Por: Carlos Arturo
Gamboa B.
Docente Universidad
del Tolima
Se
acercan las elecciones de periodo presidencial en Colombia, el acontecimiento
más trascendental de la democracia colombiana y el más insustancial. Ver la
lista de los últimos presidentes es asistir a una decepción tras otra, los
buenos presidentes de este país sólo existen en las cartillas de historia con
las que se oculta la verdadera historia.
Y ahora, como cada cuatro años, asistimos a la
teatralización de los sueños, las promesas y la venta de caudillos del
marketing electoral. Cada grupo quiere “imponer” su dirigente y para ello
utiliza todas las estratagemas; la preferida, destruir al otro y sus adeptos.
Lo más escaso: las ideas, la política.
La
puja de los últimos años ha estado atravesada por el miedo y la mentira de una
parte, y por la incomprensión de la masa, por la otra. Por el medio (centro) han
ido las buenas intenciones disfrazadas, pero no diferenciadoras, por eso la
guerra siempre ha sido entre los extremos.
Para
el 2022 nos preparamos a elegir un nuevo presidente ¿pero de cuál país? Somos
muchos países dentro de esta mezcla llamada Colombia y algunos de esos países
han tenido presidente, mientras que la gran masa, la mayoría, no. Uribe fue
presidente (y sigue siendo) de los latifundistas y sus doce hacendados
empresarios, una pequeña porción de país que es dueña del 80 % del país.
Pastrana
fue presidente de ese país cachaco, ese país que se cree de mejor país y cuyos
bordes detestan porque les recuerda de dónde huyeron. Samper fue presidente del
país tramoyero, el de las mafias en ascenso, herencia que supo capitalizar
Uribe y ese sector proclive a la cultura narco, que no se limita sólo al
tráfico de drogas, si no que se ha instalado como un modus vivendi: amor al dinero fácil, extravagancia, moralismo
extremo y religiosidad hipócrita.
Durante
el siglo XXI han disputado el poder varios sectores. Un liberalismo decadente
con tinte social que aún sueña con la reencarnación de Gaitán, quien se ha
erigido como un mito del prócer ideal, pero cuya muerte impidió que hubiésemos
vivido el desencanto de su gobierno. Lo mismo pasó con Galán, otro liberal cuya
muerte aún arrastra el país en investigaciones y cuyas banderas se reencauchan
a todo tipo de servicios. No es banal que estas dos figuras del imaginario
ideal de gobernante sean dos caudillos.
La
intención transformadora de la Constitución Política del 91 fue aplastada por
las reformas y las triquiñuelas del poder, esas mismas “jugaditas” que vimos
hacer en el Senado a Ernesto Macías sin ningún asomo de vergüenza. Muchos votan
por ese tipo de políticos, porque hay un país en donde las triquiñuelas son
sinónimo de “viveza” y esos comportamientos son celebrados.
La
izquierda, y sus diversos tintes, ha intentado consolidar un candidato,
obviamente también de corte caudillista, que recoja el descontento de las
mayorías, sin entender que las mayorías también son-mos el problema. Esos caudillos
son defendidos enardecidamente por sus seguidores y esos seguidores no se
diferencian de otros seguidores de otros caudillos que también son defendidos
enardecidamente por sus seguidores. Este país en conjunto es un trabalenguas.
El
problema radica en que todos esos países que habitan en el país llamado
Colombia, no necesita un presidente, necesita una fuerza transformadora. Los
caudillos siempre serán figuras del desencanto, no importa la banderita que
carguen en su chaleco.
La
transformación de una nación va más allá de un líder, se gesta en la multitud,
en la construcción de un sujeto que piense más allá del eslogan de un partido y
del odio por el diferente, lección primera que les enseñan a trasmitir sin
asomo de autocrítica. Muestra clara de esto es la guerra entre “godos y
liberales” que pervive y se reencarna de manera distinta cada cuatro años.
Ahora de nuevo vemos emerger las figuras de
caudillos que se aprestan a “pelear por la presidencia”, pero la verdad pocas
cosas nuevas veremos bajo el sol. Un caudillo de izquierda cuyos seguidores
saben odiar a los que no son adoradores de su caudillo. Otro caudillo emergente
de centro-derecha que empieza a edulcorar su imagen y que atraerá a ese pequeño
país intelectualoide de educados y propositivos. También tendremos otros candidatos
caudillos, herederos del señor hacendado mayor, cuyos tentáculos mafiosos aún
sostienen su aparato que se niega a ceder el poder desgastado que muy bien
dibujo Gabriel García Márquez en “El otoño del patriarca”.
¿Y
las alternativas? Pasan por la concientización de las masas, por la acción en
las urnas de los cansados e indignados, por los grandes grupos de mujeres,
hombres y diversos que constituyen ese otro país, el más grande de todos. El
país que no cree en las Instituciones, que odia la política porque la asocia,
con toda razón, a la corrupción, la pereza, la sinvergüencería y el descaro.
Ese
otro país, enorme y necesitado que clama por salud, educación y oportunidades
para poder desarrollar su potencia y sensibilidad humana. Ese gran país que se
queda en casa el día de las elecciones y reniega de todo, porque el hastío le
ha llegado al cuello. Ese país no necesita un presidente, ningún caudillo
animará el despertar de esa masa. Sólo necesita “un gobierno decente” que les
haga recuperar la fe en un país que asusta por la desigualdad y falta de
oportunidades; un país en donde te matan por pensar diferente, por expresar la
opinión, por denunciar la corrupción, por cruzar una calle y ser embestido por
un borracho, por robarte el celular. Un país en donde por todo y casi nada te
pueden matar.
Ese
país que necesita ser reinventado es responsabilidad de todos y cada uno, no
sólo de un caudillo, por muy bonito que hable o por muy bien presentado que salga
en la foto de campaña. Lo triste de todo esto es que para el 2022 que se
aproxima, muchos ya han desempolvado su caudillo favorito, incluso muchos de
los que apenas hace unos meses llamaban a la total transformación y tumbaban estatuas
obsoletas.
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