Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Docente Universidad del Tolima.
Por estos días de agitada confrontación política y
desaforado antagonismo, días cuando la muchedumbre colombiana busca
desesperadamente un nuevo prócer, -porque el último ya no posee más que el olor
nauseabundo de los próceres caídos en desgracia-, quiero recomendar la lectura
de un libro.
Se trata de “Adiós a los próceres” del escritor
colombiano Pablo Montoya. Un compendio de veintidós semblanzas de hombres y
mujeres que fueron erigidos como héroes nacionales y que una larga tradición de
adoradores ciegos, como los que hoy están en pugna, se encargaron de mantener
incólumes, como semidioses de un lamentable Olimpo criollo. Pero a esos
nombres, Pablo Montoya agrega el mayor villano de nuestra historia patria,
Pablo Morillo, el pacificador. Quizás esto lo hace para recordarnos que sin
enemigos no hay gloria.
Los próceres deambularon entre libros de historia,
versos grandilocuentes, poetastros e historiadores oficiales y profesores de historia
formados en repetir libros de historia que escribieron historiadores formados
en la adulación. Y así sobrevivieron hasta estos días; y la pasan colgados en las
paredes de nuestros colegios o mirando fijamente desde los bustos que pululan
en las plazas y parques que llevan sus nombres. La mayoría de ellos murieron
jóvenes y de esa manera lograron arraigarse en el imaginario popular de un país
dado a la especulación como forma de vida.
Nuestro último prócer, de ruana y sueños
dictatoriales, no ha muerto joven, se está pudriendo en vida y eso ha permitido
ver el trasfondo de su fingida gloria. Por eso la sombra de una nación nunca
terminada de construir, sigue en esa eterna pugna, buscando salvadores, neo
patriotas, libertadores, machotes gritones, militares que hagan tronar sus
armas y saquen suspiros de los pechos de las damas de bien. Todo esto pasa
mientras el último prócer agoniza de exceso de poder en su finca y da órdenes
aquí o allá con el ánimo de mantener su casta, pero olvida que la miseria se
cierra con ciclos de miseria. Algunos historiadores, como los de otrora,
estarán esculpiendo las líneas de su falsa gloria, para seguir haciéndonos
creer que este es un país de patriotas sacrificados por su pueblo.
La virtud del libro de Montoya es que hace reír, de
esa manera que la fina ironía delinea una sonrisa en los labios del lector. Nos
muestra esa verdad que siempre estuvo a nuestra vista, pero que la tradición
oral y la tradición académica deformadora nos impidieron ver. Esos grandes
próceres, fundadores de una patria que se diluye en el tiempo, son puestos a la
palestra pública con sus agonías, sueños, delirios, intereses disfrazados,
megalomanías y muchas miserias más.
Pablo Montoya nos da una lección de historia sobre la
histeria patriotera. Al mejor estilo de la terapia de la regresión, nos lleva a
los inicios de la llamada gesta independentista de España y bajo la magia de
unas bien buscadas palabras, deja al desnudo esa lista de rábulas, leguleyos,
lenguaraces, músicos, poetas, guerreros, soñadoras y traidores que dieron forma
a esa amorfa época, de la cual aún cargamos el peso de sus decisiones.
Consciente de su oficio de destructor de mitos,
Montoya busca dardos para cruzarnos el pasado con el presente, para incitarnos
a pensar que “desde siempre hemos estado jodidos”, que nuestra historia es un
montón de hojas mal reescritas para hacernos creer lo que no somos. Que
olvidando la mortalidad de nuestros próceres nos metimos en la tarea de
perpetuar sus errores y exaltar las falacias que de ellos nos narraron.
Aún, en el siglo XXI, seguimos peleando entre
nosotros, como protagonista de una espectral saga milenaria. Santander sigue
buscando a Bolívar para matarlo, Bolívar sigue fusilando inocentes, los indios
y los negros siguen siendo usados para alimentar el gran ejército patriotero
que llevará a nuevas conquistas de riquezas que repartirán entre los
privilegiados. El país sigue en constante ebullición, una nación que no termina
de parirse a sí misma.
Por eso el libro “Adiós a los próceres” me parece de
una luminosidad increíble, logra con ese lenguaje iconoclasta hacer lo que los
nadaístas soñaron, develar la podredumbre de la realidad; pero acá lo hace con
la historia de nuestros héroes de papel, similares a los actuales.
Quizás la lectura de este texto sea urgente para
todos, deberían hacer una serie sobre estos perfiles. Descabezar tanto ídolo
incrustado en los relatos nacionales y entender que tenemos una tarea pendiente
con la historia, dejar de adorar los próceres y construir la nación desde las
diferencias, las necesidades de las regiones y los hechos de nuestra, casi
siempre, absurda realidad.
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