Docente
Universidad del Tolima
Coordinador
Maestría en Pedagogía de la Literatura
No temas ni a la prisión, ni a la pobreza,
ni a la muerte. Teme
al miedo.
Giacomo Leopardi
Ante
un peligro que amenace su integridad como organismo, el animal huye, ataca o se
mimetiza. El animal humano hace lo mismo, pero, también, en una dimensión
diferente: fantasea, imagina y crea mitos. Ante el peligro, la huida, el ataque
y la mimesis, en el animal humano están condicionados a lo que cree. Es decir,
el miedo es consubstancial al animal humano, razón por la que nada lo produce.
Solo basta que algo aparezca para despertarlo: un poder, una ley, una actitud,
un virus. ¿Quién no lo ha sentido?
¿Pero
a qué le teme el animal humano? En principio, a la muerte como desintegración, igual
que el animal. Sin embargo, en ocasiones, no es esa muerte la causa de su miedo.
El animal humano le teme al desbarajuste que un peligro le cause en su
interior, su yo, su integridad como sujeto. Acostumbrado a su yo, cómodo en una
subjetividad que cree conocer y tranquilo en la convivencia con sus mitos, el animal
humano se resiste a que lo molesten, lo conmuevan y le exasperen sus fantasmas,
porque ellos, los fantasmas, pueden desordenarle la casa.
Por
lo general, los dos miedos se juntan y el animal humano se paraliza: es un
manojo de nervios, un ser atormentado, derrotado, aferrado a un mito que le
ofrezca seguridad. En mitad de la ansiedad, si acaso invoca a la razón, lo hace
para asegurarse de que ninguno de los dos miedos golpee a su puerta. Pero la
razón no le presta ningún auxilio porque ya fue puesta al servicio del miedo. Y
es triste.
Por
supuesto, hay miedos, cuyas causas son reales, y ante las cuales el animal
humano debe cuidarse para conservar su integridad, a menos que quiera parecer un
idiota. Pero toda causa tiene sus contornos. Hay causas de muerte y, las más de
las veces, hay que evitarlas. Y hay causas que desacomodan al yo, interrogan la
subjetividad y ponen en duda la realidad de los fantasmas.
Ambas
causas campean hoy por el mundo y se simbolizan en el Covid - 19. Ante esta
amenaza, el proceder es cuidarse, ni más ni menos, pero, también, llevar a cabo
las transformaciones del ser interior, de modo que sea posible triunfar sobre
el miedo paralizador. No hay que olvidar que el miedo, en cuanto sentimiento
irreflexivo, pude ser más nefasto que la propia amenaza que lo provoca.
En
ese sentido, debe considerarse que el Covid – 19 es una amenaza real que viene
del mundo exterior, un mundo que ya no será el mismo mundo conocido y en el
que, de una u otra forma, vivíamos los sujetos con nuestras rutinas y nuestras
creencias. Ahora se trata de un mundo diferente en todas las esferas (la
economía, la política, el tejido social y la educación, entre otras) y que, por
ello mismo, se constituye en un mundo que, desde ya, le exige al sujeto que lo
habita unas transformaciones necesarias, dirigidas a impedir la aniquilación de
su deseo de ser en todas las dimensiones de la existencia.
Sin
embargo, dichas transformaciones no son posibles si no son el resultado de la
reflexión que antecede a la acción. Esto es, el uso de la razón para examinar y
comprender la causa del miedo, la amenaza y sus contornos, y el despliegue, en
consecuencia, de la acción dirigida a neutralizarla y superarla. Se trata de
sobrevivir mientras se espantan los fantasmas interiores. En ese caso, sin
duda, la reflexión y la acción ofrece mayores probabilidades para conservarnos vivos.
Ahora
bien, debe considerarse lo siguiente: ¿qué poderes sonríen hoy detrás de la
peste y que ya se subieron a la cresta de la ola de la peste para afianzarse
como poderes absolutos? Debe recordarse que, desde la invasión europea de 1492,
no hemos dejado de sentir miedo. Los poderes sucedáneos han aprovechado nuestro
humano miedo para imponerse, puesto que el miedo tiene la facultad de
demolernos y arrodillarnos.
Se
sabe que todo poder autoritario recurre al miedo para someter y Colombia da
cuenta de ello en su historia reciente. El poder omnímodo señala a una etnia, a
un demonio, a una enfermedad, a un modo de pensar, como el enemigo a quien hay
que temer, y el miedo cunde como la peste. Y los humanos, dueños de sus propios
fantasmas, buscan la seguridad, la defensa y la tranquilidad, de modo que le conceden
al poder más poder, renunciando a su libertad, dimensión que, quizá, nos
caracterice como humanos. El poder se alimenta del miedo de los pueblos, dirían
los pensadores del Renacimiento.
Hoy
el porvenir aparece envuelto en una nube de incertidumbre y confusión. Y no es
para menos, pues están dadas todas las condiciones para que se operen cambios
abruptos en los destinos del planeta. Alrededor del planeta, extensas masas
humanas, aguardan entre el miedo y la esperanza. Las verdades se desploman, son
evidentes las perversiones de los sistemas económicos y se desenmascaran los
valores utilitarios de algunas ideologías dominantes. Tal inestabilidad provoca
el miedo que termina en desesperación.
En
mitad del marasmo, aparecen “salvadores” de distinta calaña, entre los que se
destaca el fascismo, que no ha abandonado su risita taimada desde la Segunda
Guerra Mundial y que se agazapa hoy en los intestinos del neoliberalismo. Pero
también se abre paso la posibilidad de fortalecer aquellos valores que, en
todos los órdenes del quehacer humano, se constituyen en los cimientos y los
ideales de comunidades más equitativas, más justas, más democráticas, más
humanas.
Y
por supuesto, en ese panorama de confusión, el papel del sujeto es determinante,
toda vez que, para la construcción de una sociedad donde sea posible la vida en
toda su complejidad, se requiere un sujeto de reflexión y de acción, firme, empoderado
de su propia existencia. Lo demás, es alimento para el caldo de cultivo del
fascismo.
Cada
quien es dueño de su miedo. Cierto. Pero cada quien es dueño también de su voluntad
de transformación.
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