Por: Mitón Fernando Dionicio
Docente Catedrático UT
I
En las vacaciones de pascua de 1862, Nietzsche escribe Fatum und
Geschichte (Fatum e historia), donde discute los conceptos
filosóficos de libertad y determinismo. En sus obras de juventud, Hegel realiza
un análisis histórico-sistemático de la noción de destino. Dilthey, gran
conocedor de los escritos hegelianos tempranos, muestra que la fuente de esta concepción
se remonta a la Grecia homérica. La preocupación fundamental de los griegos fue
la pregunta por el ser de la existencia, por la estructura constitutiva
esencial de la vida. La respuesta a esta cuestión es, en sí misma, un misterio,
un acertijo oracular: la existencia es destino (vita est fatum). La
filosofía moderna intentó interpretar y comprender este dictum. Algunos
pensadores modernos sostienen que el hombre tiene libertad en la toma de
decisiones. Sus acciones, en consecuencia, son producto de la fuerza de su
voluntad. Los hechos del mundo, los sucesos históricos, se fundamentan, pues,
en los actos de los hombres, sobre todo, de los grandes personajes de la
humanidad, en los que el fuego interno es brutalmente destructor y
transformador.
Contrariamente, Schelling y Schopenhauer, que parten de la Ethica ordine
geométrico demostrata de Spinoza, han evidenciado el carácter absoluto del
mundo. No existe la libertad, es una quimera religiosa y moral, estamos
determinados por una substancia (substantia) universal y plena. Damos
pasos a través de un camino sellado desde antiguo, como miserables entidades
fantasmagórica, que se acercan, entre lamentos, a los campos infernales del
olvido y la desaparición. La historia no es propiedad del hombre, ni su
obediente sirviente. Todo lo que ocurre ya ha sido dicho y posee una finalidad
específica. La historia, en tanto télos y búsqueda de un horizonte
despejado, tiene un mensaje, un lógos eterno, esperando salir a la
luz.
La pandemia del Covid-19 no es la primera en el tiempo. Ha habido muchas
otras en el pasado. ¿Posee este nuevo virus un propósito existencial? ¿Tiene un
mensaje, un lógos oculto, que nosotros, debamos descifrar? ¿Hay
algo que nos quiera enseñar? Para responder estas cuestiones, iniciaré
mi reflexión con el examen de una epidemia similar que tuvo lugar hace dos mil
años en la Roma Clásica.
II
Del 165 al 180 d.C., se desató en el Imperio Romano la Peste Antonina,
también llamada la Plaga de Galeno. El reputado médico describió por
primera vez la enfermedad de manera científica. Galeno se convirtió en médico a
los veinte años. Amplió y completó sus estudios en Esmirna y Corinto, donde tuvo
contacto con la obra de Hipócrates de Cos, su fuente principal de conocimiento.
En la mágica y misteriosa Alejandría, estudió anatomía y fisiología. Con la
disección de cadáveres animales, aprendió los métodos empíricos y el
funcionamiento de los órganos del cuerpo. Sus análisis se centraron en los
riñones y la médula espinal. Al morir su padre, regresó a Pérgamo, su ciudad
natal, donde fue médico de la escuela de gladiadores durante un lustro. Ganando
experiencia en traumatología, viajó en 162 d. C. a la Capital Imperial.
En Roma escribió y publicó varias obras, en las que puso de manifiesto su
erudición en anatomía, obteniendo fama de científico experto. La relación con
el cónsul Flavio Boecio, uno de sus más importantes e influyentes pacientes, le
permitió acceder al tribunal romano y convertirse en médico oficial de la corte
del emperador Marco Aurelio y su corregente, Lucio Vero. En el 168, Galeno fue
convocado por los dos Augustos y estuvo presente en uno de los fuertes brotes
de la peste entre las tropas militares, estacionadas en las cercanías de
Aquileia, una pequeña población romana en el Mar Adríatico.
