Por la importancia del discurso y el valor literario del premio, este blog reproduce las palabras del escritor colombiano Pablo Montoya al recibir el Premio Rómulo Gallegos. Tomado de AQUÍ.
Señor Presidente de la República Bolivariana de Venezuela:
Nicolás Maduro.
Señor Presidente y señora directora de la Fundación Centro de
Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos: Roberto Hernández Montoya y Mariclen
Stelling.
Señores y señoras integrantes del Celarg
Señores miembros del Jurado Rómulo Gallegos: Javier Vásconez,
Mariana Libertad Suárez y Eduardo Lalo.
Señor Gabriel Iriarte y señora Ana Roda: Editores de Penguin
Random House, Colombia.
Señora María Elena Rodríguez: directora editorial de Monte Ávila
editores. Alejandra Toro, esposa mía, Sara Montoya y Eloísa Montoya, hijas
mías.
Amigos y lectores. Respetable audiencia:
Desde tiempos antiguos el hombre ha puesto de manifiesto su
sensación de desamparo ante el horizonte que el mundo y sus sociedades le han
ofrecido. Es una permanencia tan inobjetable que me atrevería a pensar que es
ella la que sostiene ese particular tinglado que hemos convenido en llamar
arte. El desamparo está, como una marca indeleble, en el tramo que va del
nacimiento a la muerte. Yo me he apoyado en esta certeza para escribir la
novela que ha sido merecedora del premio Rómulo Gallegos este año. La frase “nuestra
condición es el desamparo” la tomé de Reinaldo Arenas, ese cubano alucinante
que atravesó un mundo poblado de persecuciones. Pero sé que ella la pudo haber
dicho Homero, Ovidio o Marco Aurelio. Que fue el asidero de Dante, Villon o
Pascal. Que se envolvieron en sus pliegues Montaigne, Shakespeare y Cervantes;
y más tarde Melville, Dostoievski y Kafka. A ese desamparo de la existencia que
provocan la naturaleza y los mismos hombres también lo hemos llamado exilio o
destierro; desgracia o infortunio. Pero si nuestros ancestros, aquellos que van
desde la antigüedad hasta el siglo XIX, conocieron bastante bien esas
inclemencias del cuerpo y del espíritu, quienes habitamos el planeta ahora
tenemos suficientes razones para creer que desde el siglo XX hasta hoy nos ha
correspondido la suerte de vislumbrar algunos extremos de la intemperancia.
Pero esto, repito, no es nada nuevo. Ya Sófocles lo decía hace más de dos mil
quinientos años: “No es la sabiduría la que se obstina entre nosotros, sino la
necedad”. Esta continuidad en las tribulaciones que nos visitan es lo que yo he
tratado de recrear en Tríptico de la
infamia. Y lo he hecho tomando como
ejes la vida de tres artistas del siglo XVI que padecieron los acosos de las
pugnas religiosas europeas y las jornadas bélicas de la conquista americana.
¿Por qué me he preocupado por tres pintores en cierta medida
desconocidos? ¿Por qué, en mis anteriores novelas, he puesto como protagonistas
a un poeta romano libertino, a un fotógrafo francés obsesionado por la desnudez
humana y a un naturalista neogranadino extraviado en las guerras de
Independencia? La respuesta es sencilla: porque todos ellos intentan crear –los
unos pinturas, el otro poemas, el de más allá daguerrotipos y el último
herbarios- en medio de ámbitos turbulentos y represivos. Porque creo que, como
una antorcha, que está siempre a punto de apagarse, el arte es una de las
maneras que existen para dignificar al hombre en su capacidad de resistencia y
la más paradigmática para mostrar su deterioro. La labor del artista es
necesaria: iluminar algún pedazo de ese territorio en brumas que siempre, a
toda hora, está circundándonos. Sé que llevo en mi sangre y también en mi
conciencia una cierta inclinación hacia la desesperanza.
