Por: Fernando Quiroz
Fácil, pensé. Al fin y al cabo, casi todo tiene remedio. Casi. Y esta no debería ser la excepción: simplemente había olvidado el libro en casa. El de turno: Escapada, de Alice Munro. Y jamás viajo sin qué leer. Los aeropuertos serían insoportables. Y no habría disculpa para mantener a raya a los vecinos de silla en el avión. Sin embargo, la última vez, rumbo a Ibagué, lo olvidé.
Vuelvo al comienzo: pensé que era muy fácil solucionarlo: caminaría algunas de sus calles emblemáticas con la disculpa de encontrar a Carlos Framb o a Juan Esteban Constaín. De buscar el dios redondo de Villoro, en estos tiempos de religión mundialista. De rendirle homenaje a Caballero Calderón en el centenario de su nacimiento.
Pero me llevé la sorpresa enorme de que no hay librerías en Ibagué. Así como lo leen: ¡No hay!
Aunque Ibagué suena como suena -suena bien, y esta semana, por cierto, suenan los pianos del Festival Internacional Óscar Buenaventura, y los hace sonar, entre otras, mi admiradísima Teresita Gómez-, no tiene librerías.
¿Por qué abrir los oídos pero vendar los ojos? ¿Se puede ser tan culto en un arte y tan descuidado en otro?
Me adelanto a las críticas que vendrán -es tan difícil oír ciertas verdades- y aclaro que, después de mucho preguntar, después de mucho caminar, encontré en la carrera tercera, en medio de tanto almacén de zapatos, tanto casino y tanta farmacia, la excepción a la regla. Es una miscelánea que ofrece muñecos de peluche, cajas de colores, artículos plásticos hechos en China para rellenar piñatas, textos escolares y otros libros de segunda mano que han ido dejando allí los familiares de lectores recientemente fallecidos.
Allí, bajo la estricta e incómoda vigilancia de una operaria que no entiende mi demora, curioseo los títulos. Al lado de un tomo sobre los perros de caza reposa, como nuevo, un almanaque mundial de 1983. Más atrás, una impúdica Madonna me mira desde la portada de su biografía, que duerme junto a un manual sobre el arte de romper cristal. Descubro a Irene, de mi profe Jorge Eliécer Pardo, a quien recuerdo con afecto. Su novela hace equilibrio entre un compendio de tablas de logaritmos y La estructura de la clase obrera de los países capitalistas.
Conocí buenos lectores en Ibagué -los hay, claro que los hay- a los que les toca, cada vez que viaja un amigo, cada vez que los visita una tía, encargarles libros, como otros ruegan por una chocolatina o encarecen camisetas.
Triste realidad. Y más triste imaginar qué futuro les espera a los jóvenes de una ciudad sin librerías.
fquiroz64@gmail.com
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