Por: Julio César Carrión
Centro Cultural Universidad del Tolima
a sus reflexiones sobre el destino de la universidad
Todo el proyecto civilizatorio de Occidente con sus predicamentos ancestrales (“conocimiento”, “saber”, “verdad”, “moral”, “Dios”, “amor”, “derecho”, “justicia”, “dignidad”, “humanismo”, “Ilustración”, “progreso”...) ha descansado sobre un cúmulo de engaños y falacias, de “falsos positivos”, esgrimidos contra los sectores considerados “inferiores”; pueblos razas o culturas y también frente al resto de los animales. Presunción que, bien sabemos, ha costado muy caro tanto a los animales, nuestros más cercanos parientes, como a la mayoría de los seres humanos, por cuenta de supuestas “verdades absolutas” que defienden y difunden delirantes caudillos comprometidos misionalmente en su realización.
Las peripecias históricas del concepto “inteligencia” (señaladas por Hans Magnus Enzensberger en el artículo En el laberinto de la inteligencia. Una guía para idiotas) nos han llevado a querer fortalecer orgullosamente la distinción frente a los demás animales, “como si la evolución, con excepción de nosotros, sólo hubiera atinado a crear seres deficitarios dignos de compasión”. Peor aún, esta orgullosa perspectiva condujo, a la fijación de absurdas jerarquías de “inteligencia” entre los seres humanos. Jerarquías que se corresponden con las establecidas por los patrones culturales eurocéntricos, elaborados bajo las diversas convicciones político-religiosas, colonialistas, racistas y clasistas que han impuesto su hegemonía y dominio en diversas regiones y momentos y que lograron una mayor fundamentación teorética gracias a la intervención de aparatos ideológicos puestos a su servicio y, muy especialmente, a partir de la introducción de la escuela, como mecanismo central para el logro de la obediencia y la subalternidad.
Es claro que el hombre mediante el recurso de la “inteligencia” terminó dotando de sentido y significación a cuanto le rodea, por ello construyó un universo simbólico: esa “realidad” que le atrapa no sólo a él sino al resto de los seres con quienes comparte la existencia. A partir de la invención del “conocimiento”, de la “razón” y de la “inteligencia”, se fraguaron proyectos como el de un “más allá” religioso, el del triunfo de la Ilustración o el de la conquista del “progreso”. Proyectos cómodamente sustentados en la validez de la cultura letrada que ha sabido imponerse, ya fuese por sus planteamientos metafísicos, por sus “argumentos racionales” o, simplemente por la violencia abierta y descarada impuesta sobre los “ignorantes”, los “analfabetas”, los “incultos”, en resumen, sobre los pueblos vencidos.
Nuestro propósito es mostrar, precisamente, el fracaso de esa impositiva cultura letrada y del proyecto ilustrado, así como la falacia que encierra una escuela que únicamente ha servido para homogeneizar, uniformar y calificar fuerza de trabajo: para empequeñecer y domesticar a los humanos, mientras publicitariamente dice contribuir a la realización de los intereses emancipatorios. Confrontamos asimismo la pedagogía porque históricamente sólo se ha centrado en la obediencia y la domesticidad. Siempre se nos ha enseñado a la fuerza por parte de los “ilustrados” (evangelizadores, cruzados, conquistadores, colonialistas, sacerdotes, maestros, empresarios, comerciantes, académicos, financistas y demás representantes de las “culturas superiores”) que sistemáticamente emprendieron sus procesos “civilizadores” contra los pueblos y las culturas periféricas, dueños antes de otros conocimientos, saberes y cosmovisiones que hoy están abiertamente subyugados y perdidos.
A partir de los procesos doctrinales, guerreros, colonialistas, mercantilistas, pedagógicos e “ilustrados”, se nos impuso el supuesto de que leer y escribir nos haría más dignos y más libres. A este principio básico de la “modernidad” simultáneamente se le sumaría el dogma del progreso, como destino manifiesto e insoslayable para todos los pueblos del mundo, y como explicación justificadora de la injerencia metropolitana e imperialista.
Ya Juan Jacobo Rousseau en su Discurso sobre las ciencias y las artes de 1750, contra la mayoritaria concepción optimista del “progreso”, enjuiciaría ese propósito civilizador sustentado en el avance de las ciencias y en el engañoso desarrollo de la tecnología, porque sabía que conduciría a la miseria social al alejar al hombre de su estado natural, convirtiéndolo en esclavo de velados intereses estatales y clasistas. Y en realidad los diversos Estados, a través de sus agentes, habrían de imponer la ideología del progreso como “dirección única” -para denunciarlo en los términos de Walter Benjamin-. Escuelas, -universidades-, fábricas y ejércitos forzarían la domesticación de sus analfabetas, para adecuarlos a los intereses, claros o difusos, del poder. “Los pueblos no aprendieron a leer y escribir porque les apeteciera, sino porque fueron obligados a ello”.
