Catedrática IDEAD CAT - Neiva
El mundo está lleno de peces.
Hay peces para todos;/ tantos que
nadie tendría que quedarse sin pez para
comer.
Pero hay gente que tiene muchos peces
y otros que apenas tienen.
Hay personas que pescan mucho
porque tienen muchas cañas de pescar
y otros que no tienen peces porque no
tienen caña.
Las personas con muchas cañas de pescar
no dan sus cañas a los que no tienen,
pero les venden los peces.
Los peces se venden muy caros.
Las personas con muchas cañas de pescar
no quieren que los otros tengan caña.
Si los que no tienen caña la tuvieran,
podrían pescar sus propios peces
y no tendrían que comprar los peces que
les venden tan caros.
Miguel Ángel Arenas
En Polombia, de repente, se
escucharon declaraciones de uno, dos, tres… muchos dirigentes políticos. Todos
tenía que ver con un virus. En el mundo las voces enérgicas hablaban de
distanciamiento social, cuarentena, teletrabajo… Entonces fueron noticia los
supermercados con sus filas interminables, los precios desmedidos de los
alimentos. Muchos sintieron miedo, algunos eligieron la incredulidad, otros
tantos optaron por la negación; unos cuantos, la rumba clandestina porque si
del fin de los tiempos se trata, prefieren morir bebiendo.
Las urbes silenciaron sus majestuosos
motores, las calles pararon su ajetreo; los hogares fueron colegio, empresa,
industria, iglesia, oficina de gobierno, universidad, consultorio, sitio para
todas las formas sublimes y monstruosas del ser humano: solidaridades,
redescubrimientos, violencias, desigualdades, maltratos. La casa ya no fue
nido; para muchos nunca lo había sido. Cientos y cientos revisaron los ahorros
una, dos, tres… muchas veces. Miles y miles soólo habían capitalizado su
energía y el día a día para trabajar. Unos cuantos siguieron devengando cinco,
diez, veinte millones. Incluso dicen que un expresidente suma en sus arcas
mensuales esto y más.
Solo bastaron un par de semanas para
que el hambre se apoltronara categóricamente a la mesa de tantos y tantos que
casi nunca tuvieron tiempo para el miedo a la muerte porque desde hace mucho
lidiaban con ella. Una de esas cifras del DANE publicada en los periódicos dice
que son el 47% del total de polombianos y los llama empleados informales. Para
el presidente de este país, uno de estos empleados, el panadero, es un
afortunado porque puede ganar hasta dos millones de pesos. Resulta que,
cansados de tanta solvencia económica, los panaderos y gente como ellos van a
las calles a vender frutas y verduras solo para hacer deporte. Muchos sacan
trapos rojos para ventilarlos y un número increíble de ciudadanos (haciendo
gala de la creatividad del rebusque), vende cloro dosificado porque otro
presidente ha dicho que es la cura para el virus. Seguramente lo que quiere es
exterminar a los pobres incautos que por desinfectar su cuerpo llegaron
‘límpidos’ a la muerte (nótese cómo es de necesaria la educación).
No pocos señalaron que el virus vino
a mostrar agudamente la estupidez política. Por ejemplo, una senadora
polombiana dice que el virus proviene de los vampiros y una ministra cree que
no se deben cerrar las ciudades a las que aún no ha llegado la epidemia.
Declaraciones como estas revelaban que la educación de calidad sí que hace
falta para desinfectar las mentes de estos personajes, pero en Polombia la
educación es otra de las formas de segregación: en el campo, en el que
escasamente hay saneamiento básico, transporte adecuado, carreteras o centros
de salud, qué va a existir conexión a internet, teléfonos inteligentes o
computadores. Lo que sí hay son miles de estudiantes que ayudan al ordeño, a
cultivar o que recolectan café o quizá sufren de hastío temprano. Sí hay
estudiantes que cuidan a sus hermanos menores, ayudan a preparar la comida,
juegan, quizá riñen o buscan qué hacer con tanta vida por delante tras las
rejas de lo que era su hogar. En las zonas urbanas empobrecidas o clase media
polombiana, muchos padres y madres, además de lidiar con un virus, deben
sortear las clases de sus hijos, intentan conciliar los turnos para el único
computador o celular que hay en casa y, sobre todo, tienen que vérselas para
combatir el hambre.
En Polombia, como en otros países, no
se escucha la voz de la naturaleza, no se escucha al pobre, al obrero, a
quienes trabajan por la educación y la salud; no se escucha al vigilante,
tampoco al campesino que tiene el saber para hacer germinar la vida de la
tierra. Hay tantos a los que no se oye realmente.
Uno de esos días hubo pequeños
síntomas de inconformidad y resonaron las cacerolas en los balcones; al
siguiente día, nada. Otra de esas ocasiones, de nuevo, una manifestación de
descontento con una twitteratón, luego, nada. Después, surgieron brotes de
rebeldía creativa con memes. Varios conatos de inconformidad se dieron en las
calles, pero nada tan contundente que forzara a los mandatarios al diseño de
políticas públicas más equitativas. Parecía que en muchos jóvenes el virus
había logrado aplacar su rebeldía e incrementar su desidia.
Sin embargo, fue cuestión de tiempo
porque, en aquel país donde casi todo tiene un sentido invertido y abunda la
imbecilidad, hubo oportunidad de tejer formas de solución colectivas y en ello,
los maestros y maestras tuvieron una responsabilidad política determinante:
desde la pedagogía hicieron frente a los retos que demandó el virus. Uno de
ellos, aportar soluciones a lo que gritaban los jóvenes desde el Parlamento
Andino Universitario: “Clases virtuales sin internet son exclusión”. Entonces,
unos y otros, éstos y aquéllos se juntaron para tejer alternativas. Obraron
desde verdades a Perogrullo, pero que no se escuchaban: lo público es
fundamental para librar las brechas de pobreza; el campo asegura el alimento;
de la Naturaleza no podemos tomar a saco roto; los politiqueros y la guerra son
males endémicos del país; la solidaridad debe ser el tronco de las políticas
sociales redistributivas y justas.
Sin soluciones como ases bajo la
manga, fueron a lo concreto: necesitaron de los ciudadanos inquietos e inconformes;
evitaron que la rabia y la precariedad los condujera a la postración y a la
resignación; no se quedaron en el lamento y el hondo disgusto fue principio,
pero no fin. Y así, de a poco, miles y miles de polombianos entendieron que la
Historia es un constructo colectivo que necesita ciencia, educación,
tecnología, medicina; obreros y médicos; panaderos y abogados; campesinos e
ingenieros. La otra Historia necesitó a tantos y tantos… Como colectivo, poco a
poco entendieron que no querían un paraíso, pero sí una nación viable y cada
vez menos segregadora. Solo hasta entonces su país dejó de llamarse Polombia.
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