Carlos Arturo
Gamboa Bobadilla
Publicado en Boletín ASPU Presente No 5. febrero 2016.
Es
al filósofo Platón a quien se le atribuye la siguiente frase: “El precio de desentenderse de la política es
el de ser gobernado por los peores hombres”, enunciado que contiene una
verdad aterradora. Sobre la Universidad del Tolima se han dicho muchas cosas
durante el último semestre, casi todas relacionadas con la crisis financiera y
presupuestal por la que atraviesa, pero pocos de los análisis y propuestas de
salida planteadas retoman el tema del gobierno, del ethos universitario y de la política.
Como
entidad regional, la Universidad del Tolima ha estado instalada y permeada por
una clase dirigente inferior a su compromiso. No hablamos hoy de esos insignes
liberales radicales del siglo XIX que tanto renombre le dieron al departamento;
hablamos de un grupúsculo de personajes, cuya distinción de colores y partidos
no los hace diferente en sus actuaciones, casi todos permeados por la
corrupción, el clientelismo y la voracidad por lo público. Enormes guetos de
electores que igual que sus patrones solo buscan el beneficio propio, las
evidencias de sus desastrosas actuaciones se ven en la escasa infraestructura
regional, la decadencia de las ciudades y pueblos, los atrasos en los mínimos
vitales de bienestar de los habitantes y el deterioro de las finanzas del
Estado. Ellos también han devorado la Universidad del Tolima, infiltrándose en
la academia y poniendo el sagrado ejercicio de la educación superior en manos
ineptas y langostas del erario.
Pero,
¿y los actores universitarios qué han hecho para evitarlo? Lamentablemente muy
poco. Los Directivos que se turnan el poder de mano en mano, son parte o se
constituyen en parte de la burocracia regional, debido a la conformación del
Consejo Superior Universitario, en donde la correlación de fuerzas hace casi
imposible que una opción alternativa, con ideas universitarias y sin antojos
depredadores, pueda acceder al gobierno y establecer un pacto colectivo
académico. Como resultado se eligen rectores comprometidos con las burocracias
locales, quienes pasan factura al posesionarse. Por su parte, los docentes, en
su mayoría formados en regímenes educativos del mercado, ingresan con una idea
de universidad basada en la productividad, acumulación de puntos y estándares
de investigación, olvidando o restándole importancia a sus actuaciones
políticas en defensa de lo público, desconectando el saber con la realidad de
la transformación social, oficio que le compete por misión a los
universitarios.
De
otro lado, los estudiantes, en su mayoría desentendidos de la desprestigiada
política, se refugian en las redes buscando acortar el tiempo de su periodo de
formación de pregrado, y van y vienen por el campus, ingresan presurosos a las aulas y miran con recelo todo
tipo de expresiones de lucha y defensa de lo público, las que califican de
“mamertadas”. Algunos pocos, más conscientes de los problemas, se refugian en
organizaciones obsoletas que terminan sumidas en ejercicios electoreros, casi
siempre dinamizadas desde el centro del poder político, es decir, desde Bogotá.
Un número menor considera que fumar, beber, pintar paredes y armar un tropel cada
seis meses, es suficiente para transformar la universidad pública; por eso
muchos de ellos terminan al servicio del poder de turno, que cambia prebendas
por gobernabilidad.
Los
trabajadores, quienes no tienen representación en el CSU, se limitan a ir a la
deriva de las decisiones institucionales. Muchos de ellos no son conscientes de
sus funciones dentro de lo público y algunos hacen parte de las redes
politiqueras que han infiltrado el Alma Máter, recalcando que allí no importa
la ideología, derechas, izquierdas y centros negocian por igual los silencios y
cobran sus cuotas cumplidamente. No son todos, pero con los existentes es
suficiente para poner en jaque la institución, porque como en la ciudad o el
país, las mayorías sufren de apatía, la cómplice número uno del deterioro de lo
público.
Estas
formas apolíticas de actuar son el abono para que germinen las crisis; y eso es
exactamente lo que el panorama nos muestra en la Universidad del Tolima. Los
últimos años fueron de silencios cómplices, salvo la voz reiterada y perseguida
de la Asociación Sindical de Profesores y uno que otro actor aislado, lo que
conllevó a la construcción de un gran telón que impidió ver el iceberg que se acercaba amenazante. Hoy,
cuando el agua llega al cuello, no queda más que recordar la importancia de la
acción política, de la consciencia del ethos
universitario, de la función política e intelectual del docente, del
compromiso institucional de los trabajadores y la rebeldía implícita de los
jóvenes estudiantes. La crisis de hoy es también producto de haberlo olvidado o
haberlo tranzado.
4 comentarios:
Pertinente la idea del artículo en esta noche donde muchos rostros se confunden por el ambiente oscuro. Falta insistir en la relación estructural entre el presidente del consejo superior (el gobernador y el rector), y el papel de los otros representantes en la crisis presente.
Luis Fernando Rozo Velasquez
Comparto totalmente...
Julio Cesar Carrión
Esta es una vital y oportuna reflexión que amerita ocupar el centro del debate si se quiere iniciar una reestructuración basada en la recpnstrucción del ethos y recuperar la UNIVERSIDAD para la sociedad futura.
Esa es la escueta realidad de la universidad frente a la carcoma de la política. Si no se dan los verdaderos procesos de los actores competentes, se seguirá en el estado de confort. De acuerdo con su texto.
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