Docente Universidad del Tolima
Desde que ingresé a mi pregrado en licenciatura escuché
decir a mis profesores que la educación requería un cambio profundo, que la escuela
necesitaba repensarse, reconstruirse. Eran los años noventa y Kurt Cobain vociferaba
que “era mejor explotar que desvanecerse”, como para llevarle la contraria a
mis docentes. A mí me seguía sonando más Pink Floyd y su reclamo: Hey, teachers leave them kids alone.
En Colombia, con la Ley General de Educación (Ley 115) aprobada en febrero de 1994, se
abrieron múltiples posibilidades de una transformación estructural de la
escuela, el nuevo aire de la Constitución del 91 le daba alas a la idea. En las
calles soplaban Wind of change, como
si la onda explosiva de Scorpions y
la caída del muro de Berlín llegara por fin a nuestros barrios. Al final Cobain
explotó el 5 de abril de ese mismo año y la escuela siguió acumulando
desaciertos.
El anhelado cambio que esperaba la escuela se tradujo
en indicadores, logros, estándares y formatización del sistema. Exámenes para
medir los deseos, no las realidades. De tanto medir deseos se crearon los paradigmas
de “calidad”, y la calidad, que excluye, se convirtió en la palabra que
invitaba a los nuevos campos de batalla. Estábamos llamados, por Guns and Roses y las voces del modelo, a
una nueva Civil war, teníamos
secuelas en la piel y muchos fueron enviados, por culpa de la violencia de los carteles,
a tocar las puertas del cielo: Don't you cry tonight / I still love you, baby.
Me gradué, y como había decidido ser pedagogo, debía
enarbolar la bandera de la transformación. No lo hice por ley, lo hice por
convencimiento. Inaugurado el siglo XXI, y superado el marasmo de la nueva era,
que no era nueva sino prolongación del siglo XX, tuvimos que enfrentar la
muerte del rock, de los metarrelatos, de la ideología, de la historia y el
arte, entre mil muertes más decretadas por los yupis neo-pensadores-ilustrados. Nada
nuevo en el mundo, cada siglo inicia con el deseo de matarlo todo. It's my life, diría Jon Bon Jovi,
déjame vivirla, así sin más. Que la escuela se joda y que cada año siga
recibiendo niños. Aún Floyd seguía en mi cabeza: Hey, teachers leave them kids alone.
De estudiante a docente. Releer de nuevo a Freire, Vygotsky, Freinet,
Zuleta, Giroux, Mélich. Ver la realidad, palparla, sentirse impotente frente a la
carencia. Ver a los indicadores tomándose el aula, los PEI, los Manuales de
convivencia, los discursos escolares. Un Green Day observamos, frente a nuestros ojos, el Boulevard of broken dreams.
A la pedagogía la habían saqueado, la redujeron a un formato. Freinet y
Freire eran citas bien acomodadas bajo las normas APA. Doctores en pedagogía
producían miles de páginas, papers, relatos,
investigaciones discursando sobre las nuevas pedagogías del siglo XXI, pero al nacer ya olían
a añejo. Ellos lograban reconocimiento, pero la escuela seguía igual. Ellos
viajaban por el mundo impartiendo conferencias, escribiendo ponencias, pero la
escuela agonizaba bajo el olvido estatal y la indiferencia de sus actores.
Era profesor o docente o pedagogo o maestro, debía asumirme en ese lugar.
Hice una especialización para confrontarme. Volví a leer Lecciones de los maestros, de George Steiner. Si con ese libro no
nace o aumenta el deseo de transformar la escuela, -me dije- renuncio, monto un
café internet. En ese entonces eran rentables. Ratifiqué entonces que para transformar
la educación hay que transformar los docentes, ardua tarea del officium mismo. Continué mi ruta buscando
el acorde deseado.
El siglo avanzaba. La escuela seguía sumida en su letargo. El sonido del
rock parecía agonizar bajo pastosos ruidos y para evitarlo los jóvenes se
distraían viendo las caderas de Fergie mientras invitaba a Don't stop the party. Años después se lanzó de solista y dejó sin
magia a The Black Eyed Peas, como sin
magia seguían las sosas clases en los colegios y universidades.
El uso de la tecnología llegó a las aulas pero ingresó minimizada en video beams y adecuaciones pedagógicas
de diversa índole. Las TIC supuestamente servían para todo, pero nadie las
entendía en su real dimensión. Los profesores, en su mayoría, enseñados a
mantenerse en su inamovible baldosa, se negaron a creer que las mediaciones tecnológicas servían para enseñar.
Por su parte el rock se dejaba seducir por la tecnología e imprimía
nuevos tañidos digitalizados al mundo sonoro, dando paso al electro rock. Claro
que los puristas creen que eso va en detrimento del género, igual que muchos docentes
creen que la tecnología embrutece. Y eso que habían anunciado la muerte de los
metarrelatos. Quizás por eso Linkin Park
gritaba Time is a valuable thing / Watch
it fly by as the pendulum swings / Watch it count down to the end of the day.
Nuevos libros, nuevos ensayos, viejos diagnósticos. La
escuela debía cambiar. Los niños se aburrían en sus aulas, los jóvenes que iba
a la universidad salían a enfrentar la realidad de un mercado al que poco o nada
le interesaba los saberes adquiridos. Muchos se refugiaron en el pasado,
volvieron a Queen, a Pink Floyd, a AC/DC, a Led Zeppelin, a Black Sabbath, a The Rolling Stones , a Metallica y demás gurús de un tiempo distinto, un tiempo de revoluciones que terminó en
adecuaciones. Algunos más osados llegaron hasta The Beatles, luego bebieron y se drogaron para contemplar a Lucy in the sky with diamonds.
Y la escuela… Ahí, cada vez con más niños, cada vez
con menos cosas atractivas. Esperando The final countdown. Hasta que lo más interesante que podía pasarle al sistema
educativo pasó. Dicen que alguien se comió un murciélago y no fue Ozzy Osbourne.
Dicen que despertó un virus con nombre sonoro -Covid-19-, como si fuese una
banda de light metal. Y entonces la
escuela corrió a mirarse al espejo de los días y se vio en su real dimensión.
Desigual, atrasada, vieja, opaca e inepta frente al siglo XXI y sus problemas.
Llena de actividades, indicadores, formatos y tareas. Carente de dinámica, interacción y
respuesta.
No es extraño que lo primero que pensaron, las instituciones educativas y sus actores, fue esperar a que todo volviera a ser como antes. ¿Para qué?
Pregunto. ¿Quieren acaso seguir siendo another brick in the wall? El virus nos despertó, pero le tengo miedo al letargo
humano, sobre todo cuando escucho esa neurótica nostalgia por lo que teníamos, porque supuestamente era mejor. Sólo queda preguntarnos: ¿Is there anybody out there? Ahora lo entiendo, nunca superamos a Pink Floyd.
Pura antología, poeta.
ResponderBorrarExcelente artículo Profe !!!
ResponderBorrarHermoso felicitaciones! Me llegó al corazón, especialmente cuando hace la analogía con aquellas excelentes bandas y temas de mí época.
ResponderBorrarInteresante artículo, reflexión profunda.
ResponderBorrarExcelente analogía, felicitaciones profe!
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