Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Suele dar ganas
de marcharse. El mundo como invitación a la sed del errante ofrece la
incertidumbre y por lo tanto la pasión. Hoy cuando es fácil acceder, mediante
el Aleph de los medios virtuales, a muchos
rincones inhóspitos del planeta, el deseo de viaje parece delirante. Queremos
ir a constatar que esas imágenes son reales, que se corresponden con el mundo
de lo concreto.
Muchos se van.
Unos en busca de fortuna, guiados por la luz amarilla de las promesas de
progreso. Otros sedientos de encontrar en las cunas de la civilización las
claves del futuro. Se va el muchacho de rostro desolado a buscar oportunidades en cualquier esquina de
cualquier ciudad, se va el aprendiz de escritor a rebrujar en la historia de
las palabras, como si visitar mansiones, calles y bares de antiguos gurús le
concediera el hálito de las posibilidades. Se va el profesor a formarse en las
grandes ecoles del mundo, buscando
diplomas que le garanticen la superioridad del saber. Se va el polizonte bajo
el manto oscuro de su exilio, se va el pintor rastreando las pinceladas de Van
Gogh, se va el músico tras la lira que Nerón tocaba mientras ardía Roma. Se va
el hombre que gritó libertad en el parque y a cambio recibió un domicilio de
fusiles. Se van por montones a poblar un mundo, como siguiendo el antiguo
mandato del Génesis: “llenad la tierra, y sojuzgadla”. Todos dicen no ser
profetas en su tierra.
Otros nos
quedamos. Atados al suelo repleto de esencias ancestrales. Buscando el zumo y
la magia del mito asesinado en los tejados de la posmodernidad. Ya lo dijo Roa
Bastos: “Ni cosmopolitismo es universalismo,
ni localismo, su negación”. Hay tanto que hacer aquí bajo mis plantas que
me faltarían reencarnaciones para transformar algo. No hay sino una vida, dicen
los que se marchan, y ellos la quieren gastar en aviones, trenes y calles de
enormes ciudades. Irse o quedarse, he ahí el dilema. ¿Irse por el mundo y jamás
haber partido? ¿Quedarse y jamás habitar el territorio? Desarraigos, errancias,
quietudes, exilios. Síndrome de la expulsión del paraíso, deseo de retornar al
útero.
Ir y volver.
Péndulo de la existencia. Sólo que aún creo posible ser profeta en mi propia
tierra, al fin y al cabo, ya lo dijo Roa Bastos hablando de la obra de Rulfo y
Borges: “Los escenarios importan poco, o
importan sólo en la medida en que la cosmovisión personal, las esencias
culturales de cada uno, contribuyen a condensar sus experiencias simbólicas,
los mundos de su imaginación mítica”.
Entonces me
quedaré mientras regreso.
tal vez, algunos no seamos profetas en nuestra tierra, a causa de nuestro mismo destino impuesto por nuestras acciones, sin embargo no creo que yendonos a otras latitudes logremos fundir nuestros conocimientos y cocinar mas cultura que la que deseamos arraigar en la tierra que nos vio crecer...y donde debemos morir. hay que crecer y retornar a lo que nos pertenece para asi mismo dejar a nuestras generaciones una esperanza de triunfo y huella, sea el que sea nuestro exito personal.
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