El ideal
humanista que ha caracterizado a la Universidad moderna, como expresión de los
valores éticos de autonomía y realización individuales les que propugnó la
política liberal en el siglo XIX, se ha degradado en la Universidad de nuestros
días a poco más que una frase retórica. A partir de 1945 el desarrollo
industrial fue desplazando este concepto cultural de las universidades, que
pasaron a convertirse tendencialmente en fábricas de cuadros técnicos. Tras el
fracaso del movimiento estudiantil de los años sesenta, que intentó retomar el
olvidado hilo de oro del ideal humanista de Universidad, las universidades de
nuestros días han marginado de sus programas los contenidos humanistas como
consecuencia de la progresiva racionalización tecnológica a que lleva la
competitividad económica. El autor de este trabajo ha escrito, entre otros, los
libros La ilustración insuficiente y La crisis de las vanguardias y la cultura
moderna.
La idea de Universidad todavía predominante se confunde con su proyecto
humanista, fraguado en el período de la Ilustración europea. Este ideal de enseñanza
superior estuvo indisolublemente ligado a una burguesía liberal y a los
objetivos emancipadores de las repúblicas europeas y los movimientos de
independencia política de sus antiguas colonias de ultramar. El sentido y el
objetivo de la Universidad ilustrada giraban en torno a los valores éticos de
autonomía y realización individuales. Su proyecto se servía de una educación
filosófica, filológica y artística en consonancia con el espíritu de una
política liberal que hasta finales del siglo XIX aspiró a una armonía entre el
progreso científico e industrial y los valores éticos y estéticos del
clasicismo y el Renacimiento. La tarea pedagógica de la Universidad era
subsidiaria, como nítidamente reflejan las reflexiones de Humboldt, de un
concepto general de cultura como medio de realización y plenitud individuales,
de la que la Universidad precisamente debía ser una expresión ejemplar. En la
discusión filosófica sobre la Universidad moderna, de Kant o de Fichte, por
ejemplo, este objetivo se fundaba, al mismo tiempo, en un concepto de ciencia
transparente en cuanto a su función social y sus dimensiones éticas. Sin duda
alguna, este ideal histórico de una educación a la vez científica y humanista
encerraba la creación social de una elite política y económicamente
privilegiada. Pero la crítica sociológica de este ideal humanista no puede
reducir legítimamente a esta sola dimensión política lo que constituyó el
fundamental contenido emancipatorio de la Universidad y de las ciencias
modernas. La influencia cultural y política de este concepto de ciencia se
expandió de los centros intelectuales europeos del siglo XVIII a su periferia y
se ha hecho sentir hasta nuestros días. En la atrasada España, todavía dominada
en el siglo XVIII por el poder de la Inquisición y el predominio intelectual de
la escolástica, un humanista como Jovellanos logró introducir eficazmente el
espíritu socialmente renovador de las ciencias modernas. El otro ejemplo lo
proporcionan las universidades latinoamericanas del siglo XIX. La fundación y
la reforma universitarias en países de grandes posibilidades económicas como
México o Brasil, significó, bajo la influencia del positivismo, un tardío
renacimiento de aquellos mismos objetivos unitarios de autonomía cultural,
progreso científico y democracia que inspiraron a la Ilustración europea. Quizá
el último ejemplo histórico que reformuló institucionalmente este mismo
espíritu lo constituyen los años de fundación de la Universidad Libre de
Berlín, inmediatamente después de terminada la II Guerra Mundial.
A partir de 1945, sin embargo, el propio desarrollo industrial fue
desplazando el papel cultural de las universidades en mayor o menor medida
según el grado de desarrollo de las respectivas economías nacionales y de sus
constituciones políticas. Los fenómenos de masificación y burocratización se
impusieron por todas partes. La Universidad dejó de ser paulatinamente el alma
de una elite política e intelectual para convertirse en una fábrica de cuadros
técnicos. El concepto humanista de una formación cultural, generosa en cuanto a
sus contenidos y sostenida por una dimensión ética, dio paso progresivamente a
una racionalización y especialización de sus tareas bajo los imperativos de la
eficacia económica y tecnológica.
AÑOS DE LA REBELIÓN
La crisis internacional de las universidades acaecida en los años
sesenta constituye una clave esencial para comprender su decadencia actual. A
menudo se pierden de vista, a propósito de aquellos años de rebelión
estudiantil, los aspectos específicamente científicos y educativos que la
generaron en provecho de las impresionantes consecuencias políticas a las que
dio lugar. Sociológicamente hablando, aquella crisis fue el resultado de un
desarrollo cuantitativo de los programas de investigación y enseñanza y de un crecimiento
numérico de estudiantes sin precedentes históricos.