Como lo explica Peter Sloterdijk en su conferencia Normas para el parque humano, Federico Nietzsche en el capítulo denominado “De la virtud empequeñecedora” contenido en la tercera parte de su obra Así habló Zaratustra, señala esa doctrina de la felicidad y de la virtud que empequeñece a los seres humanos, refiriéndose al amaestramiento, a una educación programada para la regulación de los sujetos, para la individualidad resignada, para la masificación, la homogeneización y la uniformidad. Los hombres son criadores de hombres. La educación se reduce a un amaestramiento para empequeñecer, actividad fundamental de curas y maestros. La escuela no es más que una institución especializada en la domesticación.
En última instancia la educación no ha sido más que sirvienta de los empresarios. La “Ilustración” que se ha propalado en las distintas aulas y planteles, no ha servido para la autonomía y la emancipación, como -kantianamente- se propagandió, sino para una mayor subordinación de los seres humanos, cuando más para la obtención de títulos y diplomas que les permiten simular, competir y hasta conseguir un kafkiano empleo. Toda educación en la medida en que califica, discrimina, selecciona y excluye, estigmatizando a los analfabetos, a las amplias mayorías, marginadas reales de los procesos ilustrados, pero que participan activamente en el tan imbricado como inútil sistema educativo hoy mundializado.
Sloterdijk concluye: “los hombres del presente son ante todo una cosa: criadores exitosos que han logrado hacer del hombre salvaje el último hombre. Se comprende, de suyo, que semejante cosa no ha podido suceder únicamente con medios humanistas educativo-domesticadores- amaestradores”. También han existido otras antropotécnicas, quizás más eficaces, basadas en la seducción conceptual, en la manipulación mediática o en la infalible y brutal violencia cotidiana.
En todo caso el proyecto que originalmente consistía en erradicar el analfabetismo e imponer la civilización letrada -como una valiosa fórmula ideada para la superación de la obstinada animalidad de los humanos-, dado su fracaso contundente al no lograrse la total domesticidad y ante la ausencia de una auténtica ilustración masiva en la escena universal, actualmente se ha modificado y, al parecer, nos encontramos con un renacer del analfabetismo, pero no como el de antes; ahora no son esos individuos llenos de ignorancia y tercamente ágrafos que antaño preocupaban y fastidiaban a los doctos y letrados, no se trata de esos peligrosos proletarios o campesinos que podrían llegar a asumir sus propios referentes teóricos y organizarse revolucionariamente, sino unos nuevos sujetos que no incomodan a nadie. Personajes pletóricos de la llamada “cultura de masas”, inmersos en la presunta erudición mediática, formados en la información que difunde la “sociedad del conocimiento”, sujetos uniformes, homogeneizados, anónimos y dóciles que sólo saben seguir instrucciones y currículos, llenar planillas, presentar informes, responder cuestionarios. Individuos proclives a la “movilización total” y que se ajustan perfectamente al perfil de las trivialidades de la farándula, del entretenimiento y de las diversiones hábilmente direccionadas y que buscan afanosamente la “felicidad” en el cumplimiento del deber, en la competitividad, en la precariedad laboral y en el consumismo compulsivo. Cómodos habitantes de este “parque humano”, que funcionan bajo las condiciones de una domesticidad total, bajo los lineamientos de una “servidumbre voluntaria”.
El poder que en busca de la regulación social, la normalización y el amaestramiento, que inicialmente operaba mediante técnicas de control y disciplinamiento, hoy se ejerce sobre la entera vida de los hombres, con dispositivos no necesariamente disciplinarios, ya que no se dirigen específicamente a los individuos, sino en general a la población, y a la especie. Se ha pasado así de la individuación a la masificación y a la politización de la vida natural. Fenómeno que no es exclusivo de los regímenes autoritarios ni de los totalitarismos, sino de todas las estructuras políticas contemporáneas, incluidas aquellas reputadas como “democráticas” o “humanitarias”, inmersas también en la biopolítica, y no como “estados de excepción”, sino como cotidianidad jurídica y administrativa, extendida como paradigma funcional de todo el quehacer político de Occidente.
Desde Aristóteles hasta Heidegger, como lo ha investigado Giorgio Agamben, la máquina antropotecnológica ha continuado sus operaciones al interior del hombre instituyendo un "estado de excepción": en la Antigüedad se produce lo inhumano incluyendo en lo humano algo exterior, humanizando el animal (el esclavo, el bárbaro, el extranjero como figuras de un animal con forma de hombre) y en la Modernidad se excluye del hombre un ser ya hombre, se aísla lo no humano en el hombre, animalizando lo humano (el judío, el desahuciado, el delincuente, el marginal, el inmigrante, como figuras de lo animal en el hombre). Pero, en definitiva, afirma Agamben, "la humanización integral del animal coincide con la animalización integral del hombre".
El conflicto entre humanidad y animalidad es el conflicto político decisivo de nuestra cultura y, por ello -concluye Agamben- la política occidental es desde sus orígenes biopolítica.
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