FOTOGAFÍA DE MURAL ELABORADO POR LAURA TÉ, EN LA UT |
Por: Carlos Arturo Gamboa
B.
Vicepresidente
ASPU Tolima
Publicado en: Boletín ASPU Presente. No 2. Febrero-Marzo 2014.
La relación entre
universidad y drogas siempre ha generado polémicas que van de extremo a extremo;
mientras algunos piden “mano dura” y otros se hacen los ciegos, el problema va in crecendo. De algo estoy convencido,
no se erradica el consumo de bareta a punta de
Prieto Beretta y no se construyen soluciones dejando que todo transcurra a
la deriva. Las drogas y el siglo XXI alcanzarán una dimensión distinta a la del
siglo XX, el cual estuvo dominado por la demonización de las “drogas ilegales”
y sus consumidores, mientras nos hacían adictos a miles de “drogas lícitas”. La
legalización de la marihuana en algunos condados de EE.UU y en Uruguay marca la
pauta de esta nueva visión.
En ese sentido, la
universidad como espacio de formación humana no puede seguir anclada a extremos
cuando de drogas se trata. Para nadie es secreto que el consumo de un
psicoactivo como la marihuana es esencialmente un problema cultural debido a
las actitudes seudo-moralizantes y conservadoras, porque más daño al organismo
le provoca el cigarrillo o el alcohol, y son mucho más aceptados socialmente. Siendo
pragmáticos sin ese característico olor, la marihuana sería un cigarrillo más. Aun
así, existen otras drogas un poco más problemáticas que pueden poner en alto
riesgo a los consumidores, más allá de las retaliaciones de quienes aún creen
que la maldad es aquello que no les gusta, olvidando que las drogas han estado
ligadas a la misma evolución del cerebro humano. Creo que el consumo de
psicoactivos dentro de una colectividad universitaria debe ser tema de toda la
comunidad, abandonando la satanización neo-conservadora y policiva y sin ir al
otro extremo creyendo que el campus en
su totalidad debe ser una zona hippie.
De esa manera, y
conversando con variados actores de la Universidad del Tolima, veo la necesidad
de proponer salidas que permitan la construcción de un campus mediado por el ethos universitario,
lo cual de entrada implica que recordemos en dónde estamos situados, ya que muchos
tienden a confundir la universidad con una estación de policía o con el parque
de su barrio. ¿Qué es lo que nos molesta del consumo de drogas? Esta pregunta
es necesaria para algunos, pero también deberíamos preguntarnos ¿qué les
molesta a los consumidores? Entonces tendríamos más datos de análisis para
empezar. En estas conversaciones he encontrado que los no-consumidores se
sienten mayormente incómodos por el olor de la marihuana que penetra a las
oficinas, salones de clase o espacios colectivos, esto se traduce como agresión
real o simbólica, dependiendo de los casos. Otros creen que el consumo de
drogas en una universidad debería ser de cociente cero, lo cual me parece
ligado al desconocimiento de la realidad social del mundo y el entorno, porque
la universidad es un espacio micro-social, no un oasis. Un inconveniente latente,
afirman algunos, es el crecimiento del tráfico interno y el surgimiento de
“bandas” que se disputan el territorio. Otro sector considera el uso de drogas como
un problema de salud pública y casi todos coinciden en que el consumo abierto
en el campus da una “mala imagen” a
la universidad.
Por su parte los
consumidores enfrentan la estigmatización como mayor inconveniente. Dicen
sentirse excluidos y amenazados. Apelan a la universidad pública como un
espacio de construcción de subjetividades y el consumo de drogas, especialmente
marihuana, como ejercicio de autonomía y libre autodeterminación. Sienten que
la persecución policiva es desmedida, sería como encarcelar un gordo por “comer
hamburguesas”, me dijo alguien. Además ratifican la ausencia de espacio para el
consumo y la falta de políticas de bienestar que sean incluyentes con esa
“alta” población universitaria que no se reduce solo a estudiantes.
Con estas impresiones, y
dialogando sobre las posibles soluciones, me atrevo a plantear algunas salidas.
De entrada tenemos que aceptar que el consumo existe y seguirá existiendo así
traigamos a Robocoop al campus, lo cual indica que el derrotero
debe ser la construcción un pacto que nos permita coexistir, con una reglas
claras entre consumidores, no-consumidores e incluso indiferentes. ¿Es viable
la construcción de una “zona de humo” que permita que el resto del campus esté “libre de humo”? Necesitamos
espacio para los consumidores, pero necesitamos que ellos entiendan que deben
respetar el espacio de los demás. Ese espacio de consumo no debe ser solo un
lugar para excluirlos, sino que debe contar con una zona verde, con un centro
de actividades culturales, musicales, publicaciones, películas, discusiones
académicas, asesorías profesionales, entre otros aspectos que activen un
escenario de resignificación del consumo. No se trata de aislarlos, sino de
reconocerlos como sujetos que han optado por una forma de vida, así no la
compartamos. De igual manera, se debe entender que como colectivo ellos deben
garantizar que dicho espacio no se convierta en la “zona de humo” de la ciudad,
que el tráfico no se apodere del campus
y que existan miradas críticas y propositivas sobre el consumo de drogas
sintéticas; de esa manera pasaremos de salidas policivas a concertaciones
éticas propias de lo común.
Lo expuesto aquí no
pretende ser la solución, apenas es un bosquejo realizado a partir de
conversaciones con distintas posiciones frente a esa relación de drogas, universidad
y consumo, lo cierto es que considero que darle más largas al asunto es
permitir que los intereses privados y las mafias construyan la política y eso
si es altamente peligroso. Los invito a que por un instante saquemos “los
cueros” al sol, nos miremos de frente y pensemos en un proyecto consensuado
sobre drogas y universidad: ¡armémoslo
entre todos! ¿Se apuntan?