Hasta tal punto que muchas veces, y esto me lo ha enseñado el
tránsito por Voltaire, he concluido que ser optimista en estos tiempos es ser
ingenuo, o estar atrapado en las trampas de la sociedad de consumo, o en esas
otras que tejen los populismos políticos, religiosos y culturales. Sí, les
confieso, soy un escritor fascinado por observar el lado oscuro de la
humanidad. Pero no he caído, al menos en los libros que he escrito hasta hoy, y
sé lo atractivo que son tales fondos, en la fascinación de la catástrofe, ni me
he arrojado, enardecido y vociferante, al túnel del nihilismo.
Lo que he intentado hacer en Tríptico de la infamia,
permítanme contarles, es asomarme, y de mi mano he procurado que el lector a su
vez lo haga, al horizonte renacentista y extremista del siglo XVI. Un siglo
vandálico como pocos. Un siglo en el que los hombres se enfrascaron en guerras
fieras por problemas teológicos, y no lograron superar su ambición
desproporcionada de riqueza. Pero, en estos tiempos modernos, ¿hemos superado
esas dos trabas enormes, el dinero y la religión, para para que podamos tener
un digno bienestar? El ser humano sigue siendo manipulado por esas tres grandes
imposturas de la fe monoteísta, como las llamaba Marguerite Yourcenar, el
cristianismo, el judaísmo y el islamismo. Ante ellas seguimos inclinando
nuestro ser y padeciendo castigos terribles cuando nos oponemos o criticamos
sus designios. Y en el caso de las coordenadas americanas, sigue campeando,
incesante y poderosa, una colonización económica y espiritual. La espada y la
cruz continúan, sin duda, ejerciendo su doble expoliación.
En el siglo XVI América, muchísimo más que Europa, sufrió hasta
límites inconcebibles. La población indígena padeció el que es tal vez el genocidio
más implacable de todos los que el hombre dominador ha infligido sobre el
hombre dominado. Y luego vino el destino de la población negra que arribó a
este continente. Los mares se tiñeron de sangre por un comercio espurio que
unió a Europa con África y América. Y de él, de los milagrosos sobrevivientes
de la esclavitud, habría de surgir una clave más, atravesada de ignominia, de
nuestro sincretismo. No hay primeros, segundos o terceros puestos en estas
calamidades que atraviesan de principio a fin la historia de las
civilizaciones. Creo que es infausto gritar, con un dolor cierto por supuesto,
que nuestra pesadumbre es mayor que la de los otros. En estos ámbitos todos los
daños son equiparables y aunque aparecen actualmente aquí y allá perdones simbólicos
de los representantes de los pasados victimarios, vacilo en creer si ellos
serán capaces de provocar un consuelo en los descendientes de las víctimas que
siguen siendo ultrajados sistemáticamente. Sí, nuestra raíz fundacional, en
tanto que americanos, está envilecida. Envilecimiento que se ha nutrido desde
antaño de una arrasadora avidez espiritual y material. Por un lado, el control
religioso de las almas y, por el otro, el control de las riquezas de la tierra.
A mi generación, e inexplicablemente continúa sucediendo esto con los niños y
adolescentes de ahora, se le enseñó que la conquista de América había sido un
acto heroico, la gesta de un grupo de valientes conquistadores que lograron
imponer su cultura y crear así uno de los pilares de la civilización
latinoamericana. Algo de esto puede ser cierto. No desconozco los valores del
mestizaje que ya muchos han encomiado. Pero nada ni nadie logrará negarme la
evidencia de que ese acontecimiento, que atravesó con un puñal vergonzoso el
horizonte del siglo XVI, está cimentado no en la desgracia de una tragedia
humana, sino en la consternación de un crimen gigantesco. Crimen en el que
todos, los del pasado, el presente y el futuro, debido a la sucia continuidad
histórica de la impunidad, estamos inevitablemente involucrados.
