Por: Carlos Arturo Gamboa
B.
Docente Universidad del
Tolima
Por estos
días vuelve a los medios el discurso sobre certificación en la lucha contra las
drogas, y viene acompañado de la pretensión de Trump de intervenir a Venezuela
bajo la acusación de promover el narcotráfico. Es decir, las drogas ilícitas
siguen estando en el centro del debate geopolítico, como ocurre desde el año
1971, cuando Richard Nixon introdujo el tema en la agenda internacional.
A estas
alturas del siglo XXI, todos sabemos que las drogas ilícitas son un gran
negocio y los carteles son multinacionales muy rentables. Pero lo que muchos
olvidan es que estas empresas ilegales son la representación más contundente
del capitalismo. Generan un producto que posee alta demanda y se comportan como
una estructura transnacional. Existen, dentro del negocio, los obreros rasos
que reciben la menor parte de la plusvalía, mientras que los intermediarios y,
sobre todo, los dueños del macrobusiness son quienes se enriquecen de verdad.
Si el tráfico de drogas ilegales se parece tanto a las empresas legales, ¿por
qué están prohibidas?
Hay
múltiples razones que siempre se arguyen, como que este tipo de drogas son
dañinas para la salud; pero la Coca-Cola también, y los alimentos procesados, y
el azúcar y mil productos más que circulan libremente por el mundo. También se
suele decir que los consumidores de drogas se ponen locos, igual que hacen los
defensores de caudillos religiosos o líderes políticos, y cada día estos
abundan más y nadie los prohíbe.
También se
afirma que las drogas ilícitas hacen que las personas caigan en un estado de
enajenación, como pasa con el exagerado consumo de las redes sociales o los
adoradores ciegos de guías charlatanes, sin importar la ideología que vendan. Y
para enajenados tenemos millones de espectadores que siguen los más banales realities
frente a las pantallas que adormecen.
Muchos,
desde el punto de vista jurídico, afirman que las drogas terminan generando un
entramado que multiplica los problemas legales, aunque no superior a los
impactos legales de la política, esa otra droga peligrosa y adictiva. Hay
quienes afirman que las drogas ilícitas bajan la productividad laboral,
desconociendo que en entornos laborales como Wall Street se presentan los más
altos consumos de cocaína y nadie puede decir que WS no es productivo. Y si la
excusa es que el consumo de drogas produce problemas mentales, no se han
detenido a ver lo angustioso y enfermizo que resulta vivir en pleno siglo XXI.
Así pues, la
actitud frente a las drogas ilícitas pasa por la mayor hipocresía construida en
estos siglos. Sí, hacen daño, como el alcohol y el cigarrillo. Sí, producen
muertes, como las grasas saturadas. ¿Prohibiremos entonces todos estos
productos? ¿Meteremos a la cárcel a alguien por atragantarse de papas fritas,
hamburguesas y Coca-Cola, las causantes en gran parte de los problemas de
obesidad crónica? Hay algo en esta supuesta lucha que no cuadra. ¿Qué se
esconde entonces detrás de tan cacareada y poco efectiva lucha contra las
drogas ilícitas?
Es muy
conocida aquella afirmación de John Ehrlichman, antiguo asesor de Nixon, quien
dijo sin sonrojarse, por allá por el año de 1994, que “La guerra contra las
drogas en sí misma fue diseñada para atacar a los negros y a los hippies”,
es decir, fue una estrategia encubierta con fines distintos a los mostrados al
gran público. Esa es la razón de ser de que, después de 54 años y de un total
fracaso en el balance global, la llamada lucha contra las drogas siga siendo un
eje central de la geopolítica de EE. UU. contra países, especialmente de
Latinoamérica. Este eslogan cubierto de una falsa moralidad sirve como escudo
de guerra para intervenir en otros países, sobre todo si esos países poseen
bienes materiales necesarios para alimentar la gran máquina de fabricar dinero
en el Norte y pobreza en el Sur.
Hoy en día,
la variedad de drogas sintéticas inunda el mercado, muchas de ellas producidas
en laboratorios que funcionan en suelo estadounidense; por eso las drogas
clásicas como la marihuana y la cocaína son apenas el génesis de un negocio
soportado por la cultura del consumo de productos malsanos que agobia el mundo.
El tabaco, por ejemplo, reportó alrededor de 8 millones de muertos en el año
2024, mientras que cerca de 11 millones de personas murieron por consumo de
comida chatarra en el mundo ese mismo año. De los cerca de 300 millones de
consumidores de droga que existen actualmente en el mundo, cerca de unos 3
millones mueren por causas directas como sobredosis o enfermedades
concomitantes, pero incluyendo el alcohol entre las drogas causantes.
En donde sí
se presentan aumentos de muertes por causas de las drogas ilícitas es en el
campo directo del tráfico; es decir, en las diferentes subdivisiones de la gran
empresa. La lucha entre carteles, el asesinato de policías, la muerte de
cultivadores, de transportadores, de distribuidores, entre muchos actores,
marca una tendencia al aumento, que claramente se corresponde con el aumento
del consumo. Es un hecho real: el consumo recreativo crece de manera regulada,
mientras que el consumo prohibido se dispara de manera incontrolada. Al no
existir una regulación, el mercado crece a sus anchas y el neoliberalismo es
feliz con estas divisas que penetran infinidad de negocios, campañas políticas,
jueces y organizaciones encargadas de su control.
En el fondo,
si el Informe Mundial sobre las Drogas
2024 de las Naciones Unidas muestra un crecimiento de población
consumidora y de producción de drogas ilícitas, se está ratificando lo que
muchos sabemos: esta es una guerra perdida, pero que sirve como cortina para
otros intereses. Solo basta ver el tablero geopolítico para entenderlo más
claramente. El futuro de las drogas en el mundo pasa por la regulación y
la legalización, como ocurrió con el alcohol, el cigarrillo y, más
recientemente, la marihuana en muchos lugares del planeta. Solo que mantener el
eslogan de “lucha contra las drogas” sirve a otros intereses y cuenta con la
falsa moralidad de quienes aún las conciben como un símbolo de maldad, no como
parte de la cultura de consumo; más en un tiempo esquizoide en el cual muchos
requieren estar narcotizados para soportar la realidad.