Por:
Richard Eduardo Hayek
Egresado
Universidad del Tolima – IDEAD-
¡¡¡Qué
felices éramos!!!- leí hace días en uno de los tantos post que abundan en Facebook. Abro un paréntesis (pareciera que
esas publicaciones se multiplican como verdaderos virus, bacterias y demás organismos
del microcosmos que nos rodea, evidenciando una otra pandemia: la del
estupidismo generalizado, porque se encuentra uno con unas cosas) Cierro el
paréntesis.
Volviendo
al tema, decía algo sobre la felicidad… ah, sí, que leí por ahí lo felices qué
éramos, supongo que antes de la pandemia, aunque vale la pena preguntar(nos):
¿realmente éramos felices? Y sí lo éramos, entonces ¿a qué se debía nuestra
felicidad? ¿Acaso cambió tanto el mundo para abandonarnos a la tristeza (sí, no
es una obviedad, inclusive (re)pregunto: ¿cambió tanto el mundo, más allá de no
podernos movilizar ni consumir libremente?)? ¿No será que ni al borde del
comienzo de nuestro final podemos dejar de ser tan fútiles, hipócritas y
banales? ¿O es que a nadie le parecen extrañas las ínfulas de hermandad que se
han desatado por estos días: que aplausos, que mercados, que comederos para los
perros callejeros, que carreras gratis para los empleados de la salud…? ¿Es
necesario llegar a una situación extrema para reconocernos en –y como– otros,
para legitimar la presencia de aquellos a quienes siempre mirábamos por encima
del hombro? ¿Es así el nivel de egoísmo que nos habita?
Pues
miren, amigos(as), camaradas o compañeros(as) para quienes no gustan de la
camaradería, voy a serles sincero, y perdonen si sueno un poco imprudente, pero
es que la oportunidad lo amerita: yo pienso que estamos más locos de lo que
creíamos, descabelladamente locos porque ninguno que esté en sus cabales podría
afirmar que hace dos meses era feliz; quizás la pasábamos bien porque teníamos
un empleo y podíamos salir de la casa, comprar el desayuno en la tienda sin
llevar cédula, echarnos nuestras polas en el bar de siempre, visitar
prostíbulos o centros comerciales para ver jugar a la selección en pantalla
gigante, ir a rezar a la Catedral y en fin, hacer y deshacer lo que nos viniera
en gana… pero qué fuéramos felices, eso la verdad me parece una exageración exageradísima,
tan exagerada que ni el propio Coelho creería semejante arranque de positivismo
en un panorama tan sombrío como lo es pertenecer a la patria boba colombiana.
Y
es que cómo vamos a ser felices en un país como el nuestro, por favor. Ya ni
recuerdo cuántos líderes sociales habían sido asesinados, crímenes que
siguieron mientras andábamos fumigando con alcohol todos y cada uno de los
rincones de la casa, o revisando el último dígito de la cédula para salir a
mercar sin preocuparnos por el comparendo… Por tales motivos no paro de
repetirme: ¿felices? ¿En serio lo éramos? ¿Acaso podemos serlo? ¿Pueden existir
colombianos felices, además del innombrable, el presentador de televisión que
tenemos como presidente y el grupo de esbirros del gobierno que todas las
tardes se reúnen a tomar café, maquinar y olerse los pedos en la Casa de
Nariño? Felices los banqueros, los que administran el aeropuerto El Dorado, los amigos del concejal ibaguereño (tan
magnánimo él, repartiendo mercados a diestra y sin siniestra), los que salían
en los audios del Ñeñe y que ahora no solo ya nadie recuerda, sino que además
le montaron la perseguidora a los periodistas que los pillaron enmelotados de m…
y bien lejos del agua… esos, mis amigos, sí que eran felices, y siguen
siéndolo, como nunca lo fueron ni lo serán el vendedor de empanadas, ni los
punkos que se ganaban la vida a punta de malabares en los semáforos, ni un
vecino mío que cambiaba motiladas por pesos, ni el cieguito del barrio que
desapareció como por arte de magia, etcétera.
