Por:
Carlos Arturo Gamboa B.
La
imposición de una cultura sobre otra implica el inicio de una lenta muerte. No son
menos letales los monjes que llegaron a Suramérica con sus crucifijos y sus
hogueras en donde calcinaron a Bochica, Yurupari y Corinaya, (por no citar sino
esta trinidad de dioses nuestros); que quienes hoy mediante la vía de esa nueva
religión llamada “progreso” -cuyas escrituras sagradas son los principios del
capitalismo-, llegan a nuestras tierras dispuestos a infligirnos una segunda
muerte.
Vuelven
de nuevo por el oro y nos siguen trayendo espejitos de colores. Vuelven por
almas de los paganos aldeanos que aún creen en el equilibrio de la
naturaleza. Vuelven por la palabra
ardiente del día y refrescante de la noche: le
soleil et la lune. Pero ya no necesitan arcabuces, dagas y hogueras, ahora
llegan con enunciados incrustados en el alma del saber. La cultura que se
impone mata la cultura en resistencia, la asfixia, le impide sobrevivir, la
homogeniza. Nuestro canto agorero ahora es grito mudo.
Al
imponernos una segunda lengua nuestro pasado se sigue diluyendo. El leguaje de
la seudo-felicidad, cuyo diccionario unificado es el mercado, nos define. Ya no
podemos SER si persistimos en
nuestros fonemas. Ahora estamos obligados al lenguaje totalitario con el cual
se construye el futuro, pero ese devenir es trágico, por lo cual es un lenguaje
usurpado para la dominación.
En
el mito judío del origen de los idiomas, dios se tomó la tarea de confundir las
lenguas de los hombres en Babel, pero su verdadero objetivo era encarnar la
totalidad como palabra. Si los hombres no se entendían entre sí, él podría ser
el gran traductor de lo humano y mediante un libro sagrado sentenciar su propia
adoración. Hoy, ante la insostenible existencia de esa esencia, el único camino
que le queda al totalitarismo, de un modelo sostenido en pequeños relatos de
bienestar, es volver a unificar el lenguaje. El castigo del dios judío por la
osadía de los hombres consistió en confundir el lenguaje, el castigo del dios-mercado
vigente ante la negativa a la ciega obediencia de algunos hombres, es
unificarle la palabra. En donde se
impone una lengua, se impone una cultura.
Estas
reflexiones, que parecieran propicias en algún sobreviviente místico, las hago
desde el escenario de la universidad. Últimamente la ansiedad por una segunda
lengua esconde una amarga hegemonía, la del sistema que quiere imponer el
idioma inglés como relato unificador del pensamiento, y por supuesto de la
cultura. Si deseamos expandir nuestros conocimiento hacia otras culturas, ¿por
qué se impone el inglés? ¿No puedo como sujeto que entiendo las relaciones
culturales como posibilidades dialécticas elegir qué nuevas polifonías quiero
aprehender? La imposición del inglés como el lenguaje “supuestamente” académico
es una falacia, y la culpa no es del idioma, sino de quienes lo usan como
vehículo de dominación. Por eso es inaceptable que bajo el pretexto de la
supuesta “calidad académica” se nos exija a los docentes saber inglés y sea
este saber un imperativo para acceder a los escenarios de formación superior. Está
sucediendo en todas nuestras universidades, pero el caso más ilustrativo sucede
en la Universidad del Quindío, en donde para ser docente de planta se debe
presentar una prueba tipo Michigan, la cual es excluyente, es decir que de no
sacar un puntaje del 60% o mayor, el aspirante a docente universitario es
descalificado, no importa si se es candidato a una cátedra en economía, enfermería
o literatura colombiana. Lo oculto allí no es más que el deseo totalitarista
que algunos hombres quieren hacer realidad hoy, con la reconstrucción de una
torre de Babel, para que puedan habitar en ella y contemplar el mundo a sus
pies. Ante esta amarga realidad que avanza como un tsunami, dejando a su paso
una estela de cadáveres académicos, no queda sino invocar nuestros antiguos
dioses y exclamar: ohh, mon dieu,
qu'est-ce que ces technocrates.