Por: Carlos Arturo Gamboa B.
Vivimos en el
tiempo de los cínicos, aquellos que definiera Oscar Wilde como “hombres que conocen
el precio de todo y no dan valor a nada”, excepto a aquello que satisface su
pequeño ego. Vivimos en un eterno presente, anclados al no futuro y al no
pasado. Poco importan en nuestro balance las lecciones de la historia y los
pálpitos del devenir. En tiempos de incertidumbres nos aferramos a la peor de
las verdades: la cotidianidad y su nauseabundo transcurrir en donde todo sucede
y nada cambia.
Coleccionista de
imágenes superfluas creemos en las leyes de la banalidad, por eso corremos tras
las cifras, tras los ruidos de las falsas comodidades, tras el espejo que
ofrece una figura deformada, haciéndonos ver líricamente adaptados. Se fuésemos capaces de romper el velo de
hierro que cubre nuestros ojos, el horror nos enloquecería. Por eso preferimos estar
dopados en nuestras casas o en los cubículos que nos heredaron en las oficinas
o en las pequeñas baldosas de lo que llamamos propiedad y libertad.
Somos capaces de
incinerar el mundo si alguien se atreve a desafiar nuestra verdad, pero nada
nos altera, ni el rumor del mundo agonizante, ni el grito lastimero de quien
muere en la miseria, ni la espada electrónica que devora cuerpos en las grandes
avenidas. Nada nos asombra, somos perfectas estatuas que vociferan los eslóganes
propicios para la soledad de las grandes multitudes.
Nacemos antes de
tiempo, crecemos pronto, nos diplomamos rápido, nos procreamos de acuerdo a las
leyes del mercado y morimos jóvenes, pero nuestro cadáver deambula mucho tiempo
al ritmo aleccionante de la nada en la ciudad. Un día nos ofrecen una caja para
guardar nuestra vergüenza. La vejez es la maldición del aparato productivo.
Vamos por ahí,
sin decir nada, porque el mundo está poblado por los cínicos y más le vale a la
sabiduría huir; porque como decía Confucio “el sabio sabe que ignora”, pero los cínicos sólo pregonan sus verdades y con ellas construyen la perfección de su
cinismo.
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