Por:
Carlos Arturo Gamboa
¿Qué
tienen en común Schubert, Albéniz, Debussy y las empresas de la depredación de
la vida? Nada. Los primeros cultivaron la sensibilidad al extremo para exaltar la
esencia humana, la existencia, la composición en piano y el culto a la estética
musical. Sus interpretaciones hacen parte del agónico inventario de los
orgullos humanos y permiten recordar que, aún medio de los más altos horrores,
el arte puede redimirnos. Las segundas están guiadas por la avaricia, la
codicia, la alevosía de un tiempo que olvida a los primeros pero los usa para
engrandecer discursos efímeros de desarrollo, disertaciones que ocultan el
oscuro deseo de la apropiación y el despojo tras su falsa máscara de bienestar.
Los
primeros se pasearon por el Auditorio Mayor de la Música de la Universidad del
Tolima, rescatados del reino de los privilegiados por las serenas y
vertiginosas manos de Katia Mitchell, concertista cuya delicadeza nos hizo
recordar que piano significa «suave» y que la poesía es una forma elaborada que
hace presencia en los sonidos. Sus aladas manos cautivaron, su técnica exaltó
los espíritus y la serenidad para alterar el arpa cromática, pudieron haber
hecho del espacio un escenario propicio para construir una noche de ciudad musical.
Sin
embargo, para aquellos quienes
consideramos que arte y existencia, música y vida, estética y humanidad son
elementos simbióticos, nos parece contradictorio que El festival Internacional de Piano cuente entre sus auspiciadores
con AngloGold Ashanti, una empresa cuyo deseo de devastación del medio ambiente
nada tiene que ver con Schubert, Albéniz, Debussy y Katia Mitchell, quienes
desde los sonidos del romanticismo, el expresionismo y la contemporaneidad nos
invitan al disfrute de los sentidos, al rescate de la vida.
Otra
diferencia radical entre los primeros y las empresas depredadoras, es que
ninguno de ellos cambiaría una de sus partituras por toneladas de oro. Ellos
habitan el mundo del arte, de la estética; AngloGold Ashanti sólo desea
destruir la vida y la belleza a cambio de la rentabilidad y el consumo; ante
tal antinomia, lo cierto es que, como dijera Tchaikovski, “si no
fuera por la música, habría más razones para volverse loco”. Gracias Katia
Mitchell.