Como consecuencia del propio desarrollo tecnoeconómico, la Universidad
industrial llegó a concentrar un inmenso potencial humano y científico de
poder. Esta situación era intrínsecamente conflictiva bajo sistemas políticos
parlamentarios que carecían socialmente de un concepto de democracia en cuanto
a su contenido, y lo era más todavía en sociedades sometidas a regímenes
autoritarios. Pero aquella crisis de la Universidad procedía fundamentalmente
del propio carácter conflictivo de las ciencias modernas, cuyo desarrolló ya no
es capaz de mostrar, al contrario de lo que sucedía en la cultura europea del
siglo XVIII o en la latinoamericana del XIX, objetivos sociales transparentes.
La conciencia de un crecimiento científico y tecnológico agresivo, en un
sentido político, como ético o ecológico, puso en entredicho la propia
legitimidad de la Universidad como institución formativa.
Los años sesenta contemplaron por este motivo el florecimiento de innúmeras
alternativas en los campos científicos más diversos, desde la ingeniería hasta
la pedagogía y desde la arquitectura hasta la psiquiatría, en los que
fundamentalmente se trató de remodelar los métodos, las estrategias y los
objetivos de la producción científica bajo criterios sociales emancipatorios.
El movimiento estudiantil de los años sesenta puso en cuestión el concepto
moderno de ciencia en cuanto a sus objetivos, lo que significaba, al mismo
tiempo, retomar el olvidado hilo de oro del ideal humanista de Universidad,
sólo que ahora bajo una dimensión crítica, puesto que la nueva elite
intelectual no contaba realmente con una base social y económica que pudiera
sostener o al menos apoyar una reforma de las ciencias y de sus instituciones
formativas sobre la base de contenidos sociales nuevos.
UNA DIRECCIÓN TRANSPARENTE
El fracaso internacional del movimiento estudiantil fue, en primer
lugar, el de su proyecto de conferir al desarrollo y la comunicación
científicos una dirección transparente y democráticamente controlada, aun
cuando la dimensión política de la liquidación de sus aspiraciones democráticas
no pueda dejarse de lado. Por lo demás, la involución institucional y social
que le siguió fue negativa en todos sus aspectos. La frustración del medio
estudiantil llevó sus protestas hacia formas progresivamente herméticas y
desesperadas, y al terrorismo como su degradación final.
El caso de Alemania ofrece muchos signos dramáticos a este respecto. A
su vez, la represión política del movimiento estudiantil condujo a un
vaciamiento intelectual de las universidades y a la obstrucción de sus formas
más espontáneas y creativas de comunicación. Un modelo ejemplar en este sentido
lo constituyó la universidad de Nanterre, en Francia, creada como paradigma de Universidad
moderna, técnicamente eficiente y socialmente abierta, que se convirtió
rápidamente en un centro de agitación izquierdista, y acabó convirtiéndose,
tras la liquidación del movimiento estudiantil, en una de las más rutinarias
universidades francesas. Sus estudiantes acuñaron a comienzos de los años
setenta el término de banalización para definir el resultado final de
este proceso.
Pero la característica dominante de las universidades contemporáneas no
es solamente la rutina banalizada de una vida intelectual reducida a las
funciones curriculares. Dos procesos se han abierto claramente a este respecto.
De un lado, las exigencias de competitividad económica han impulsado,
particularmente en los países desarrollados, su progresiva racionalización tecnológica.
Las tareas científicas rentables desde una perspectiva tecnoeconómica han
tendido y tienden a anular la función formativa de la Universidad, lo que se
traduce en la lenta pero tenaz marginación de los contenidos humanistas,
filosóficos, estéticos y críticos de la enseñanza universitaria.
Se pueden citar a este respecto numerosos y ostensibles casos, como la
eliminación de disciplinas filosóficas en las universidades americanas, la
desaparición de la filología clásica incluso en universidades como las
alemanas, en las que poseen una tradición casi legendaria, o la transformación
de facultades de otrora marcados componentes sociales y artísticos en
institutos técnicos, como los de arquitectura. Este proceso se ha apoyado, a su
vez, en una organización cada vez más vertical de la enseñanza y la
investigación científicas, en perjuicio de la autonomía de los institutos, de
la flexibilidad horizontal de proyectos interdisciplinares y del necesario
marco de espontaneidad que requiere una comunicación intelectual mínimamente
creativa.
La docencia tiende con ello a fragmentarse en una esterilizante
separación departamental y a limitarse a una rutinaria función curricular. El
caso más salvaje que he conocido a este respecto es una facultad de Filosofía,
en la universidad de Madrid, que con apenas 25 profesores decidió dividirse en
tres compartimientos estancos, dedicados, respectivamente, a la Ética, la
Teoría de las Ciencias y la Historia. Todo este proceso de empobrecimiento no
se cumple sin una legitimación teórica: la de una objetividad científica y una
profesionalización que en el mejor de los casos fomenta el desarrollo rutinario
de una investigación técnicamente perfecta, pero carente de objetivos en cuanto
a su contenido y, por tanto, también de dirección.
