Por:
Carlos Arturo Gamboa B.
Docente
Universidad del Tolima
Cuando se
opta por la movilización social, como ejercicio político, se plantean dos
objetivos esenciales: 1. Sumar cada vez más sujetos al movimiento. 2. Usar la
fuerza de la movilización para transformar la realidad que indigna y agobia.
Ambas
acciones quedan sujetas a la capacidad del movimiento para saber tensar la
cuerda y lograrlas. Si el movimiento pierde la empatía de las masas, entra en
desgaste, y si no se logran ganancias en las tempranas negociaciones, se pierde
el empuje social. ¿Cómo leemos estos fenómenos en el momento histórico que vive
Colombia en este turbulento 2021?
Hay que
empezar por recordar que el gran movimiento de indignación nacional que se ha
gestado hoy, es el acumulado de muchas décadas de desidia institucional y de
malas prácticas de los estamentos gubernamentales. Sumado, por supuesto, a la
falta de conciencia política de las mayorías que han terminado entregándole el
poder, mediante el sufragio o la ausencia en las urnas, a las élites de
siempre.
No todos los
males de un país se pueden solucionar mediante una movilización, aunque con el
entusiasmo de las masas en movimiento terminemos por creer que sí. Los
problemas estructurales de Colombia son tan grandes que necesitaremos un buen
tiempo para darle un giro hacia el bienestar de sus habitantes. Para ello debemos
cambiar las prácticas políticas que han sumido el país en manos de las mafias
(corrupción, narcotráfico, negociantes de la guerra, depredación del ambiente, concentración
de la tierra, entrega de lo público a la banca, desconocimiento del diferente, entre
otros males más).
Al tener una
movilización que se prolonga en el tiempo, se corre el riesgo de caer en la
ausencia de una organización efectiva. Aunque los males no aquejan a todos los
excluidos por igual, las soluciones se deben plantear en consenso, algo que es
muy difícil de construir, sobre todo en una sociedad con una escasa tradición
democrática y con baja participación real en las decisiones estructurales del
país.
En ese
escenario, aparecen las “vanguardias” que ven el momento propicio para imponer
su agenda o aquellos que buscan “cambiar el sistema global” con un movimiento
local. En ese sentido, consolidar una agenda común es clave para “mantener viva
la movilización” e impedir que caiga en el caos de múltiples agendas, (incluso
algunas contradictorias entre sí).
Igual se
puede generar un efecto sociológico contrario a los intereses que gestaron la
movilización, esto puede suceder al destruir la empatía con la ciudadanía mediante
acciones lesivas como saqueos a los pobladores, agresiones a la gente del
común, inmovilización social y agresión ideológica del otro. Contar con los
otros es fundamental, ya que ese sujeto es necesario para activar una
transformación real.
Lamentablemente
este gran movimiento, que va más allá del paro nacional y que se caracteriza
por un despertar de conciencia social sumando una variedad de sujetos en las
calles, ha ido cayendo en estas sin salidas. Jóvenes, taxistas, indígenas,
camioneros, estudiantes, profesores, trabajadores de lo público y gente del
común, los de a pie, han generado una acción propicia para el cambio ¿cómo
lograr el cambio? Tener una agenda que dé respuesta a esa es la pregunta garantiza
la vida del movimiento.
El Estado,
conocedor de estas formas y acciones de la movilización, ha retardado la
consolidación de la mesa de negociación, ha dilatado la agenda y, por otro
lado, ha contribuido a aceitar la agresión estatal a los actores. Ese actuar ha
impregnado y activado la cultura paramilitar, la cual esta vez ha actuado sin
máscaras en las ciudades, respaldada por las fuerzas oficiales del gobierno, algo
que viene haciendo hace décadas en lo rural.
Incluso, ha logrado mover un sentir en sujetos que, preocupados en
esencia por “la propiedad privada”, se convierte en motor de contra-movimiento,
generando enfrentamientos ciudadanos y pérdida de respaldo en algunos sectores.
Todo ese panorama favorece al Estado e impide avances contundentes en la
construcción de una agenda de transformación.
Así, la
movilización se debate entre la radicalización, con las futuras consecuencias
de incumplir sus objetivos debido a la pérdida de respaldo de las mayorías y a
la imposibilidad de mostrar logros concretos que animen el mismo movimiento.
Igual le pasa a la otra opción, la de la negociación, sujeta a la dilación del
gobierno y la dificultad para construir un derrotero que unifique el movimiento
e impida que se fragmente y diluya. Por eso el tiempo de las decisiones
apremia.
Para el
momento que vivimos, creo que lo mejor sería concretar una agenda nacional
incluyente, que dé cuenta de los temas esenciales que gestaron la indignación
colectiva. Esa agenda debe estar pactada y firmada por el presidente y debe
contar con un cronograma de trabajo acompañado de la movilización periódica, con
la veeduría masiva del pueblo. En términos concretos se negocia en la mesa, se
pacta con la movilización y se hace seguimiento y veeduría en las calles.
Mientras
tanto, hay que darle aire a la masa que se moviliza, propiciar formas
organizativas y generar la consolidación de nuevos liderazgos individuales y
colectivos que constituyan un grupo cualificado que se apreste a ganar espacio
en las formas democráticas de gobernanza. Creo que el movimiento más reciente de
Chile nos da un buen ejemplo en esa dirección.
Esperemos que
la efervescencia del momento no se constituya en la trampa que nos devora a
nosotros mismos e impida avanzar en la transformación de un presente social que
agobia cualquier idea de futuro. Ese panorama ya lo hemos vivido antes y no
sólo en Colombia.
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