
denominadas leyes “naturales” del capitalismo, que los economistas ortodoxos
consideraban inamovibles. De esta forma se daría origen, dentro del
capitalismo, a una nueva concepción de la ciencia económica, cuyo principal
propósito era corregir la tendencia a una mayor sobrexplotación del trabajo por
parte del capital, buscando la extensión del “bienestar” en el sector de los
trabajadores, mediante el incremento de los salarios y procurando que se
constituyeran más fuentes de empleo. Recomendó, una amplia intervención del
Estado en la economía, impulsando la generación directa de empleos, apoyando la
industria y en general buscando el control de las empresas y la función social
de gasto público en aspectos tan cruciales como los servicios públicos, la
seguridad social, la educación y la salud, el propósito central, en todo caso,
era contrarrestar el miedo que les provocaba un nuevo levantamiento de los sans-culottes.
Esta
política empezaría a operar como una especie de exorcismo contra los demonios
de la revolución; se buscaba paliar un poco la explotación capitalista, por
ello propone una distribución más equitativa de los ingresos, con impuestos
mayores a la propiedad que al consumo, reducir los costos financieros del
dinero, y fomentar el bienestar social, la capacidad de compra, y en general la
calidad de vida en la población trabajadora. Introduciría una clara competencia
intervencionista del Estado en los asuntos de la economía. De esta forma se
mostraba desconfianza hacia la vieja economía clásica que proponía dejar a la
iniciativa privada y a la “mano invisible” del mercado la regulación social y
se salía al paso a las teorías socialistas, que negaban de plano el modo
burgués de producción.
Las
originales propuestas de Keynes serían prontamente aceptadas por la mayoría de
los Estados capitalistas, que así lograban escapar de la crisis y del miedo que
pesaba sobre ellos. Esta oportuna intervención estatal sobre la economía, esta
corrección en los rumbos del capitalismo, significaría, a la postre, la
sobrevivencia del propio modo burgués de producción a nivel mundial y es lo que
se conoce como el Estado de Bienestar Social.
Por
primera vez en sus ordenamientos jurídicos e institucionales tanto las
metrópolis como los países dependientes establecerían “la función social de la
propiedad”; se extenderían los beneficios de la seguridad social; surgirían
nuevas relaciones laborales en la ciudad y en el campo y por supuesto, se
impulsarían políticas de desarrollo científico y tecnológico, adecuando el sistema
educativo a tal propósito y dando el más extraordinario apoyo al servicio de la
educación pública en todos sus niveles, formas y modalidades. Es decir, la
educación se enrumbaría hacia una dependencia total con respecto de la
economía…
Así
pues, desde octubre de 1917, fecha de la instauración del primer Estado
socialista, pero más específicamente después de la segunda guerra mundial, con
la expansión del campo socialista, el miedo a los demonios de la revolución
social acompañaría a las distintas
burguesías a nivel mundial. Esta sería la principal característica de los
regímenes capitalistas. Con la postguerra, restablecido de nuevo el
ordenamiento internacional, vendría un período general de enfrentamiento entre
los países del llamado mundo occidental y aquellos otros que orbitaban
alrededor de la Unión Soviética. Este fenómeno de reciente historia, se conoce
bajo el nombre de “la guerra fría” y se estructura a partir del incremento del
miedo entre las clases dominantes, por la posible extensión del comunismo y la
revolución social, pregonada por los gobernantes de los países del “socialismo
realmente existente”. Este temor por la auténtica o ficticia “amenaza
comunista”, llevó también a los grandes propietarios, a las oligarquías y a los
gobernantes de los países capitalistas, a ceder en algo sus desaforadas
pretensiones de un mayor enriquecimiento, mediante la sobrexplotación del
trabajo. Aprendiendo de la economía planificada de los países socialistas, se
empezó a hablar entonces de “planes de desarrollo” también en
las economías y gobiernos capitalistas. Se trataría de algo así como del lobo
vestido con piel de oveja, del diablo haciendo ostias, del diablo haciéndonos
creer que no existe.
Superado
el colapso económico, político y social generado a partir de la Segunda Guerra
Mundial, y ante el demostrado fracaso de los llamados Estados totales o “totalitarios”,
se abre un período de prosperidad para los países capitalistas
industrializados, que les llevó incluso a superar el temor por la revolución
social en sus territorios. Sin embargo los regímenes totalitarios, autoritarios
y fascistas perviven brutalmente aún hoy en esas democracias que incorporaron
el fascismo en sus realizaciones, en regímenes que podemos denominar
“demofascistas”. El período de ensayo del llamado “Estado de Bienestar”, rindió
sus frutos: finalmente significó lo que ha denominado Pedro García Olivo “el
bienestar de los Estados”, reincorporados ahora, con más fuerza, a sus
históricas tareas de represión y explotación, aunque ya no se les pueda
denominar “totalitarios”.
Así,
sacando lecciones del miedo, de las crisis, de las guerras y de la propia
competencia con la economía socialista, el capitalismo ha logrado sobrevivir, y
no sólo eso, sino, incluso cree haber derrotado al socialismo.
Pero
“El Gran Miedo” continúa, porque: “La historia de todas las sociedades que han
existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases…” y porque,
“la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha
producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos,
los proletarios…”