La pandemia antonina fue llevada al Imperio por el ejercito romano, de campaña
en el Cercano Oriente. Los historiadores antiguos consideran que la plaga apareció
en el asedio a Seleucia, o Seleucia del Tigris, una de las ciudades de mayor
tamaño en la época helenística, comparable en los siglos III y II a. C. con
Alejandría o Antioquía. Seleucia se ubicaba en Mesopotamia, a la orilla oeste
del río Tigris, cercana a la población de Ctesifonte, en la actual República de
Irak. En Rerum gestarum[1],
el historiador romano Amiano Marcelino sostuvo que el virus se había propagado
por todo el territorio romano, extendiéndose a la Galia y los territorios del
Rin.
En el tratado Methodus medendi vel de morbis curandis libri XIV, Galeno
describe los síntomas de la plaga antonina[2].
Inflamación de faringe, fuerte e incontrolable diarrea, fiebre alta y
terroríficas e impactantes erupciones cutáneas, secas y purulentas; esto añadía
una fuerte impresión visual al brote. Sensación de abrasamiento, fetidez en el
aliento, tos violenta, piel enrojecida e irritada, ardor en ojos, boca y fosas
nasales; una tremenda sed, sudor, gangrenas en la garganta, delirios y visiones.
Las erupciones aparecían a los nueve días de contraer la infección. Con la
supuración y pudrición de Roma se escuchaban cercanos los pesados pasos del
ángel de la muerte, que con su tenebroso y inmenso manto cubría de oscuridad y
miseria las calles de la città eterna. Los datos de Galeno no son
suficientes para determinar con certeza la naturaleza de la epidemia. Sin
embargo, los científicos contemporáneos sostienen que se trató de viruela, cuyas
únicas formas de prevención en la actualidad son la inoculación o la
vacunación. Tuvieron que pasar casi dos milenios para que en 1959 se aprobase
una campaña mundial de erradicación. El último caso de viruela contagiada de
manera natural fue reportado en 1977 en la población de Merca, Somalia, y la
muerte más reciente a causa del virus, una médica de Gran Bretaña, Janet
Parker, infectada por la mala manipulación de una muestra de laboratorio en la Universidad
de Birmingham.
En las Meditaciones[3],
un pesimista Marco Aurelio acepta que la infección se había esparcido y
dominaba la totalidad del aire que respiraba el Imperio. Agonizando, en
Vindobona Austria, el 17 de marzo del 180, pronunciaría las famosas palabras: “No lloréis por mí. Pensad en la pestilencia y la muerte de tantos otros”[4]. Según
la opinión del Eunuco Eutropio[5],
funcionario romano en Oriente, y de Amiano Marcelino[6], la epidemia
cobró la vida de millones, se calculan cinco. Dion Casio[7], el
político, militar, historiador y Consul de Roma desde el 229, registra dos mil muertes
al día en la Capital y una gran mortandad en los barrios de esclavos y
pordioseros. Como es constumbre en nuestro mundo, en la desgraciada historia
gobernada por demonios capitalistas, por un sistema que obedece las leyes del liberalismo,
la fuerza, la imposición sobre otros, la destrucción y el aniquilamiento de los
débiles y vulnerables, los que más sufren son los pobres, humillados, ofendidos
y desposeidos. Se debe aceptar, no obstante, que la infección también afectó a
la nobleza, a los adinerados, aunque en menor medida. No discriminó por razas,
credo, profesión o ideología.
En Historiae adversus paganos, Commonitorium y Liber
apologeticus, el teólogo e historiador cristiano Paulus Osorius[8], figura
intelectual y cultural de su tiempo, a la altura de Agustín de Hipona y
Jerónimo de Estridón, ilustra la situación social de Europa durante la tragedia.
Las ciudades imperiales de mayor tamaño perdieron la mitad de su población. En Roma, los cadáveres eran apilados por cientos, pudriéndose unos
sobre otros, destilando el repugnante aroma de la muerte y la miseria humana,
insoportable, angustioso, como si de un terrible castigo de los dioses se
tratase o de los efectos de un poderosísimo hechizo de magia negra, cuyo
propósito fuese la eliminación de la vida humana sobre la faz de la tierra. A
estas actitudes supersticiosas y desesperadas, que reflejan la perplejidad de
los romanos ante la lamentable situación y la absoluta falta de una explicación
coherente, científica y racional de las causas de la enfermedad, se refiere de
forma irónica y burlesca el humorista sirio Luciano de Samósata en varias de
sus composiciones literarias[9].