En aquellas universidades que tradicionalmente carecen de una eficiencia
tecno-científica, por tanto, en los países menos desarrollados, se da un
proceso semejante en cuanto a sus consecuencias: la burocratización de la
enseñanza universitaria a través de la creciente politización de su
administración. En países como España o México este fenómeno adquiere
proporciones ciclópeas, en parte como secuela de la degradación izquierdista de
la revuelta estudiantil. Los agitadores de ayer, por una ironía de la historia
que, sin embargo, se explica en razón de estrategias políticas más bien poco
afines a la deseable transparencia de la comunicación científica, se han
convertido en los administradores de hoy.
LA ADMINISTRACIÓN SE POLITIZA
Y con sus nuevos protagonistas, la Universidad se ha convertido en el
escenario de carreras; políticas más o menos estelares, de intrigas, pactos y
compromisos de intereses, de favoritismos, clientelismos, amiguismos y grupos
de presión, un paraíso, en fin, para almas cándidas que acudan a sus aulas para
aprender los frágiles caminos del conocimiento. El resultado de esta
instrumentalización política de la formación universitaria, complementaria a su
instrumentalización tecnoeconómica, es la apatía intelectual de sus miembros y
la despolitización de las ciencias. Nunca las actividades científicas de la
Universidad estuvieron más alejadas de los problemas cotidianos del mundo.
La pérdida de cualquier dimensión formativa, que necesariamente encierra
una dimensión estética, una comprensión teórica global de la realidad, y el
espacio para una actuación intelectual no solamente eficaz, sino también
flexible y creadora, se exhibe obscenamente en la propia arquitectura de las
universidades erigidas en los últimos años. Comparar el idilio intelectual
neogótico de universidades como la de Princeton, en Estados Unidos, con la
grandilocuencia faraónica de una universidad como la de São Paulo, en Brasil,
resulta chocante.
Se me objetará con la mayor facilidad que no es legítimo comparar una
flor de la entonces joven democracia norteamericana con las miserias y
vicisitudes de universidades levantadas por dictaduras militares. Pero es
interesante reparar en las diferencias en cuanto al contenido de dos modelos de
vida intelectual que tienen en común su carácter internacionalmente
representativo.
Por decirlo en dos palabras, Princeton tiene el encanto de un espacio
extremadamente agradable que acoge a sus moradores y les invita al diálogo, al
estudio y la reflexión. Los lugares de encuentro se cuentan por decenas, y uno
siempre acaba, sin saber por qué, metido en confortables bibliotecas. Lo que
sorprende visualmente en tina universidad como la de São Paulo es su
monumentalidad fuera de toda escala humana. No sólo es difícil su acceso desde
la ciudad, sino que la misma distancia entre sus facultades se mide en
kilómetros. Sus edificios expresan una voluntad megalomaniaca. Hay facultades,
concebidas, sin embargo, para un número reducido de estudiantes, cuyos
portales, halls, rampas de acceso y salas de actos parecen más
apropiados para desfiles de caballería o almacenes industriales que para el
recogimiento del trabajo y el diálogo humano. Son verdaderos mausoleos de la
inteligencia en los que no existe intimidad alguna que pueda acoger la
reflexión.
Repito, sin embargo, que es éste solamente un caso extremo de un proceso
de fragmentación disciplinar, reproducción burocrática y pobreza intelectual,
cuyos signos se han vuelto universales.
Pero no sólo para almas delicadas que anhelan el ideal de un foro
independiente en el que la inteligencia pueda indagar los maravillosos secretos
de la naturaleza o los complicados destinos de la sociedad, la Universidad se
está convirtiendo en una institución obsoleta. La perspectiva futura de la Universidad
no es más lisonjera desde el punto de vista de su rendimiento tecnoindustrial.
Hoy es ya dominio de todos, una tendencia que se prefiguró en Norteamérica
inmediatamente después de Hiroshima.
El proyecto Manhattan, ligado a la Columbia University, y los conflictos
morales que ocasionó su cumplimiento pusieron de manifiesto la necesidad de
integrar directamente la investigación científica bajo la Administración
militar y separarla, consiguientemente, de las universidades. Esta integración
se ha ampliado en los últimos años a todas las empresas industriales de
envergadura internacional. Se trata de una evolución institucional que entraña
una dimensión históricamente nueva del desarrollo científico, y en muchos casos
aparece como una feliz alternativa a la creciente infuncionalidad y consiguiente
cinismo que imperan en muchas universidades.
