Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Docente Universidad del Tolima
En el fangoso trascurrir del día a
día del siglo XXI, olvidamos con frecuencia lo que contiene la definición de
"ser humano", en cuyo centro se encuentra la palabra
"contradicción". Lejos de las ficciones propias de las mitologías
religiosas, el ser humano está hecho de contradicciones; nada más banal que la
pretendida perfección en un mundo agónico en continua transformación, o más
bien debemos decir, degradación.
El siglo XXI nos ha inundado de
mensajes que parecen ir en contravía de nuestra historia y destino como
humanos. Mientras el planeta colapsa, en gran medida por nuestra culpa,
seguimos en la búsqueda de un mundo ideal, gobernado por un ser perfecto, espécimen
que no existe ni ha existido. Esta paradoja nos hace infelices, porque no hay
nada más alejado de la felicidad que tener que aceptar la imperfección humana
en un planeta plagado de supervalores de idealización.
Para ser feliz hoy (o al menos
aparentarlo), hay que tener el cuerpo perfecto vestido con la ropa perfecta
comprada con el salario perfecto del trabajador perfecto. El lenguaje perfecto
debe dar cuenta de un ser con valores éticos y morales perfectos que no ofendan
la pretendida perfección de la opinión de miles de seres perfectos que expresan
opiniones perfectas en medio de miles de redes comunicacionales interconectadas
que dan cuenta de todo lo contrario: la imperfección es connatural a la esencia
humana.
Y al estar atrapados en la ansiedad colectiva de la perfección y sabiendo que la realidad se mueve sobre una enorme superficie de imperfección, experimentamos el vacío de esa idealización imposible. Las relaciones, de todo tipo, fracasan cuando no se logra entender que estamos construidos de contradicciones.
Así que el médico se equivocará en el
diagnóstico, el futbolista errará el penal en el momento trascendental, el
político prometerá más de lo que hará, el líder espiritual de la comunidad
cometerá acciones indebidas, el profesor no tendrá la respuesta adecuada…
Todos, absolutamente todos, haremos acciones “no correctas” en cualquier
instante de nuestra cotidianidad, sólo que es lo primero que olvidamos cuando dicha
acción es ejecutada por el "otro". Entonces, como jueces dotados de
las leyes inalterables de la perfección, desplegaremos un arsenal de juicios
ético-morales contra ese infractor que ha osado vulnerar la perfección. Nuestro
dictamen es letal; como Torquemadas de la era digital, nadie estará exento de
ser calcinado por el fuego de nuestras opiniones.
En ese sentido, existe una enorme
contradicción cultural en el mundo actual: somos una masa imperfecta que busca
desesperadamente seres perfectos que guíen nuestro destino. Los “otros”, para
poder ganar nuestra confianza, se rotulan como seres perfectos porque nadie los
aceptaría si fueran capaces de aceptar lo contrario, es decir, lo real. Ellos
se autoengañan para engañarnos y construir la red universal de la mayor
falsedad que ha existido.
Juzgar al "otro" con el
estándar de la imposible perfección refleja, entonces, una enorme ignorancia
por lo que somos como seres humanos y una falta absoluta de autoconocimiento.
Así que cuando vayamos a juzgar al "otro", debemos observarnos un
instante en el espejo de nuestro interior y recordar aquella conclusión del
psicoanalista Erik Erikson cuando afirmó que: "Cuanto más te conoces a ti
mismo, más paciencia tienes por lo que ves en los demás".
Piensa un momento en lo siguiente: si
todo lo que has sido y eres fuera expuesto en la pantalla de la existencia de
los valores perfectos, ¿qué dirían de ti? ¿saldrías ileso? De seguro ninguno lo
haría; por lo tanto, resulta una paradoja vivencial andar por todos lados,
sobre todo en las redes sociales, rasgándonos las vestiduras ante la
imperfección de los demás.
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