Sin embargo, frente a ese pasado execrable y ante un presente
que para mí es inciertamente promisorio, hay una circunstancia a la que me he
aferrado con una convicción absoluta. Esa circunstancia es la palabra, tanto la
dicha como la escrita. Creo en el poder restaurador de la palabra a sabiendas
de que ella también es un arma que hiere y provoca rencor. Creo en su capacidad
de hundirnos en el centro mismo del tormento, pero también en su poder supremo
de cicatrización. Sé que ella me ha permitido salir avante cuando he decidido sumergirme
en las tinieblas del ayer. Y entiendo que este logro en mi proceso creativo se
ha dado porque no he olvidado jamás que su condición está afincada en la
belleza. Soy, y esta es una confesión que me permito hacerles con todo respeto,
un escritor que cree en la belleza. O al menos que piensa que la existencia,
ciertos momentos intensos de la vida, están insuflados por la incesante búsqueda
de ella. Y que son esos momentos, apurados en soledad o en compañía, los que
han impedido que yo haya tomado el camino del total escepticismo. Sí, la novela
en la que generosamente se ha detenido el jurado del premio Rómulo Gallegos,
está atravesada de masacres y el dolor palpita en esas páginas como un corazón
malsano. Pero también la nutre la búsqueda infatigable de los secretos de la
creación artística. La belleza, la sensación permanente de que ella se levanta
como un acertijo y un enigma, es ese ardor que siempre ha estimulado mi escritura.
Quisiera por un momento, y sería imposible no hacerlo, referirme
a mi procedencia. Ella se une, irremediablemente, a mi labor de escritor. Vengo
de un país llamado Colombia, que es como decir vengo del fuego y el oprobio,
del resentimiento y la rabia. Es verdad, por lo demás, que he tenido como uno
de mis credos esenciales las palabras de Séneca cuando este le dice a su amigo
Lucilio: “Hay que vivir con esta persuasión: no he nacido para un solo rincón,
mi patria es todo el mundo visible”. Y que la experiencia del exilio que me ha
dejado el paso por otras latitudes me hace sentir un hombre de todas partes y
de ninguna. Pero, ¿Qué sucede cuando ese territorio visible, más o menos
inmediato que llamamos patria, está degradado? ¿Podemos sentirnos acogidos por
él? ¿Podemos sentirnos vivos y plenos en una patria enferma? En realidad, formo
parte de una generación de colombianos que ha atravesado un campo minado en el
que la vida no ha tenido valor. Y si ha tenido alguno, este ha sido rebajado a
niveles vergonzosos. La violencia ha caído sobre nosotros como un animal
hambriento.
Nuestros padres fueron asesinados, nuestros abuelos despreciados
y nuestros bisabuelos una vez más humillados y exterminados. Hemos sido una
nación ejemplarmente agresiva y ajena a creer que solo en fundamentos cívicos y
éticos es posible construir algo parecido a una sociedad justa. Desde que se
logró eso que llamamos Independencia no hemos parado de hacernos la guerra. Y
la de ahora, es una mentira amañada afirmar que lleva cincuenta años. Ella no
es más que una continuación sórdida de las guerras del siglo XIX, surgidas
siempre por leyes arbitrarias que han repartido la tierra en manos de unas
pocas y devastadoras familias. Y como ocurre en todas las guerras, esta tiene
un rostro deforme y sus pretensiones están enraizadas en el engaño. Demuestra,
con amplitud, que en Colombia hemos sido gobernados por una clase política
voraz y corrupta. A la cual ha respondido una subversión frenética y errática.
Y entre ellas, o al lado de ellas, o producto de ellas, porque desde la Colonia
hemos sido un territorio sometido por el contrabando y la rapiña, se ha
instalado el narcotráfico. Y de esta confabulación han surgido las bestias del
paramilitarismo y las bandas criminales. Nuestra geografía se ha llenado de
muchedumbres que huyen porque implacablemente se les ha despojado no solo de
sus seres queridos, sino de la tierra, el paisaje y hasta de la lengua misma.
Esta última, la morada que amamos y que es la que nos convoca en este momento
bajo la figura tutelar del escritor Rómulo Gallegos, también ha sido reducida a
condiciones grotescas. A veces he pensado que a Borges, quien escribió una
historia universal de la infamia, le faltó para que su compendio fuera más
cabal referirse a las coordenadas colombianas.
