Por: Carlos Arturo Gamboa
Cuando la muerte se torna en espectáculo sólo nos queda el horror. La lógica de las nuevas guerras se hace desde el aire. Las bombas caen sobre los cuerpos, sin importar de quiénes sean. Al cielo, en donde dormitan los satélites, suben las imágenes de los cuerpos destrozados. Botines de guerra, sueños de los antiguos cazadores de cabezas. Desde que en Irak se estableció la guerra como un nuevo entretenimiento mundial, las imágenes de lo grotesco alimentan el morbo de nuestro tiempo. Conectados a nuestras mediaciones esperamos que el horror del “otro”, alimente la curiosidad del “yo”. Voyerismo de la barbarie.
En Colombia el espectáculo de la muerte garantiza rating. Las imágenes de las tomas de los pueblos indefensos se convirtieron en toda la realidad. Manos subastadas como en el antiguo oeste, fosas de serpientes para domar los enemigos, motosierras danzantes por las montañas y los poblados, ejecuciones de cuerpos poseídos por la ira. La violencia ha mutado, o quizás debamos decir, ha retornado al antiguo rito alevoso. No se trata ahora de matar al “otro”, se trata de mostrar el cuerpo asesinado como trofeo. Hasta en las más cruentas guerras existió un principio de humanidad entre los combatientes, pero apareció la furia Aria. Aquí ese límite fue traspasado por la ira, fuego de venganza que recorre nuestras venas. En este país la capa ennegrecida de Thánatos arropa nuestras mentes. Celebramos los cuerpos que sangran como nuestras victorias, cuando nada hemos ganado, porque mientras sigamos creyendo que la no-existencia del otro es nuestro triunfo, estaremos en la lógica del que el otro piense igual.
¿Se puede construir una sociedad que rechace la violencia cuando le ofrecemos como espectáculo la muerte? Nada hemos aprendido de nuestra historia, de tantos cuerpos caídos, de tantas letales formas de barbarie. Cuando los cuerpos caen, nadie gana. Mientras sigamos celebrando la muerte, la vida quedará con menos posibilidad.