Por otra parte, en las poblaciones rurales, los efectos no fueron más
alentadores que en territorio urbano; todo lo contrario. Hubo territorios en la
Península Ibérica, Asía Menor, el río Danubio y tierras galas, en los que no
quedó un solo habitante. Se convirtieron en pueblos fantasmagóricos, desolados
y melancólicos. La pesadilla del exterminio y la ruina se materializó como
destino fatal.
Algunas de estas ciudades se localizaban en las fronteras al norte del
Imperio. Las tropas estacionadas en los límites fronterizos, cuya función era
la contención de los bárbaros, se vieron seriamente afectadas y diezmadas por
el virus. Esto les impidió frenar y rechazar los continuos avances de las
tribus germanas, que reclamaban nuevas tierras y posesiones en suelo romano;
también venganza, por las afrentas y humillaciones; no soportaban más el yugo
de los Emperatores, bajo el cual habían estado por siglos.
Las dificultades del ejército para defender las fronteras hicieron que
Marco Aurelio dirigiese personalmente las legiones Felix, que combatían
en cercanías del Danubio. Si bien el genio estratégico del Sabio consiguió un
éxito relativo en la empresa de defensa, la escasez de soldados romanos y la
pérdida de poder activo de contienda y conflagración al interior de las filas de
combate constituyeron el inicio del fin del Imperio Romano.
Con el ascenso de Cómodo, inicia la ruina de Roma, como afirman Gibbon y Rostovtsev[10].
En Römische Geschichte, Niebuhr, uno de los fundadores del historicismo y
la ciencia filológica en Alemania, mantiene una actitud melancólica y pesimista
con respecto a la Peste Antonina[11].
El reinado de Marco Aurelio habría significado un punto de inflexión en el
arte, la cultura y el espíritu del Imperio. La peste le asestó un golpe mortal a Roma, una
puñalada letal que la desangró y aniquiló, como años atrás a Julio Cesar,
asesinado vilmente en el Pórtico del Teatro de Pompeyo por Decimo Junio Bruto
Albino y otros veintidós miembros del Senatus Romanus[12].
El majestuoso Imperio Romano, modelo de la Antigüedad, jamás llegó a
recuperarse de la enfermedad. Sus órganos internos se corroyeron hasta
desaparecer por completo. Solo sobrevivió el recuerdo de la grandeza, plasmada
en las eternas ruinas del Forum Romanum. Todos los hombres, todos
nosotros, tras esfumarse la imagen del trono imperial, somos y seremos hasta el
final de los tiempos simples sombras en búsqueda de la belleza perdida. La
humanidad murió con Roma.
III
En la época de la pandemia, el Imperio Romano era la potencia máxima del
planeta. Existen al menos tres ámbitos en los que esto se evidencia. En lo filosófico,
había bebido de las caudalosas aguas griegas. Si bien ninguna nación ha
superado ni superará las intuiciones puras, la verdad de los helenos, los
romanos supieron hacer de la filosofía una forma de vida, un manual de
comportamiento para alcanzar la templanza del ser, la serenidad en medio de furiosas
tempestades. Este aspecto, por sí solo, es suficiente para que todo hombre, en
cada nueva generación, vuelva a los escritores latinos. No hay mejor opción
educativa que atender el llamado del estoicismo, la voz clara, concreta, sin
arandelas, de Séneca o Cicerón.
En el terreno artístico, Roma constituye el primer lugar-espacio-momento-tiempo
de Occidente en el que surge un arte universal, cosmopolita, multiculti;
de diversas tradiciones, diferentes lenguajes y expresiones religiosas
separadas ideológicamente por abismos insondables. Este arte del devenir no es
el resultado de un diálogo de saberes, de una comunicación cordial, racional y
prudente, de una dinámica dialéctica organizada según una estructura originaria
y esencial del universo, donde los opuestos se unifican, configurando una
totalidad armónica, absoluta y móvil. Nada de esto ocurre en el Imperio Romano.
