Por: Carlos
Arturo Gamboa B.
Toda guerra es
un síntoma del fracaso
del hombre como animal pensante.
John Steinbeck.
En
memoria de los caídos, para los escépticos
Las
palabras también estuvieron en guerra. Batallaron. Se hirieron entre sí. Se
desangraron en las largas noches de invierno mientras paseaban las montañas en
busca de refugio.
Las
palabras se juntaron y conformaron largas oraciones de odio. Enunciados sobre
la desolación. Frases hirientes y maltrechas seducidas por la sensualidad de la
guerra.
Un
día se reunieron las oraciones y conformaron ejércitos de insultos. Enormes
párrafos enceguecidos por extrañas formas de pensar de donde fueron excluidas
algunas palabras: otro, diferencia, pensar
distinto, libertad de ser, vida, justicia, equidad; todas ellas fueron
expulsadas del paraíso letal de las confrontaciones. ¡Muere o vive como en este
párrafo se enuncia!, decían entonces los evangelios de la sangre.
Y
cada día eran más.
De
las ciudades llegaron las palabras urbanas, traían en sus bolsillos dagas
nocturnas, rifles de pesadumbre, metrallas de venganza, puños de ira y desolación.
Se juntaron con los afluentes que bajaban de las montañas buscando en los
parajes el sonido del desamparo. Al encontrarse formaron grandes páginas de
guerra para escribir una historia milenaria de atrocidades.
Entonces
vivimos la profunda noche del libro de la guerra.
El
cementerio de las palabras creció en tal magnitud que se hizo necesario
derribar las casas del pueblo para tener en donde enterrarlas. Algunas fueron
arrojadas a los ríos, otras decapitadas con fraudulentos diccionarios
ensangrentados. Los señores de las sombras se hicieron expertos en entrenar
cocodrilos para que sus fauces dieran cuenta de los fonemas de la libertad.
Algunas palabras fueron arrojadas a los fosos de las serpientes para que el
veneno matara sus significados. De noche se escuchaba, en la lejanía, el
ronronear de las motosierras despedazando palabras. Todos enloquecieron y los
campos quedaron baldíos.
Parecíamos
estar condenados a la historia eterna de la sangre.
Pero
un día una palabra bajó de la montaña.
Dijo
estar cansada de cosechar odios. Descargó sus manoplas sobre el césped y se
declaró palabra desarmada. Buscó las otras palabras en conflicto. Temió su
muerte. Fue puesta en el anaquel de los juicios y durante días explicó su huida
a los campos, acosada por la miseria y las angustias. Relató su largo periplo
bajo las bombas de los amaneceres. Narró sus errancias por las lomas de un país
en donde los sueños se canjearon por reliquias. Habló del hambre.
Las
demás palabras escucharon su relato y tuvieron que hacer gestos para no llorar.
Todas
habían sido laceradas por la historia del odio. Todas recordaban una palabra
pariente enterrada en un lugar lejano. Todas habían perdido algo.
Entonces
desataron la palabra desarmada.
Antes
de partir les dio las gracias y se marchó por el asfalto tarareando tonadas
extrañas en aquella cartografía del odio.
No
la hemos vuelto a ver, lo único que se sabe es que desde aquel día en que fue
puesta en libertad la palabra desarmada, nuevos vientos soplan sobre la llanura
y las flores han vuelto a crecer en los cementerios.