Nelson Romero Guzmán
Profesor Universidad del
Tolima –IDEAD-
Lo
que ya todos sabemos del coronavirus es que, en efecto, “mata”. Y en el mundo
ya hay pruebas contundentes. La muerte, el temor a que el Coronavirus venga por
nosotros y nos lleve como en los cuentos maravillosos, es algo que nos
atemoriza más como individuos, que como especie. El cercano, el prójimo, el
próximo a nosotros, al que debemos saludar a dos metros de distancia y con la
ceremonia del codo, se ha convertido en una amenaza de muerte. Sin embargo, lo
que no hemos querido entender, es que la sociedad no ha desaparecido por causas
de pandemias, pero las pandemias sí deben servirnos de purgación o limpieza como
en la tragedia clásica, donde el personaje del drama se ubica en el punto medio
de los extremos entre lo tremebundo (el temor a las fuerzas superiores) y la
conmiseración (el espíritu de lástima por el sufrimiento ajeno). En la época
clásica, los hombres echaban la culpa de todas las ruinas al Destino; en la
Edad Media, el culpable de los males era el Demonio; en la contemporaneidad, el
Capitalismo, que algunos adjetivan como salvaje. El Destino, el Demonio y el
Capitalismo, sin duda, han sido superiores a los poderes de muerte del
Coronavirus y todas las pandemias registradas a lo largo de la historia. Entre
todos estos males, resulta siendo el más noble.
No hay registros en la historia de que le hayamos hecho cuarentena a ninguno
de esos tres males (el Destino, el Demonio y el Capitalismo), pero son los que
más muerte han causado en la historia de la humanidad, pues han originado las Guerras desde las edades más antiguas hasta hoy, con cifras alarmantes de
víctimas. En la Edad Media la Cruzada de los Niños fue letal en toda Europa y
en Oriente. Así que, entre los males peores, el Coronavirus es el que menos
debe alarmarnos.
En
el contexto de la historia colombiana, nos damos el lujo de elegir los
mecanismos más crueles de matar o desaparecer al otro y, sin embargo, no nos
causa mayor pánico, y se convierten más bien en un hecho que asumimos como normal, que produce a las empresas
publicitarias y demás, un capital enorme en términos de publicidad televisiva,
literaria, cinematográfica, teatral… Para esos eventos de muerte y destrucción,
tenemos ya establecido un fármaco efectivo: el silenciamiento, el sistema
judicial, la máscara, el espectáculo, la cultura del entretenimiento, el reality, la caída, el evento efímero, lo
pasajero, el montaje…Mostramos en el espectáculo televisivo al mutilado por la
mina quiebratas representado por el
actor para que la serie genere consumo, y el consumo, capital. La muerte y la
cultura del espectáculo van de la mano como una industria que genera grandes
dividendos económicos, a lo que se enlaza la pauta comercial de las grandes
empresas.
En
estos momentos, el Coronavirus es más digno que el capitalismo y su control
territorial. Y también es más digno que las políticas sociales del Estado en
Leyes y Decretos. Por lo menos, el Coronavirus es más selectivo: no mata a los
niños, los respeta porque atiende a lo biológico y a la prolongación de la
especie humana, por lo que no los convierte en medios para la corrupción
Estatal ni en capital humano de los grupos violentos. Como es selectivo, se
lleva con pesar a los viejos, y es poco agresivo con los menos de 60, aunque en
esa escala algunos nos digan adiós. Quiero decir que da un margen amplio de
posibilidades de vida a la mayoría de los individuos de una sociedad. No ocurre
así con la guerra política, económica y armada, que no respeta edades, pues sus
mecanismos son de destrucción masiva, tanto así que una bomba puede acabar en
instantes hasta con cien mil vidas o más. El Coronavirus ataca no a los más débiles
por su condición económica, ni por creencias religiosas o políticas, ni por
cuestiones de género, sino que obedece a un reclamo muy natural: Las defensas
de tu organismo responden, justamente, a la manera como esas posibilidades de
existencia económicas, religiosas o políticas, se han administrado y
distribuido entre todos.
Si
el Coronavirus fuera cínico como en políticas estatales y atacara sólo a las
clases más desfavorecidas, a los que no tienen posibilidades de educarse, a los de izquierda, a las familias pobres,
a los relegados a la periferia por su condición sexual, racial o de creencias,
el Estado no lanzaría medidas de emergencia con fines de protección ni de
acuartelamiento en casa, sino que ocultaría sus atrocidades y presentaría a la
Pandemia en los discursos presidenciales y ministeriales, como un fenómeno normal y, en el fondo, hablaría de un
virus más bien benevolente y controlado (“todo en control, se pide a las
familias no alarmarse”). Pero como el Coronavirus no es político, puede
llevarse sin discriminación a cualquier individuo de cualquier clase social,
sin estratos, tanto al hombre de la calle como al de alta alcurnia. De ahí la
política de aislar a los otros para
no contaminarnos nosotros. El
aislamiento, por tanto, no responde a una política pública de protección social
en salud, sino a una lógica absurda de protección política ante lo inerme en
que se encuentra el control de poderes.
Es
así como se entiende que el virus no sabe de política y solo atiende a su ley
natural, y entonces cunde alarma Estatal y el otro, cualquiera que sea, se convierte en un agente contaminante,
porque el Corona no es de reyes, nos somete a la igualdad en condiciones de
salud. El Estado carece de fármacos para atacarlo y en esa medida todos somos
vulnerables. Por eso, la pandemia desenmascara nuestro cinismo histórico como
seres sociales del simulacro capitalista en el mundo contemporáneo.
Todo
lo anterior lleva a pensar que si Cuba en estos momentos produjera la vacuna
contra el Coronavirus, creo que nadie dejaría de aplicársela y, después de
salvados, nuestra manera de ver a los cubanos seguiría siendo igual: los
enemigos de la humanidad, los fachos, los de izquierda; incluso, le
inventaríamos cualquier fábula para no reconocerlos y borrarlos de la Historia.
El
Coronavirus nos hace entender lo débiles que somos frente a la muerte y lo
fuertes que somos frente al Poder. Nos enseña la necesidad no de unirnos, sino
de separarnos como una forma de defendernos ante la amenaza de nosotros mismos.
El Corona no anda en campañas buscando adeptos, ni los adeptos son sus
enemigos: nos dice que todos debemos unirnos en familia y que somos, realmente,
una familia universal. Pero nunca haremos caso a su moraleja, a su narrativa, a
su fábula. Una vez termine la amenaza, la vida
seguirá normal.
–Y
nos cobrarán caro esta pérdida de tiempo.