La diferencia, la separación, el alejamiento, la monstruosidad abisal de lo
artístico, se presentan atadas a la guerra y la confrontación sin tregua. La multiculturalidad
del arte latino, su universalidad, su cosmopolitismo hallan su ser en el gusto incontrolable
por la sangre, vertida en la lucha a muerte de los espectáculos de gladiadores de
la arena del Coliseo.
En el plano científico, se hace evidente su supremacía a partir del
análisis de un caso histórico. En el 165 d. C., la ciudad egipcia de Alejandría
se encontraba bajo dominio romano. Alejandría fue fundada por Alejandro Magno
el 331 a. C., después de vencer al dictador Darío III de Persia, en una batalla
inolvidable. Los egipcios aceptaron al glorioso Alejandro con cánticos de
alabanza y magníficos festejos, llamándolo libertador y proclamándolo Faraón plenipotenciario.
Al cabo de pocas décadas, Alejandría se convirtió en una ciudad rica, próspera
y poderosa. El trono de la emblemática ciudad fue heredado por Ptolomeo I,
amigo cercano de Alejandro y uno de sus insignes generales durante las famosas
campañas de conquista. La Dinastía Ptolemaica se mantuvo tres siglos. Ptolomeo
I construyó el palacio real que daría aposento a sus descendientes. Su hijo,
Ptolomeo II, erigió el Museo, una obra dedicada a las musas griegas, diosas de
las artes, la sabiduría y las ciencias. La edificación fue el fundamento de la Paideia
alejandrina. En su configuración y diseño, se encuentran las raíces de la
universidad moderna. Se trataba de un centro de educación superior, que en su cumbre
tuvo más de catorce mil estudiantes y cientos de investigadores y maestros,
quienes dictaban cursos públicos de diversas materias.
El Museo tenía varias divisiones; un ensoñador jardín botánico, que contó
con una colección completa de plantas de todos los países conocidos, una
sección de zoología, un observatorio astronómico y una sala de anatomía. Sin
duda, la parte más conocida y románticamente recordada es la Biblioteca, ese kósmos
del espíritu, devenido cenizas, desperdigadas en el viento para siempre, a causa
del fuego destructor, que le robó a la Humanidad su memoria, su elemento vital
y su alma. No hay un lugar que represente con mayor claridad la grandeza y
elevación humanas y a un mismo tiempo su estupidez, brutalidad, maldad y bajeza
que la Biblioteca de Alejandría.
Cuando Julio César, por pedido de Cleopatra, se apoderó de la ciudad en el
47 a. C. y su heredero, Octavio Augusto, durante el 30 a. C., hizo del
majestuoso Egipto una provincia romana más, terminando así con cuatro milenios
de independencia política, social y religiosa, por el Museo y la Biblioteca alejandrinos
habían pasado las mentes científicas más brillantes del mundo antiguo.
Filósofos, poetas, literatos y retóricos; geógrafos, matemáticos, físicos,
astrónomos y médicos, quienes habitaron sus salones o cuyas obras fueron
recopiladas, editadas y traducidas, es decir, estuvieron presentes en el Museo,
ya en cuerpo, ya en mente y espíritu. En Alejandría fueron publicadas cientos
de libros, que contenían los resultados intelectuales más portentosos de la Antigüedad.
Bajo el dominio de Roma, que se extendió por siglos, la magnificencia de la
ciudad no decayó, sino llegó a su cúspide. ¡A la altura de las deidades
inmortales!
Al arribo de la Peste Antonina, el Imperium se hallaba, pues, en
posesión del conocimiento, químico, farmacéutico y médico más
avanzado de su tiempo. Sin embargo, los romanos no pudieron hacerle frente a la
enfermedad. La gran ciencia fue vencida de manera categórica por la infección.
