Reproduzco
la columna de Ricardo Silva Romero, en donde nos plantea una crítica profunda a
ese “político” tradicional colombiano, que en el Tolima ha tenido un ejemplo
calcado de su alejada concepción de la política de verdad. Quisiéramos que su estirpe hubiese fallecido,
pero al contrario vemos sus herederos caminando orondos por cada esquina, ahora
con nuevas ropas pero con los mismos viejos comportamientos, discursos y
acciones que ni siquiera los sonroja. Ellos siguen forjando la seudo-democracia del tamal, la camiseta, la buseta para trastear votos y los discursos esotéricos en donde prometen de todo y se acomdoan a la línea del pensamiento imperante. Están en todos las instituciones, gobernaciones, alcaldías, juntas de acción comunal y hasta en las Universidades Públicas. (CAGB)
Falleció anoche, en la ciudad de Bogotá, el típico político
colombiano: nómbrelo usted como quiera. En la madrugada del domingo,
consciente de que estaba a punto de vivir una gloriosa muerte de viejo,
pero perdido en la liberadora fiebre del final, escribió en su cuenta de
Twitter sus últimos 107 caracteres: "Si mi muerte contribuye a que
cesen los partidos y se consolide la unión", tecleó, "yo bajaré
tranquilo al sepulcro". Horas más tarde, rodeado por una pequeña corte
en su lecho de enfermo, como un prócer en un óleo moribundo, tosió una
por una sus últimas palabras: "Colombianos, las armas os han dado la
independencia, las leyes os darán la libertad, y no podréis probarme
nada". El Presidente de la República le dio el pésame a toda Colombia en
una breve pero sentida declaración. Las páginas de EL TIEMPO se
llenaron de avisos de condolencias. Pero al día siguiente, como si ya no
hubiera hombres extraordinarios en el mundo, la vida siguió su marcha
fúnebre en todos los rincones del país.
Apoyó la paz, apoyó la guerra. Mató un diablo cada vez que dijo "mi
generación no ha visto un solo día sin violencia". Fue Bolívar en la
teoría pero Santander en la práctica. Soñó un Estado tan firme como
pequeño que dejara "hacer empresa". Se tomó una foto con Gabo. Se tomó
una foto con Bush.
El pueblo le dijo "doctor" desde chiquito. Fue exembajador,
exconsejero, exfuncionario de estos últimos cinco gobiernos que en
verdad pudieron ser los últimos. Fue el típico exministro de Educación:
algo tenían que darle. Pasó, encogiéndose de hombros, por las tres ramas
del poder. Pasó por los partidos liberales más conservadores de la
historia de la humanidad. Consiguió ser candidato a todo. Consiguió ser
elegido -cómo no- a alguna cosa de esas: alguna superintendencia, alguna
corte, algún concejo. Envejeció perdiendo el alma, foto a foto, en las
teatrales páginas sociales. Invirtió sabiamente su apellido de hombre
que una vez gobernó a Colombia. Hizo un poquito de periodismo. Algo
estudió afuera. Tuvo el preciado don de sentirse decente a pesar de las
evidencias. Ni siquiera fue malo. Simplemente, fue un lugar común.
Simplemente, hizo parte de un pequeño grupo de familias que nació viendo
el país desde lo alto: como su deporte extremo, como su juego de mesa.
Y fue caritativo. Y bailó con los buenos anfitriones que tuvo en los
cuatro puntos cardinales de Colombia, porque, según dijo, "la gente aquí
es muy buena". Y lamentó, en los largos almuerzos de los viernes, que
la barbarie -la sangre que derramaron los envidiosos, los
secuestradores, los idiotas útiles- hubiera rasgado el horizonte de un
país tan bello y tan pobre.
Se dijo de él que transó con la mafia cuando aún no era mal visto. Se
dice que por ahí, en no sé qué cajones de no sé qué servicio de
inteligencia, quedan un par de fotografías comprometedoras. Se narra en
algún libro de Oveja Negra que se emborrachó con la guerrilla en los
procesos de paz de estos últimos treinta años que en verdad pudieron ser
los últimos. Se cuenta que un comandante paramilitar que conoció en el
lejano oeste colombiano -un bosque de cabezas taladas- le regaló un
caballo purasangre. Y que se regodeaba en las derrotas diarias de
Colombia porque probaban que "las estirpes condenadas a cien años de
soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra".
Deja a su adorada familia una fortuna por dilapidar. Deja a sus
nietos su retrato de abuelito sonrosado: la vejez es una máscara. Deja
en paz, por fin, a un país que no sabe que ha estado cambiando, pero que
sin su malsano liderazgo, que supo acostumbrarlo a la derrota, quizás
deje de ver el futuro como un muro. En el caso remoto, claro, de que en
verdad esté muerto el típico político de acá.
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