Escuchar
ese tipo de expresiones me siembran unas cuantas dudas, interlocutores míos,
hasta he llegado a imaginar que ese “¡¡¡qué felices éramos!!!” es parte de un
chiste inconcluso, pues no le encuentro otra explicación: ¿acaso podíamos ser
felices con la Amazonía reducida a cenizas, con los niños y niñas que se morían
–y siguen muriéndose– de hambre en la Guajira, con el fraude electoral que
recién se había descubierto? Seamos serios, carajo, serios y un tantico coherentes, a no ser que el dinero
sí lo sea todo en esta vida invivible e ingrata, y cómo ahora escasea, entonces
la ausencia de felicidad es más que obvia. Sin embargo, vuelvo a preguntar con
el ánimo de parecer cansón y cantaletudo, como mi vieja en estos días que no
puede ni salir a comadrear con la señora de la tienda: ¿cuál será el grado de
infelicidad actual de los que no tenían ni cinco antes de la pandemia? ¿Cuántos
puntos de felicidad traen consigo los miserables 160.000 del (agro)ingreso solidario?
¿Qué es la felicidad en una sociedad tan inhumana, desigual y corrupta como lo
es la sociedad colombiana? ¿Cómo se puede añorar una felicidad fundada en la
mismidad, en el rancio y tradicional culto al yo, porque no me vengan a decir
que ahora todos andan de “pipi cogido” en la casa, o que el encierro fue una
especie de retorno al huevo familiar y que se la pasan jugando al papá y la
mamá desde que amanece hasta que anochece? ¡Ay, del que me salga con algo así
porque no respondo de mí!… ¿acaso no siguió creciendo la cifra de feminicidios
en el país? ¿Y el maltrato infantil, o el abandono de mascotas? ¿Quién supo de
los incendios en la Sierra Nevada de Santa Marta o en el Catatumbo? ¿O es que
siguen desprogramados porque el fútbol se suspendió a nivel mundial?
Frente
a todo ello, solo atinaré a manifestar lo siguiente: no seamos tan hijos de
premium, a lo bien, y por primera vez en la vida aceptemos que nos quedó grande
ser humanos, experimentar la humanidad como algo que se construye, no como algo
que se da por osmosis y a causa de una pandemia mundial. Porque no me imagino
ser un buen vecino hoy (que si lo fuera sería aparentar serlo); y mañana, cuando
se descubra la cura del Covid-19 y empiecen a mercadear con la vacuna, regresar
a mi versión huraña y resentida de toda la verraca vida. ¡Ay, no!, ahora sí
saludo, aplaudo a los señores y señoras del aseo, además me preocupo por mis padres,
por mis hermanos, por mis mascotas, por el perro de la esquina, por el viejito
de la calle… ¿y antes, cuando el pinche virus estaba haciendo de las suyas en
un mercado plagado de animales vivos? ¿Por qué entonces ni nos atrevíamos a
tomarnos un tiempo en la mañana para despedirnos de beso de nuestra vieja, de
nuestra pareja, de nuestros hijos? ¿Tiene que decretarse el fin del mundo, con
propagandas de miedo, tendientes a la histeria colectiva, para atesorar lo pasado
y decir a los cuatro vientos “¡¡¡qué
felices éramos!!!”, cuando esa supuesta felicidad no obedece sino al instinto
primario del consumidor promedio, del hombre moderno por excelencia?
Qué
vergüenza me da el raciocinio humano, el intelecto que nos ha llevado milenios
desarrollar, raciocinio e intelecto que no nos alcanza para comprender que todo
tiene que ver con todo; que todos, bien sea directa o indirectamente, estamos
vinculados con todos y habitamos un espacio que es, a fin de cuentas, una
mismidad en busca de un nosotros: de una otra mismidad (con)formada por el
retrato multitudinario que hemos sido, que somos y que seguiremos siendo. Así
como vamos, nadies y ningunos, ninguneados de siempre, será necesario
desarrollar, fabricar o rezarle a nuestros ancestros por una pandemia cada año,
pues está visto que el hombre solo reacciona ante la caída inminente al abismo,
o en medio de una alarma mundial con visos de apocalipsis, aunque sería
interesante comprobar la (in)humanidad de tal reacción y entonces decidir qué
hacer cuando las cosas vuelvan a ponerse de cabeza, ¿no creen? Ah, pero qué
preguntas las mías, sí ahora lo único que interesa es la felicidad perdida, la
triste añoranza por una risa falsa, por un te quiero enmascarado, por un
“¡¡¡qué felices somos!!!” reluciente, perfumado y, muy en el fondo, decorado
para nuestra última cena.
Si señor, mejor no podía quedar...más claro pa onde?!!!
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