La causa de esta estrepitosa derrota radica en la esencia misma del
conocimiento científico, en la naturaleza de la razón humana. El progreso de la
ciencia estriba en la existencia de preguntas y cuestiones que ella no puede responder
de inmediato. La resolución de estos problemas se convierte en la meta y el
reto a alcanzar y superar por parte del conocimiento científico. Cuando los
grandes científicos superan estos retos, resolviendo los enigmas y las máximas
preguntas, se habla de un avance científico, se da un salto en el proceso
evolutivo de la ciencia. El avance científico será mayor, en la medida en que
se resuelva una pregunta más grande o compleja. Las revoluciones científicas,
los cambios de paradigma, que ocurren muy pocas veces en la historia del
conocimiento, son el resultado de la resolución de cuestionamientos que parecen
imposibles de resolver, que pertenecen más al ámbito de la metafísica que al
orbe de la empereia.
Aquellos que descubren estos misterios dan la impresión de haber tenido
contacto con dioses antiguos, que les comunican verdades secretas a través de
visiones y trances religiosos. Una inexplicable intuición, un noûs platónico,
surge en conexión con el universo sagrado de lo absoluto. Los científicos
metafísicos que han sido iluminados por el poder de la totalidad del noûs,
transforman por completo la interpretación de la realidad y configuran un
horizonte alternativo. Súbitamente, las oscuras nubes de la tormenta se
apartan, el azul eterno del cielo infinito se presenta ante los ojos y el pico
nevado de una nueva montaña, inmensa y majestuosa, colma de júbilo y ambición el
alma de los nuevos hombres, quienes así hablan: “he ahí una gigantesca,
inexplorada y desconocida cima, hacía ella marcharemos, sin freno, hasta
quedarnos sin aliento”.
El hecho de que la ciencia haya llegado, en buena medida, a controlar y
dominar, por ejemplo, la viruela, el sarampión, la tuberculosis o el cólera
significó un avance científico de primer orden. Pero este logro no fue
inmediato. Se requirieron cientos de intentos fallidos, hubo de pasar siglos,
se dieron millones de muertes y catástrofes humanas para que la creación de
vacunas y tratamientos efectivos fuese una realidad. Es cierto que la ciencia
avanzó significativamente con los geniales aportes del alemán Robert Koch. El
precio fue, empero, demasiado alto.
IV
Al leer las descripciones de guerras y batallas históricas en los grandes
poemas épicos, el alma se emociona hasta el llanto. Nos identificamos con
aquellos personajes heroicos, colocándonos sus armaduras y uniformes militares;
experimentamos el poderío de la espada y la lanza del guerrero. Habitamos el
campo de fuego y admiramos la destrucción, el caos, la miseria y la muerte, mientras
cabalgamos un noble caballo azabache. En verdad, a los poetas, como dice el
Divino Platón, les ha sido impuesta una misión oracular: “dejad que los niños
saboreen la sangre”. De igual manera, sufrimos con las pobres y desamparadas
gentes, que se consumen en las poblaciones aniquiladas tras la invasión de las
tropas enemigas. Mujeres, niños y ancianos, campesinos, asesinados de manera
infame. Los inocentes se hunden en la oscuridad y el horror de la contienda. Con
ellos nos hacemos puro dolor, devenimos por completo las lágrimas que salen de
sus tiernos y nostálgicos ojos.
Pese a la empatía catárquica ofrecida por el arte y las letras, a ese páthos
de la consumación, salimos de aquellas obras con la firme convicción de que
aquellos conflictos bélicos son materia del ayer. Nuestra civilización, nos
libra de toda posibilidad, en la actualidad – Aktualität –, de un estado
de guerra, de un cruel y salvaje bellum omnium contra omnes. Nos
convencemos completamente de que la guerra pertenece al ámbito de la ficción y
la imaginación, no, por supuesto, a la realidad del presente.
