Por: Carlos Arturo Gamboa
B.
Docente Universidad del
Tolima
A mí me
da por pensar[1] que
ciertos libros son como gritos colectivos que alguien se atrevió a escribir,
pero que muchas manos debieron intervenir en sus historias; libros para
recordar que el mundo antes era distinto, quizás más libre o más loco o menos
lleno de formalidades de esas que se acumulan y no dejan respirar. Eso es lo
que hace Triple J (John Jairo Junieles), un sucreño que creció en Cartagena y
ahora, siguiendo ese estigma de los costeños desubicados, le dio por vivir en
Bogotá, esa enorme caldera mitad paraíso, mitad infierno, mitad limbo.
El susodicho
texto lleva por nombre “Barrio Bomba”,
un extendido charrasquillo que publica Taller
de Edición ROCCA novela, y cuyos veintidós apartados no dan abasto para
contener tantas historias porque en Barrio Bomba lo extraordinario era pan de
todos los días. Y debido a eso, muchas de esas hazañas quedan
inconclusas, ramificadas en la memoria del lector y quizás esperando que Triple
J tenga tiempo para seguirlas recuperando del crisol del olvido, pero
esa es otra historia.
Así que señoras
y señores, generación retro y millennials, desempleados e infelices, los voy a
tratar de introducir (en el sentido pedagógico de la expresión), a la lectura
de Barrio Bomba, un libro que no pude
leer despacio, pareciera que los múltiples hechizos de sus páginas o el olor
constante a ron de corozo, me impidieron la lectura reposada. Repleta de
refranes, dichos y expresiones populares, la novela requiere de un lector
des-academizado, mejor dicho, despojado de la pedantería del lenguaje de la crítica
y que no haya sido aún encadenado a la corrección política, que por estos días funge
como la nueva inquisición, pero esa es otra historia.
Empiezo por
recordar que hubo una vez un tiempo en el que el mundo era pequeño y había gente que
nacía y se moría sin salir nunca del barrio, y entonces se vivía entre mitos, asombros, descubrimientos y
carcajadas. Nada estaba terminado, todo estaba en construcción, en cada esquina
germinaba un nuevo suceso y lo mágico era posible, aún sin los aromas paliativos
del cannabis. Entonces se trata de recuperar ese mundo, aunque recordar
es como intentar ver a través del culo de una botella; pero toca
reconstruir la versión de los hechos, la historia de antes, porque hay que
vivir para contarla, mejor dicho, como dice Adán Bonanza: contar el mundo ayuda a
entenderlo.
Y volviendo a
los Bonanza, son ellos los protagonistas de una saga familiar quienes un día
llegan a un lugar olvidado de Dios a fundar lo que más tarde sería conocido
como Barrio Bomba, un lugar de intersecciones culturales (me niego a citar a Canclini),
en donde trascurren otros cien años, pero no de soledades, sino de fiestas,
infidelidades, inventos, descubrimientos y luchas por encontrar un lugar en el
mundo, porque en el barrio la vida no descansaba y la muerte menos.
La verdad si me
dedicara a contarles todo lo que encontré en Barrio Bomba terminaría formando una secta cuyo símbolo sería una
serpiente de dos cabezas, como la del Tío Caribú, uno de esos pintorescos
personajes que habitan esas páginas; y como no es mi intención quedarme con sus
monedas, mejor los voy provocando, aunque: ¿Para qué esforzarme en que me crean sí de
todas formas pensarán que todo es mentira? Lo cierto es que en esos
lares uno podría “toparse sumercé” con extraterrestres, vampiros, politiqueros
(esos otros chupasangres, tan comunes en los barrios populares), sicarios,
artistas, futuros actores porno, divas desencantadas y abuelas fumando sus
tabacos y presagiando el futuro con una certeza que ni Nostradamus.
Y la vida se iba
reconstruyendo a la medida del sonsonete de los prostíbulos y los deseos más
sublimes, sin descuidarse mijo porque “papaya servida, papaya partida”. Allí la
gente aprende a caminar sobre las cenizas que dejan los incendios, como
en esos otros territorios novelados de Caicedo en ¡Que viva la música!, o los de Chaparro Madiedo en Opio en las nubes. Para qué les digo que
no, si sí, encontré una conexión con esas otras locuras narrativas de la
tradición colombiana. De no ser así, cúlpenme a mí, no al escritor.
Barrio Bomba es la
recuperación de ese pasado que ya nos es imposible atrapar, a no ser bajo el
influjo de la memoria y la escritura. A eso juega Triple J y es muy consciente
de su ejercicio porque la memoria es un álbum de fotos invisibles.
Como en la vida real, al final los barrios son devorados por la
ciudad allá donde la gente estaba limpia y sin mancha, dejando una
estela enorme de nostalgia que siempre nos convoca a volver; pero no les voy a
contar todo porque faltarían páginas y ¡ni yo soy tan chismoso!
Hay
quienes dicen que, en la pasada Feria Internacional del Libro
en la caótica nevera capitalina, encontraron a Triple J en uno de esos estands independientes (en donde se
esconde la buena literatura emergente). Estaba feliz hablando de su Barrio Bomba, y escucharon que dijo algo
así como que alguien había dicho o que alguien había escuchado a alguien decir,
que esta novela era la segunda parte de Cien
años de soledad, pero escrita por un marihuanero. A decir verdad, se escuchan
rumores de Macondo en esas calles de Barrio
Bomba, empolvadas en verano y cenagosas en invierno; también hallé en esas
páginas cierto olor a maracachafa, no más tengan en cuenta que los de hoy son
otros tiempos y otros lenguajes, de los cuales, si quiere saber más, vaya y póngase
a leer.
Ibagué, mayo 13 de 2023.
[1] Las frases en negrilla y
cursiva en este texto corresponden a expresiones literales extraídas de la
novela. Referencia: John Jairo Junieles. (2023). Barrio Bomba. Taller de Edición ROCCA Novela. Bogotá, Colombia.