Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Dentro de la
tradición clásica griega existe un personaje que encarna el espacio conflictivo
de la tragedia, se trata de Antígona, hija de Edipo. La tensión es la
siguiente, en Tebas se le ha prohibido hacer los ritos fúnebres a Polinices, su
hermano. Tal prohibición fue dictada por el rey Creonte, con el argumento de
que él había traicionado la patria. En ese escenario Antígona no tiene salida,
si entierra a su hermano viola la ley y será condenada a muerte, si no lo hace,
desacata la tradición familiar, religiosa y moral que obliga a cumplir el rito
fúnebre. Antígona está atrapada, no puede decidir, solo elegir. Está sometida a
un destino que ella no ha construido.
Este parece ser
el panorama de hoy en Colombia, como Antígona estamos enfrentados a una
elección, no a una decisión. Nuestras últimas décadas han sido predeterminadas
por el vaivén de una esquiva paz y una profunda guerra. Desde inicio de los
ochentas se mezclaron el narcotráfico y
los fusiles, haciendo inviable el país y condensando en los últimos 30 años,
toda esa desidia y barbarie que cargamos en nuestros cuerpos desde hace más 200
años cuando fuimos invadidos. Por eso el próximo 15 de junio los colombianos no
decidiremos, solo elegiremos entre Santos y Zuluaga, en una especie de burla
ciega del destino.
Zuluaga no es Zuluaga,
es apenas una silueta de Uribe, y Uribe es el Frankenstein de la época, sus
manos son extensiones de la guerra, sus pies fueron fundados por el
narcotráfico, su cuerpo es un cúmulo de odio. Solo puede respirar guerra porque
fue engendrado por ella y por ella sucumbirá. Su gobierno solo ha dejado una
estela de sangre, 3000 jóvenes y campesinos inmolados como falsos positivos,
chuzadas a medios periodísticos y a distintos personajes, violencia contra la
ley la cual ha cambiado a su amaño, millones de colombianos enviados a las
trincheras, todos ellos hijos de los pobres, porque los ricos diseñan la guerra
y los pobres la pelean. Los campos colombianos han sido abonados con la sangre
de los pobres y los campesinos, y de esa cosecha nos alimentamos la mayoría sin
estremecernos.
Santos fue parte
de ese proyecto de Uribe, convivió con él, ayudó a diseñar esos planes
mortíferos, sabía del desangre del país. Luego activó las locomotoras del falso
desarrollo, depredó los páramos, entregó el país a las multinacionales, firmó
pactos comerciales que favorecen a las potencias y a eso llamó prosperidad económica. Santos golpeó
los campesinos, esos mismos que Uribe llama terroristas cuando protestan.
Santos engañó a los estudiantes, esos mismos que Uribe llama guerrilleros
cuando piden educación. Santos ahondó la crisis de la salud, la cual Uribe
condenó a la ignominia cuando desde el Senado promovió la ley 100.
Santos y
Uribe-Zuluaga encarnan el país que necesitamos cambiar. El uribismo terminó por
corromper lo poco honesto que quedaba del Estado, aquí todo vale con tal de que
ellos continúen en el poder, ya lo hicieron para reelegir a Uribe y para elegir
a Santos, ahora lo hacen para elegir a Zuluaga, y la idea es quedarse en el
poder muchos años, la dictadura seudo-democrática es su proyecto.
En medio de todo
el caos y la desazón que esto produce, la paz surge como alternativa, pero no
es la paz sino el inicio de la misma cuyo punto de partida es el desarme.
Quizás la única gota de agua en este desierto extenso es la esperanza de lograr
el desarme y barajar de nuevo. El problema es que ni siquiera es nuestra
decisión, es la de ellos. Hoy lanzan sus dados para repartirse de nuevo el país
y como Antígona parecemos condenados por el destino. ¡Qué triste tiempo el
nuestro cuando fuimos condenados a elegir entre bárbaros!
Si deciden
continuar la guerra no cuenten con mis manos, ni mucho menos con las de mis
hijos. Lleven sus cuerpos y sus hijos a la eterna guerra. Condenen este país a
1000 años más de miseria y soledad. Como no puedo decidir, elijo la paz.