Este mismo escenario teatral aparece en el caso del virus. La confianza
plena en la ciencia contemporánea, en la tecnología y en un estado de bienestar
diseñado por el neoliberalismo de hoy, nos habían conducido a la férrea idea de
que las catástrofes causadas por enfermedades infecciosas eran algo superado,
enterrado, una pesadilla de la Edad Media, o de épocas de suciedad, donde las
ratas se amontonaban en la basura y fetidez de las urbes europeas, contagiando
a millones y haciendo del Viejo Continente un infierno dantesco sobre la
tierra. Con la aparición del Covid-19,
el tenebroso pasado romano renace en un organismo poderoso. Por ejemplo, la
sintomatología de la infección es similar a la Plaga Antonina. Como si no
hubiesen pasado casi veinte siglos, la virosis cobra dos mil doscientas vidas
en un día en New York al igual que la Peste de Galeno lo hiciese en la Capital
Romana. También Galeno vio como única salida para contrarrestar el mal la
medida de cuarentena en las tropas castrenses que se agrupaban y esperaban en
las fronteras del Imperio.
Los científicos y los líderes de estado son optimistas frente a la crisis del
2020. Afirman que la ciencia encontrará una vacuna. En Oxford – particularmente,
Sarah Gilbert del Jenner Institute/Nuffield Department of Medicine, Medical
Science Division – dicen septiembre de este año, si se dan condiciones
óptimas. Melanie Brinkman del Helmholtz Zentrum für Infektionsforschung
piensa en abril del 2021. ¡Puede ser! Quizá la infección llegue a ser una
anécdota más, que ocupó los medios un corto de tiempo, pero fue olvidada con
rapidez. Por el contrario, veo el virus como el anuncio de la caída y destino
fatal del Imperio de Occidente. Esta dolencia es el primer síntoma de un
inmenso cáncer que corroerá desde su interior el sistema capitalista de consumo
humano, la civilización de la esclavitud. Los emperadores romanos nunca
creyeron que la magnífica estructura de su reino había iniciado el recorrido
oscuro hacia el abismo y la desaparición. Así los hombres del Ahora, que fijan
su mirada en el aquí (hic et nunc), cierran sus ojos frente al trágico
futuro. ¡No es fácil aceptar la destrucción!
Ésta, con todo, constituye el resultado lógico de la esencia y la
naturaleza intrínseca del hombre. La ciencia y la razón son suicidas. El logro
último de la razón pura – del conocimiento pleno –: verse doblegada, aplastada,
desmembrada por el poder de lo desconocido, lo oculto, lo entre la niebla,
frente a lo cual cabe simplemente cerrar la boca, inclinar la dócil cabeza y
decir adieu.
Epílogo
En Guerra y paz, Tolstoi acepta haber relatado el conflicto entre
Rusia y Napoleón no como un historiador, sino con voz de poeta, de artista espiritual[13].
Yo no vislumbro el porvenir de la humanidad desde la perspectiva de la ciencia
y la lógica. Su final aparece escenificado en una dramática obra teatral. Todo
gran drama tiene un doloroso END, The end. Soy feliz ante esta
circunstancia. Tiene una moraleja, una enseñanza, esconde un mensaje. La
infección hace parte de la naturaleza, siempre lo ha sido, quiere decirnos
algo. La vida en sociedad, junto a otros seres, tocar la piel, aspirar el
sudor, los fluidos, crear planes comunes, construir comunidades, administrar, la
miserable política, el orden económico internacional, ser dependientes de
aquel, aquella, este o esta, la esclavitud, estar en el mundo para ti y contigo,
crear inmensos imperios y fortunas, hallar el éxito y la felicidad… todo eso
representa el camino errado, es una guillotina, el arma preferida de Dios, el
gran verdugo. El nuevo hombre, el Übermensch, debe regresar a la
soledad, a su yo interior, apartado. Vivir en la separación, en la calma del
bosque de niebla, hacer de la desidia hacia el humano bandera de liberación. Es
en este sentido que somos lobos, no en el de Hobbes. Viejos lobos esteparios (Steppenwölfe).