Tanto más cuanto que estos centros de trabajo abarcan amplios campos del
conocimiento, incluidos los humanísticos, y la lógica capitalista de
rentabilidad que los distingue impone un grado de eficiencia y de creatividad
que la Universidad, en general, no garantiza ya. Ciertamente el proceso de
integración industrial del conocimiento plantea a éste el delicado problema de
su independencia. Pero la experiencia muestra, al fin y al cabo, que es más
fácil entenderse hasta con las máquinas, cuando son inteligentes, que con
funcionarios de mentalidad corporativista y, en definitiva, parasitaria.
No cabe ninguna duda de que estos nuevos centros de investigación son
hoy decisivos para el desarrollo tecnológico, y, en la medida en que su radio
de acción se amplíe también a los aspectos culturales, sociales y artísticos,
pueden contribuir a un auténtico progreso social. Y, sin embargo, las
posibilidades más espectaculares que tales alternativas puedan acariciar no
debieran volver nuestra espalda al problema de la Universidad actual.
Ésta sigue siendo una institución cultural fundamental por la cantidad
de jóvenes y la variedad de conocimientos que alberga. La Universidad sigue
teniendo la vital importancia de una institución pública dedicada a la
formación en el sentido más amplio de la palabra, aun allí donde se encuentre
amurallada y separada de las ciudades y su maquinaria haya convertido la
educación en un deprimente sistema de tortura espiritual. Hoy es necesario
declarar y discutir abiertamente los males que aquejan a las universidades.
Considero, como muchas otras personas que han tenido la suerte o la
desgracia de una experiencia académica diversificada en muchas y muy diferentes
universidades, que su realidad es muy sombría. Creo que la situación académica
del mundo actual, que encierra al mismo tiempo la del contenido social de la
tecnociencia en la cultura posindustrial, ha alcanzado el límite de su
degradación imaginable. Un filósofo brasileño ha formulado recientemente esta
situación bajo una valiente disyuntiva: Universidad o barbarie, un nuevo
concepto, de barbarie que no afecta solamente a las condiciones deformadoras de
la actual educación universitaria, sino al propio desarrollo de las culturas
nacionales e históricas. Pero ni todo en las universidades actuales es
podredumbre ni su estancamiento actual cierra completamente todos los caminos
de salida. Quizá es preciso recordar que, en el último extremo, el más
elemental contacto con jóvenes llenos de curiosidad intelectual y con decidida
voluntad de abrirse paso de una manera libre y reflexiva en las difíciles
condiciones sociales del mundo de hoy es y será siempre un estímulo
incontrovertible para nuevas ideas y fórmulas organizativas, para una reforma
de los contenidos y sistemas de comunicación académicos, a las que la
Universidad está constantemente obligada aunque sólo sea por el simple hecho de
que nuestra sociedad plantea todos los días nuevos y más acuciantes dilemas.
El camino es largo y las soluciones son difíciles. No es éste el lugar
más adecuado para plantear si las estrategias inmediatas de renovación e
innovación deben privilegiar centros autónomos de investigación, fomentar la
interdisciplinaridad, crear espacios intelectuales extracurriculares o apoyar
la proyección social de la actividad académica. Pero me parece importante
subrayar la necesidad de que, allende las reformas administrativas y
legislativas a las que están sujetas las universidades en el mundo entero, en
razón de los cambios sociales, las innovaciones tecnológicas o la evolución
política de las naciones, se planteen y discutan con el mayor rigor las
cuestiones que afectan, en cuanto a su contenido, a los objetivos sociales de
la formación académica y del desarrollo científico.
EL IDEAL DEGRADADO
El ideal humanista de la Universidad moderna se ha degradado a poco más
que una frase retórica. En muchos aspectos la función de la Universidad actual
se ha vuelto opaca, desde el punto de vista de quienes acuden a ella en busca
de una experiencia ejemplar de la realidad y de conocimiento, y también desde
el punto de vista social. Esta opacidad es hoy, en primer lugar, inherente al
propio desarrollo tecnocientífico.
Admitir esta deshumanización real como una necesidad histórica
significaría, sin embargo, aceptar el fin de la Universidad y una barbarie
científicamente concertada. Por el contrario, reactualizar aquella finalidad
transparente que las ciencias; exhibían bajo su necesaria organización académica
sólo es posible hoy abriendo decidida y generosamente nuevos espacios
intelectuales para la discusión de sus contenidos y sus formas y sus objetivos.
De la creación de estas nuevas formas de comunicación y de su emplazamiento en
el corazón de las universidades depende, hoy más que nunca, su propia
sobrevivencia.