Con todo, la sociedad civil ha enfrentado esta coyuntura
aniquiladora en medio de la impotencia, la indiferencia y la resistencia. Y es
difícil entender cómo hemos tenido fuerzas para amar, para reír y asombrarnos
ante la vida que surge desbordante e imparable. Porque es verdad que también
vengo de un país en el que el abrazo y la fraternidad son una permanencia
irrebatible. Y es que así ha sido siempre la criatura humana. Entre el vaho y
los abismos que la cercan, sigue empecinada en aferrarse a la esperanza y el
sueño. Esta doble faz, la del horror y la epifanía, la de la belleza y el
sufrimiento es la que he tratado de reflejar en mis libros y muy especialmente
en la novela que hoy se premia en esta sala. Y la verdad es que, aún
sorprendido por este inmenso reconocimiento, debo manifestar a los miembros del
jurado, al Celarg y a los venezolanos mi entera gratitud. Su gesto, a la vez
magnánimo y temerario, ya que se ha premiado a un escritor completamente
desconocido en el panorama hispanoamericano, me conmueve y me honra. Y entiendo
que el Rómulo Gallegos, el más prestigioso en la narrativa en lengua española,
se le ha otorgado a un libro dueño de ciertas particularidades. Su fuerte
vínculo entre investigación histórica e imaginativa recreación del pasado. Su
factura estética que se la juega sin vacilaciones por los abrazos entre
narración, ensayo y poesía. Un universo, en fin, que ha bebido de Alejo
Carpentier, Pablo Neruda y Álvaro Mutis, mis maestros en los primeros años del
aprendizaje literario; y de Augusto Roa Bastos, Juan José Saer y Manuel Mujica
Láinez, otros guías fundamentales de los años de la madurez.
Mi obra, y así concluyo estas palabras, ha sido escrita desde
hace más de veinte años desde una cierta periferia. La periferia que
representan todas las ciudades colombianas que no son Bogotá. La periferia de
mi condición de inmigrante latinoamericano en Europa. Tal coyuntura la ha
lanzado a unas zonas de silencio que me han parecido ásperas pero también
afortunadas. Distante de las ferias de las vanidades letradas, desdeñoso del
poder cultural, el ocultamiento me ha brindado la coraza de la autonomía. He
escrito y seguiré haciéndolo con la conciencia de que escribir, como decía
Albert Camus, es un acto solitario y solidario. Sabiendo que mi atalaya está
sembrada en el cotidiano ejercicio de la disidencia. Y teniendo en cuenta que
la única responsabilidad que tiene el escritor con sus lectores, es decir,
cuando se sienta ante el azaroso vacío de la página en blanco, es trazar de la
mejor manera la escurridiza palabra.
Pablo Montoya
Caracas 2 de agosto
de 2015
6 comentarios:
Buen día,
muchísimas gracias por esta divulgación.
Saludos cordiales,
María Cecilia Plested
que discurso tan hermoso¡¡
Alba Milena Arias
Un saludo desde Pereira profesor Carlos Gamboa. Gracias por el envío de tan importante discurso. También ayer lo leí en el periódico El Tiempo. Me siento orgulloso de Pablo Montoya como escritor y como ser humano; tuve la oportunidad de conocerlo el año pasado cuando nos correspondió ser jurados de un concurso literario en Pereira. Pablo es un ser al que aún no lo ha tocado la arrogancia que a veces da el éxito y ojalá que nunca lo vaya a tocar. Su discurso sobre el desamparo del hombre, especialmente en estos momentos difíciles de nuestra historia, lo acerca aún más a ese ideal de intelectual y humanista que no se deja seducir por el poder y que lo cuestiona con su mejor instrumento crítico: la palabra.
Cordialmente,
William Marín Osorio
Tutor Cread Pereira
Querido Carlos, gracias por este envío tan importante y oportuno. Estoy leyendo "Tríptico de la infamia" y resulta muy apropiado saber más del autor, tan formidable como poco conocido,
Atentamente,
Leonel Perez
Gracias Carlos porque siempre tus escritos o los que compartes nos sirven para sentirnos humanos o para saber que no estamos solos en este empeño de pensar que otros mundos son posibles...
María Elena Erazo Coral
ESTIMADOS HERMANOS:
Solicito inscribirme en el cielo divino de los vórtices virtuales.
Atentamente:
Jorge Vinicio Santos Gonzalez,
Documento de identificacion personal:
1999-01058-0101 Guatemala,
Cédula de Vecindad:
ORDEN: A-1, REGISTRO: 825,466,
Ciudadano de Guatemala de la América Central.
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