[2] Los síntomas de la
enfermedad según Galeno: “exantemas de color negro o violáceo oscuro
que después de un par de días se secan y desprenden del cuerpo, pústulas
ulcerosas en todo el cuerpo, diarrea, fiebre y sentimiento de
calentamiento interno por parte de los afectados, en algunos casos
se presenta sangre en las deposiciones del infectado, pérdida de la
voz y tos con sangre debido a llagas que aparecen en la cara y sectores
cercanos, entre el noveno día de la aparición de los exantemas y el décimo
segundo, la enfermedad se manifiesta con mayor violencia y es
donde se produce la mayor tasa de mortalidad”. Galeno, Methodus medendi vel
de morbis curandis libri XIV, Hittorpius, 1519, p. 200.
[3] Véase Marco Aurelio, Meditaciones, Gredos,
Madrid, 2000, p. 89. “Propio de un hombre bastante agraciado sería salir de
entre los hombres sin haber gustado la falacia, y todo tipo de hipocresía,
molicie y orgullo. Pero expirar, una vez saciado de estos vicios, sería una
segunda tentativa para navegar. ¿Continúas prefiriendo estar asentado en el
vicio y todavía no te incita la experiencia a huir de tal peste? Pues la
destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y
alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque
esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son animales; pero aquélla
es propia de los hombres, en cuanto son hombres”.
[4] Véase Historia Augusta, “surgió una
epidemia tan grande que los cadáveres se transportaron en distintos
vehículos y carruajes. Los Antoninos promulgaron entonces
leyes severísimas respecto a la inhumación y a las sepulturas, pues
prohibieron que nadie las construyera a su gusto, reglamentación que se
observa todavía hoy. Por cierto, dicha epidemia acabó con muchas miles de
personas, muchas de ellas de entre los primeros ciudadanos”. Magie, D., The Historia
Augusta. London &
Harvard: Loeb Classical Library, 1921, p. 79.
[5] Eutropio, Breviario/ Libro de los
Césares. Madrid, 2000.
[7] Dion, Casio. Historia Romana. Obra completa, Gredos, Madrid, 2005
[8] Osorius, Paulus, Historiae adversus paganos, Colonia, 1952; Osorius, Pablo, Commonitorium,
Colonia, 1561. Osorius, Paulus, Liber
apologeticus, Colonia, 1561.
[9] En la época de la peste existió un curioso y estravagante personaje llamado
Alejandro que sostenía que ésta se debía a un hechizo maligno y a un castigo de
los dioses. Alejandro se hizo
pasar por profeta sanador. Se volvió millonario vendiendo unos oráculos
que protegían supuestamente a los moradores de las casas contra la
pestilencia. Al respecto, dice Luciano de Samosata, "el verso era el siguiente: Febo, el de incortable
cabellera, aleja una nube de peste. Y en todas partes se podía ver el
verso grabado en los portales como fármaco para rechazar la epidemia. Pero
para la mayoría de las casas, las cosas salían al revés. Con la suerte
de espaldas, se quedaban vacías las casas en cuyo portal estaba
grabado el verso". Luciano, Obras. Obra completa, Gredos, Madrid, 1997,
p. 128. Al parecer, los
romanos no encontraban otra solución a la enfermedad diferente a la
superstición y las falsas esperanzas de algunos charlatanes religiosos.
[10] Gibbon, E., The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, London: Strahan
& Cadell, 1789. Rostovsev, M., The
Social and Economic History of the Roman Empire, Harvard, 1926.
[11] “El reinado
de Marco Aurelio es un punto de inflexión en muchas cosas, y más en la
literatura y el arte; no tengo duda alguna de que esta crisis fue provocada por
aquella plaga. El mundo antiguo jamás se recuperó del golpe asestado a ella por
la peste, que lo visitó en el gobierno de Marco Aurelio” . Niebuhr, B. G., Römische Geschichte, 3 Bände, Berlin, 1811, p. 56.
[12] En 2019, Kyle Harper publicó un libro muy importante
para la historia del mundo clásico, El fatal destino de Roma, en el que
defiende una tesis similar a la de Niebuhr. Pese a esto, varios estudiosos del
mundo greco-romano han recibido la obra de Harper como una novedad en las
investigaciones clásicas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Exprese su opinión, este es un sitio para la argumentación